LEÓN TOLSTOY NO ME PUEDO CALLAR Traducción del ruso por Ricardo Baeza Transcrito por Germán Lema Tomado de “Los Clásicos. Dostoiewsky y Tolstoy. Novelas y Cuentos”. Cali, Colombia 2003 NO ME PUEDO CALLAR Siete sentencias de muerte: dos en Petersburgo, una en Moscú, dos en Pensa, dos en Riga. Cuatro ejecuciones: dos en Kherson, una en Vilna, una en Odesa. Esto, repetido cotidianamente en los periódicos, y no durante varias semanas, ni meses, ni un año, sino durante años. Y esto en Rusia, esta Rusia donde el pueblo considera a cada criminal como un hombre digno de compasión, y donde hasta hace muy poco la pena capital no estaba reconocida por las leyes. Recuerdo lo orgulloso que me sentía de esto cada vez que hablaba de la cuestión con otros europeos. ¡Ahora, en cambio, desde hace casi tres años, no tenemos otra cosa que ejecuciones, ejecuciones, ejecuciones, un día tras otro, sin cesar! Tomo, por ejemplo, entre manos el periódico de hoy, 9 de mayo, y leo la siguiente noticia: “Hoy han sido ahorcados en Kherson, en el campo de Strelbitsky, veinte campesinos, acusados de asalto con intento de robo a la hacienda de un rico propietario del distrito de Elisabetgrado”. * Los periódicos han desmentido luego esta noticia de los veinte campesinos ahorcados. Según parece, no fueron más que doce. Como es natural, celebro la rebaja, pero también no puedo menos de celebrar que la noticia me moviera a expresar en estas páginas un sentimiento que desde hacía tiempo venía atormentándome. Dejé, por consiguiente, intacto, el resto, limitándome a sustituir la cifra de veinte por la de doce, puesto que lo que digo no se refiere tan solo a aquellos doce infelices que fueron ahorcados, sino igualmente a los miles y miles que han sido y están siendo implacablemente asesinados.(Nota de L. Tolstoy) Doce hombres pertenecientes a esa masa cuyo trabajo nos hace vivir, esa masa que hemos depravado y continuamos todavía depravando por todos los medios a nuestro alcance — desde el veneno del vodka a la terrible falsedad de un credo que les imponemos con toda nuestra fuerza, sin creer en él nosotros mismos -, doce hombres, estrangulados con una cuerda por los mismos a quienes mantienen con su trabajo y que les vienen depravando de un modo sistemático. Doce maridos, padres e hijos, pertenecientes a esa masa sobre cuya bondad, trabajo y simplicidad descansa la vida de Rusia entera, son detenidos, encarcelados y aherrojados. Más tarde, les atan las manos a la espalda, no sea que vayan a agarrarse a las cuerdas con que les van a ahorcar, y son conducidos al cadalso. Unos cuantos campesinos, idénticos a los que van a ser ahorcados, pero armados, vestidos con uniforme limpio de soldado, con buenas botas en los pies y un fusil en la mano, acompañan a los condenados. Junto a ellos marcha un hombre de cabellos largos, revestido con una estola y una capa de tisú de oro y plata, llevando una cruz en la mano. El cortejo se detiene. El hombre que capitanea el cortejo dice algo, el secretario lee un papel; y, una vez leído el papel, el hombre de cabellos largos, dirigiéndose a los que van a ser ejecutados, les habla de Dios y de Cristo. Inmediatamente, los verdugos (son varios, pues un solo hombre no podría llevar a cabo asunto tan complicado) disuelven un poco de jabón y, habiendo enjabonado bien los nudos corredizos, a fin de que corran mejor, agarran a los hombres aherrojados, los envuelven en una especie de mortaja, los hacen subir al patíbulo, y les colocan alrededor del cuello los nudos corredizos bien enjabonados. Y, entonces, uno tras otro, unos hombres vivos son empujados del banquillo sobre el que estaban en pie y con su propio peso aprietan bruscamente en torno de sus cuellos y son dolorosamente estrangulados. Unos hombres, vivos un momento antes, se convierten en unos cadáveres colgando al extremo de una cuerda, que al principio oscilan lentamente y acaban, al fin, por quedar inmóviles. Todo esto ha sido cuidadosamente dispuesto y planeado por unos hombres cultos e inteligentes, pertenecientes a las clases superiores. Se las arreglan para ejecutar estas cosas discretamente, al amanecer, de manera que casi nadie les vea, y se las componen de suerte que la responsabilidad de estas iniquidades se reparta de tal modo entre quienes las cometieron que cada uno de ellos pueda pensar y decir que no es responsable de ellas. Se las arreglan para encontrar a los hombres más depravados y desdichados y, al mismo tiempo que les obligan a realizar la obra por ellos planeada, todavía logran aparentar que desprecian y sienten horror por ellos. Hasta se les ocurren sutilezas como la siguiente: las sentencias son pronunciadas por un tribunal militar, pero no son militares, sino civiles los que tienen que presidir las ejecuciones. Y la ignominia es llevada a cabo por hombres desventurados, corrompidos, engañados y despreciados, a los que no queda otra finalidad en la vida que el enjabonar las cuerdas a fin de que aprieten bien los cuellos, y el irse luego a emborrachar con el veneno que les venden aquellas mismas gentes de las clases superiores, cultas y refinadas, a fin de que puedan olvidarse de su alma y de su condición de hombres lo más de prisa posible. Un doctor inspecciona los cuerpos, dando vuelta a su alrededor, los palpa y declara a quien corresponde que la faena ha sido llevada a cabo como era debido, ya que no cabe duda alguna de que los doce están bien muertos. Y todos se dirigen a sus ocupaciones cotidianas, con la conciencia de haber participado en un trabajo desagradable, pero necesario. Y los cuerpos, ya rígidos y fríos, son descolgados y enterrados. ¡Monstruoso!: no hay otra palabra. Y esto se hace una y otra vez, y las víctimas no son solamente estos doce míseros campesinos, desventurados y descarriados, pertenecientes a la clase mejor del pueblo ruso. Esto se viene haciendo incesantemente desde hace años, a cientos y a miles de hombres semejantes, igualmente desventurados y descarriados por aquellos mismos que les infligen tales iniquidades. Y no es solamente esta iniquidad la llevada a cabo. Toda suerte de torturas y violencias son a diario perpetradas en prisiones, fortalezas y colonias penitenciarias, con el mismo pretexto y con idéntica crueldad, a sangre fría. Eso es monstruoso: no hay otra palabra; pero lo más monstruoso de todo es que no se hace impulsivamente, bajo el influjo de sentimientos que se imponen a la razón, como ocurre en las peleas, en la guerra, incluso en los asaltos a mano armada, sino que, por el contrario, se hace en nombre de la razón y con arreglo a cálculos que se imponen a los sentimientos. Esto es lo que hace estos hechos tan particularmente pavorosos. Pavorosos, porque estos actos — cometidos por hombres que, desde el juez hasta el verdugo, no los desean — prueban más vívidamente que nada hasta qué punto es pernicioso al alma el despotismo, el dominio del hombre sobre el hombre. Es malo que un hombre pueda arrebatar a otro su trabajo, su dinero, su vaca, su caballo, hasta su hijo o su hija, en ocasiones; pero, ¡cuánto peor el que un hombre pueda arrebatar a otro su alma, obligándole a hacer lo que destruye su ser espiritual y privándole así de su bienestar espiritual! Y eso es justamente lo que hacen esos hombres que disponen las ejecuciones, y que, mediante sobornos, amenazas y engaños, obligan tranquilamente a otros hombres — desde el juez hasta el verdugo — a cometer actos que no cabe duda les privan de su verdadero bienestar, por mucho que los cometan en nombre del bienestar de la humanidad. Y mientras esto acontece en toda Rusia, año tras año, los principales culpables — aquellos por cuya orden se cometen estos actos, aquellos en cuya mano está el ponerles término -, plenamente convencidos de que tales actos son útiles y hasta indispensables, o componen discursos y discurren medios para impedir a los finlandeses que vivan como ellos entienden que deben vivir, y para obligarles a que vivan como ciertos personajes rusos se empeñan en que vivan, Oo se pasan el tiempo dictando órdenes a fin de que “en los regimientos de húsares los puños y los cuellos de las guerreras de los soldados sean del mismo color que éstas, pero cuidando los que tengan derecho a usar pelliza de que no se coloque trencilla alguna sobre la piel alrededor de los puños.” Lo más tremendo del asunto es que toda esa violencia inhumana y todas esas matanzas, además del daño que infieren directamente a las víctimas y a sus familias, infligen un daño todavía mucho mayor al pueblo entero, haciendo cundir la depravación — como cunde la llama en la paja seca — entre todas las clases de la sociedad rusa. Esta depravación cunde con especial rapidez entre la humilde clase trabajadora, pues todas estas iniquidades cien veces mayores que cuanto hayan podido hacer ladrones, bandidos, y revolucionarios juntos, son perpetradas como si fuesen necesarias, justas e inevitables; y no solamente son excusadas, sino hasta aprobadas y enaltecidas por diversas instituciones inseparablemente relacionadas en el espíritu de la masa con la justicia, y hasta con la santidad, a saber: el Senado, el Sínodo, la Duma, la Iglesia y el Zar. Y esta depravación se propaga con extraordinaria rapidez. Hasta hace poco tiempo, apenas si habrían podido encontrarse dos verdugos en toda Rusia. Allá por 1880, llegó a haber tan sólo uno. Recuerdo con qué satisfacción me decía Vladimir Soloviev que no podía encontrarse un segundo verdugo en toda Rusia, por lo cual tenían que llevar al único que había de una ciudad a otra. Desgraciadamente, no es así ahora. El propietario de una tiendita de Moscú cuyos asuntos iban de mal en peor, ofreció un día sus servicios para llevar a cabo los asesinatos dispuestos por el Gobierno, y, como le daban cien rublos por cada ahorcado, pronto pudo enderezar su negocio de tal modo que acabó por no necesitar aquellas entradas suplementarias y volvió a entregarse de lleno y exclusivamente a su profesión primera. En Orel, el mes pasado, como en tantas otras partes, hubo de necesitarse un verdugo, e inmediatamente se encontró a un hombre que convino con los organizadores de los asesinatos oficiales el llevarlos a cabo a razón de cincuenta rublos por cabeza. Ahora bien, este verdugo espontáneo, se enteró, después de hacer el convenio, de que en otras ciudades se pagaba más, y en el momento de llevar a cabo la ejecución, amortajada ya la víctima, en vez de hacerla subir al cadalso, se detuvo y, acercándose al Superintendente, le dijo: “Mire, Excelencia, o me dan otros veinticinco rublos, o no lo hago”. Huelga decir que obtuvo los veinticinco rublos. Poco más adelante, hubo que ahorcar a cinco condenados, y ya se había fijado la fecha de la ejecución, cuando el día antes vino un forastero a ver al organizador de los asesinatos oficiales, aduciendo un asunto de índole personal. El organizador le hizo pasar, y he aquí lo que el forastero le dijo: - El otro día, Fulano os cobró setenta y cinco rublos por un hombre. Me he enterado de que mañana van a ahorcar a cinco. Pues bien, encomendadme el trabajo, y lo haré a quince rublos por cabeza; y ¡tened la seguridad de que lo haré como es debido! Ignoro si el ofrecimiento fue aceptado; pero sí sé que fue hecho. Así es como los crímenes cometidos por el Gobierno actúan sobre los peores y menos morales de los miembros de la comunidad, y no cabe duda que esos hechos tremendos tienen también que haber influido en la mayoría de los hombres de moral media. Oyendo y leyendo de continuo las más terribles e inhumanas brutalidades cometidas por las autoridades — esto es, por personas que el pueblo acostumbra a honrar como sus representantes mejores - , la mayoría del público de nivel medio, especialmente la juventud, preocupada con sus propios asuntos, en vez de comprender que quienes son capaces de cometer tales horrores son indignos de toda consideración, inconscientemente caen en la conclusión opuesta y piensan que si aquellos a quienes acostumbramos a honrar y respetar cometen semejantes actos, será porque estos actos no son, en realidad, tan tremendos como podría suponerse. Y así la gente ha llegado a hablar, hoy día, de ejecuciones, asesinatos, bombas y matanzas, con la misma naturalidad que se habla del tiempo. Los niños juegan a la horca. Los muchachos de las escuelas superiores, casi unos niños, todavía, salen en expediciones de expropiación, dispuestos a matar, lo mismo que salían antes a excursiones de caza. El matar a los grandes terratenientes, a fin de apoderarse de sus tierras, parece hoy a mucha gente la mejor manera de resolver el problema agrario. En general, gracias a la actividad del Gobierno, que ha permitido el asesinato como un medio de llegar a sus fines, todos los crímenes: el robo, el asalto a mano armada, la mentira, el tormento y el asesinato, son actualmente considerados por aquellos desventurados, a quienes no ha podido menos de pervertir el ejemplo, como los actos más naturales y corrientes, inherentes por así decirlo a la condición humana. Sí; terribles como son los hechos en sí mismos, aún es incomparablemente más terrible el daño moral, espiritual, invisible, que producen. Decís que cometéis todos esos horrores a fin de restablecer el orden y la paz. ¡Restablecer vosotros el orden y la paz! Pero, ¿por qué medios pretendéis restablecerlos? Destruyendo el último vestigio de fe y moralidad en los hombres, vosotros, representantes de una autoridad cristiana, maestros y caudillos reconocidos y sostenidos por los servidores de la Iglesia. Cometiendo los crímenes más monstruosos: la mentira, la perfidia, el tormento en todas sus formas, y el supremo y más terrible de los crímenes, el más odioso a todo corazón humano que no esté irremediablemente corrompido: no ya un asesinato aislado, sino el asesinato en masa, innumerable, que pretendéis justificar con estúpidas referencias a tales o cuales estatutos por vosotros mismos escritos en esos necios y mendaces libros vuestros que os atrevéis a llamar blasfematoriamente “las leyes”. Decís que ése es el único medio de pacificar al pueblo y de extinguir la revolución; pero nada más evidentemente falso. Es indudable que no podréis pacificar al pueblo mientras no concedáis la demanda de la más elemental justicia que os viene haciendo la población rural entera de Rusia (esto es, la abolición de la propiedad privada sobre la tierra) y evitéis el confirmarla de las distintas maneras que venís haciéndolo, irritando a los campesinos, lo mismo que a aquellos espíritus desequilibrados y exaltados que han emprendido contra vosotros una lucha sin cuartel. No podéis pacificar al pueblo atormentándolo y persiguiéndolo, desterrándolo, encarcelándolo, ahorcándolo, a los hombres lo mismo que a las mujeres y los niños. Por mucho que os empeñéis en ahogar en vosotros la razón y el amor comunes a todos los seres humanos, no por eso dejaréis de llevarlos en vosotros; y os bastará recapacitar y meditar para ver que, obrando como lo hacéis.- esto es, tomando parte en crímenes tan terribles - , no sólo no conseguiréis curar la enfermedad, sino que, haciéndola más interna y escondida, la haréis todavía peor. La cosa es tan evidente, que no es posible que todo el mundo no la advierta. La causa de lo que está aconteciendo no es de orden físico, ni estriba en acontecimientos exteriores, sino que depende exclusivamente del estado de ánimo del pueblo, que ha cambiado, y al que esfuerzo alguno podría ya volver a su anterior condición, del mismo modo que ningún esfuerzo humano podría hacer que el hombre ya formado volviera a ser un niño. Ni la irritación social, ni la tranquilidad, pueden depender de que se ahorque a Pedro, ni de que Juan viva en Tambov o vegete en Nerchinsk, en una colonia penal. La irritación social o la tranquilidad tienen, forzosamente, que depender, no de Juan o Pedro solos, sino de cómo la gran mayoría de la nación considere su situación, y de la actitud de esta mayoría con respecto al Gobierno, a la propiedad agrícola, a la religión que les fuera enseñada, y a lo que esta mayoría considere bueno o malo. La fuerza de los acontecimientos no estriba para nada en las condiciones materiales de la vida, sino en el estado espiritual del pueblo. Y aunque mataseis y torturaseis a la décima parte de Rusia, no por eso el estado espiritual del pueblo iba a ser el que vosotros quisierais. Así, todo lo que estáis haciendo ahora, con todos esos registros, espionajes, destierros, encarcelamientos, colonias penitenciarias y ejecuciones, no lleva al pueblo al estado de ánimo que deseáis, sino que, por el contrario, aumenta la irritación y destruye toda posibilidad de paz y de orden. “Pero ¿qué es lo que se debe hacer? — diréis - , ¿qué es lo que se debe hacer? ¿Cómo poner término a las iniquidades que están ahora ocurriendo?” La respuesta es muy sencilla: “Dejad de hacer lo que estáis haciendo”. Aun cuando nadie supiera lo que habría que hacer para pacificar “al pueblo” — al pueblo entero (son muchos los que saben perfectamente que lo más urgente para pacificar al pueblo ruso es libertar al país de la propiedad privada en tierra, exactamente como hace cincuenta años lo más urgente era manumitir a los siervos) -, aun cuando nadie lo supiera no por eso sería menos evidente que para pacificar al pueblo habría que empezar por dejar de hacer lo que no hace sino fomentar y acrecentar su ira. Sin embargo, lo que se hace es exactamente lo contrario. Lo que hacéis, por otra parte, no lo hacéis pensando en el pueblo, sino en vosotros mismos, para conservar la posición que ocupáis, una posición que consideráis ventajosa, pero que es, en realidad, tan lastimosa como abominable. No digáis, pues, que lo hacéis por el pueblo. ¡De sobra sabéis que es mentira! Todas las abominaciones que hacéis las hacéis por vosotros mismos, por vuestros propios fines personales, mezquinos, sórdidos, vengativos, ambiciosos, a fin de continuar un poco más de tiempo en la depravación en que vivís y que os parece tan deseable. Más por mucho que repitáis incansablemente que cuanto hacéis lo hacéis en bien del pueblo, la gente está empezando a comprenderos, y a despreciaros, cada día más abiertamente, considerando vuestras medidas de coerción y de supresión no como vosotros quisierais — esto es: como el resultado de la actuación de una especie de Ser superior colectivo: el Gobierno -, sino como lo que realmente son, como los actos perversos y personalistas de unos cuantos individuos personalistas y perversos. Decís también: “Los revolucionarios fueron los que empezaron, no nosotros, y sus crímenes horrendos requieren las más enérgicas medidas (así llamáis a los crímenes vuestros) por parte del Gobierno”. Decís que las atrocidades cometidas por los revolucionarios son horrendas. Y no seré yo quien lo niegue. Hasta añadiré que, sobre ser horrendas, son estúpidas, y que — lo mismo que las atrocidades vuestras — dan muy lejos del blanco. Pero por horrendas y estúpidos que sean sus actos — todas esas bombas y minas subterráneas, todos esos asesinatos absurdos y esas depredaciones criminales -, todavía no les llegan a la suela del zapato a la monstruosidad y la estupidez de los actos cometidos por vosotros. Los revolucionarios están haciendo exactamente lo mismo que vosotros y por los mismos motivos. Padecen la misma ilusión (que diría cómica, si sus consecuencias no fuesen tan terribles): se imaginan que por el hecho de haberse fraguado un esquema ideal de lo que, a su entender, conviene a la colectividad humana, tienen el derecho y la posibilidad de disponer de las vidas ajenas con arreglo a ese esquema. La quimera es la misma. Idénticos los métodos: la violencia en todas sus formas, incluso el quitar la vida al prójimo. Y la excusa: que un acto en sí reprobable, cometido en beneficio de la comunidad cesa de ser inmoral; de manera que es posible, sin ofender ni conculcar la ley moral, robar y hasta matar, siempre que ello contribuya a la realización de ese pretenso bien de la comunidad, que creemos conocer y poder prever, y que deseamos instaurar sobre la tierra. Vosotros, gentes del Gobierno, no vaciláis en calificar los hechos de los revolucionarios de “atrocidades” y de “crímenes horrendos”; pero, al fin y al cabo, los revolucionarios no han hecho ni están haciendo nada que vosotros no hayáis hecho, y hecho en una escala incomparablemente mayor. Los revolucionarios no hacen sino lo que vosotros hacéis. ¿No practicáis vosotros la mentira, el espionaje, el engaño, la propaganda más mendaz y descarada? Pues lo mismo hacen ellos. Vosotros arrebatáis a la gente su propiedad por toda clase de medios violentos, empleándola como se os antoja; y así hacen ellos también. ¿Y por qué, realmente, no iban a hacerlo? No reprochéis, pues, a los revolucionarios que utilicen los mismos medios inmorales, mientras los utilicéis vosotros como lo hacéis para la consecución de vuestros fines. Cuanto podáis aducir vosotros en vuestra propia justificación, también pueden aducirlo ellos. Esto, sin contar que vosotros cometéis males y perjuicios de los que ellos están exentos; tales como el despilfarro del erario nacional, la preparación de la guerra, el allanamiento y opresión de pueblos extranjeros, etcétera, etcétera. Decís que tenéis que preservar las tradiciones del pasado y las acciones de los grandes hombres del pasado a guisa de ejemplos. Pero también ellos tienen sus tradiciones, que brotan igualmente del pasado — anteriores incluso a la Revolución Francesa -. Y, en lo que se refiere a grandes hombres, modelos que imitar, mártires que perecieran en aras de la verdad y la libertad, seguramente que no tienen ellos menos que vosotros. Así, si alguna diferencia hay entre vosotros es, simplemente, que vosotros deseáis que todo continúe siendo lo que era y es, en tanto que ellos desean un cambio. Y, al pensar que no es posible que todo permanezca indefinidamente lo mismo, sin duda tienen más razón que vosotros; o la tendrían, si no hubieran tomado de vosotros ese singular y destructivo embauco, según el cual le es posible a un grupo de hombres saber la forma de vida que le conviene en el futuro a la humanidad entera, y lícito al par que hacedero el establecerla por la fuerza. En cuanto al resto, no hacen sino lo que hacéis también vosotros, y empleando los mismos medios. Son vuestros discípulos. Y no solamente vuestros discípulos: son vuestros hijos, vuestra consecuencia. Si vosotros no existieseis, tampoco existirían ellos; de suerte que, cuando tratáis de suprimirlos por la violencia, os conducís como un hombre que, queriendo abrir una puerta, empuja con todo el peso de su cuerpo en dirección contraria a aquella en que se abre. Si alguna diferencia hay entre vosotros y ellos, no es ciertamente en vuestro favor, podéis estar seguros. Las circunstancias atenuantes de su caso son: primero, que sus crímenes son cometidos en condiciones de riesgo personal mucho mayor que aquel a que os exponéis vosotros, y el peligro excusa muchas cosas a los ojos de la juventud impresionable. Segundo, la inmensa mayoría de ellos son gente joven, más susceptible de extravío, como es natural, en tanto que vosotros por regla general sois hombres maduros, incluso ancianos, en los cuales parecería natural encontrar una razonable ecuanimidad y un sentimiento de piedad hacia los descarriados. Una tercera circunstancia atenuante en su favor es que, por odiosos que sean sus asesinatos, no son, ni por mucho, tan fría, tan sistemáticamente crueles como vuestras cárceles, deportaciones, horcas y fusilamientos. Y una cuarta circunstancia atenuante en pro de los revolucionarios es que todos ellos repudian categóricamente toda enseñanza religiosa y consideran que el fin justifica los medios. Por consiguiente, cuando matan a uno o más hombres en aras de ese problemático bienestar de la mayoría, obran con absoluta congruencia; mientras vuestros hombres del Gobierno — desde el más ínfimo verdugo al más alto funcionario - profesan el cristianismo y se declaran religiosos, lo que es absolutamente incompatible con los actos que cometen. Y sois vosotros, hombres en la madurez de la vida, jefes de otros hombres, y profesando el cristianismo, sois vosotros los que decís, como niños que acaban de pelearse: “No fuimos nosotros los que empezamos; fueron ellos!” Esto es cuanto se os ocurre decir, a vosotros que echasteis sobre vuestros hombros la misión de dirigir otras conciencias. Pero, ¿qué clase de hombres sois vosotros? ¿Cómo es posible que reconozcáis como Dios a quien prohibió, en términos concluyentes, no sólo la condenación y el castigo, sino incluso el juzgar a los demás; quien, con inequívocas palabras, repudió todo castigo y afirmó la necesidad del perdón incesante, por a menudo que fuese cometido el pecado; que ordenó volviéramos la otra mejilla al que nos abofetease, devolviendo en toda ocasión bien por mal; que, en el caso de la mujer condenada a la lapidación, mostró de manera tan sencilla y clara la imposibilidad del juicio y del castigo entre hombre y hombre? ¿Cómo es posible que vosotros, que reconocéis a ese Dios, no podáis encontrar nada mejor que decir en vuestra defensa que: “¡Ellos empezaron! ¡Y, como matan a la gente, no tenemos más remedio que matarlos a ellos!”? Un artista conocido mío pensó en pintar un cuadro tomando como tema una ejecución, y se puso a buscar un modelo para el verdugo. Habiendo oído que el oficio de verdugo en Moscú era desempeñado a la sazón por un vigilante, se dirigió a casa de éste. Era por aquel entonces la Pascua de Resurrección. La familia estaba sentada, con su ropa de los días de fiesta, en torno de la mesa, donde aparecía servido el té, pero el padre no estaba allí. Más tarde se enteró mi amigo de que, al ver a un extraño, hubo de esconderse en seguida. Su mujer, que también parecía avergonzada, explicó que su marido no estaba en casa, pero una niñita de pocos años lo hubo de delatar, declarando: “Papá está en el desván”. Esta desgraciada criaturita no sabía aún que su padre tenía conciencia de que lo que hacía no estaba bien y que, por tanto, no podía menos de sentir miedo de todo el mundo. El artista explicó a la mujer que deseaba que su marido le sirviera de modelo, por convenir su cara al cuadro que había planeado (y cuyo asunto no dijo, como es lógico). Habiendo entrado en conversación con la mujer, el artista, a fin de atraérsela, le ofreció tomar un hijo suyo como discípulo, ofrecimiento que no cabe duda hubo de tentarla. Salió, pues, y al cabo de un rato entró el marido, malhumorado, inquieto, receloso y mirando de soslayo. Durante largo tiempo trató de que el artista le dijera la razón de haberle buscado precisamente a él. Cuando el pintor le hubo dicho que lo había visto en la calle, pareciéndole su rostro adecuado al cuadro que tenía en proyecto, el vigilante le preguntó dónde había sido ese encuentro, a qué hora, llevando qué vestido. Y no quiso aceptar el trato, evidentemente temiendo y sospechando algo malo. Sí, este verdugo sabe de primera intención que es un verdugo, sabe que hace el mal y es, por consiguiente, odiado, y teme a los hombres; y se me ocurre que esta convicción y este temor ante los hombres expía en parte su culpa. Pero ninguno de vosotros — desde el Secretario del Tribunal al Primer Ministro y al Zar -, que sois participantes indirectos en las iniquidades cada día cometidas, parece sentir su culpa, ni la vergúenza que vuestra participación en semejantes horrores debería suscitar. Es cierto que, lo mismo que el verdugo mencionado, teméis a los hombres, y cuanto mayor es vuestra responsabilidad en los crímenes mayor es también vuestro temor: así, el Acusador Público teme más que el Secretario; el Presidente del Tribunal más que el Acusador Público; el Gobernador General más que el Presidente; el Presidente del Consejo de Ministros más todavía, y el Zar más que nadie. Todos tenéis miedo, pero, a diferencia del verdugo, lo tenéis, no porque creáis que estéis haciendo daño, sino porque creéis que los demás están haciendo daño. Así, se me ocurre que por bajo que haya caído aquel desdichado vigilante, aún se halla, desde el punto de vista moral, inconmensurablemente más alto que vosotros, copartícipes y cómplices de estos crímenes monstruosos: vosotros, que condenáis a los demás, en vez de condenaros a vosotros mismos, y que lleváis vuestras cabezas tan altas. Yo sé que los hombres son, al fin y al cabo, humanos, que todos somos débiles, que todos erramos, y que nadie puede juzgar a nadie. He luchado largo tiempo contra el sentimiento que provocaron y provocan en mí aquellos que me parecen responsables de dichos crímenes, sentimiento tanto más virulento cuanto más arriba están en la escala social. Pero no puedo, ni quiero, luchar más contra ese sentimiento. No puedo y no quiero. En primer lugar, porque es necesario poner en la picota a quienes no alcanzan a ver la pavorosa criminalidad de sus actos, tanto por ellos mismos como por la muchedumbre, que, bajo la influencia de los honores y elogios exteriores concedidos a aquella gente, aprueba sus terribles acciones y hasta trata de emularlas. Y, en segundo lugar, porque (lo confieso francamente) espero que el poner en la picota a aquellos hombres tendrá por resultado la tan ansiada expulsión de este medio en el que vengo viviendo, y en el que no puedo menos de sentirme un copartícipe de todos los crímenes cometidos a mí alrededor. Todo lo que se está haciendo actualmente en Rusia, se hace en nombre del bien general, en nombre de la protección y la tranquilidad del pueblo ruso. Y, si esto es así, no cabe duda que entonces también lo hacen por mí, que vivo en Rusia. Por mí, pues, existe esta profunda miseria del pueblo, privado del primero y más elemental derecho del hombre: el derecho a trabajar la tierra en que ha nacido; por mí, este medio millón de hombres arrancados de la sana vida rural y vestidos de uniformes y enseñados a matar; por mí, ese mal llamado sacerdocio, cuyo principal deber es pervertir y ocultar el verdadero Cristianismo; por mí todas estas deportaciones de hombres, de uno en otro lugar; por mí estos cientos de miles de infelices muriendo de tifus y escorbuto en las fortalezas y prisiones, insuficientes para contener a tan inmenso gentío; por mí sufren las madres, esposas y padres de los desterrados, los cautivos y los ahorcados; por mí estos espías y este soborno ignominioso; por mí el enterramiento vergonzante de estos centenares de hombres fusilados; por mí se prosigue la faena horrenda de esos verdugos, alistados a duras penas en un principio, pero que no parecen ya repugnar a su trabajo; por mí existen estas horcas, de sogas bien enjabonadas, en las cuales se cuelgan a hombres, mujeres y niños; y por mí esta terrible actitud del hombre contra sus semejantes. Por extraño que pueda parecer el decir que todo esto se hace por mi causa, y que soy un cómplice de estos actos tremendos, lo cierto es que no puedo menos de sentir que existe una interdependencia indudable entre mi casa confortable, mi comida, mis ropas, mis ocios, y los crímenes terribles cometidos para librar a la sociedad de aquellos hombres que querrían despojarme de lo que tengo. Y aunque sé que estas pobres gentes menesterosas, amargadas, pervertidas — que, si no fuera por las amenazas del Gobierno, me privarían de todo lo que es mío -, son simplemente el resultado de la acción gubernamental, no puedo sin embargo menos de sentir que, por el momento, mi tranquilidad depende realmente de todos los horrores actualmente perpetrados por el Gobierno. Y, teniendo la conciencia de ello, no me es posible continuar soportándolo; necesito, a toda costa, librarme de esta opresión intolerable. ¡No es posible continuar viviendo así! ¡A mí, cuando menos, no me es posible vivir así! Por esto es por lo que escribo estas páginas, que me propongo hacer circular tanto por Rusia como por el extranjero, por todos los medios a mi alcance, a fin de que ocurra una de estas dos cosas: o bien que se ponga término a tales actos de barbarie, o bien que mi conexión con ellos acabe de una vez, o que me metan en la cárcel, donde podré vivir con la conciencia clara de que dichos horrores no se cometen ya por mi causa; o, y ello sería aún mejor (tan hermoso que no me atrevo siquiera a soñar en tal felicidad), que poniendo sobre mí, como hicieran con aquellos pobres campesinos, una mortaja y un capuchón, me empujaran también encima del banquillo, para que con mi propio peso apretase la cuerda enjabonada en torno de mi viejo pescuezo... Para conseguir una de estas dos cosas me dirijo hoy a todos los participantes en esos actos tremendos, empezando por aquellos que pusieron sobre sus hermanos, hombres, mujeres, niños, aquellas caperuzas y aquellos nudos corredizos, desde los guardianes de la prisión hasta vosotros, organizadores y responsables principales de estos crímenes terribles. ¡Hermanos: volved en vosotros, deteneos a recapacitar, considerad lo que estáis haciendo. Recordad quienes sois! Antes que verdugos, generales, fiscales, jueces, Primer Ministro o el Zar mismo, ¿no sois acaso hombres: hombres a los que se ha permitido hoy echar una breve ojeada a este mundo de Dios, y que mañana mismo dejaréis de ser? (Vosotros, en particular, verdugos de todos los grados y categorías, que habéis suscitado y continuáis suscitando un tal odio, recordad esto). ¿Es posible que vosotros, que habéis tenido este breve atisbo del mundo de Dios (pues, aunque no seáis asesinados, la muerte nos pisa siempre a todos los talones), es posible que, en vuestros momentos de lucidez, no veáis que vuestra vocación en la vida no puede ser el atormentar y exterminar a los hombres; temblando también vosotros por miedo a ser exterminados, mintiéndoos a vosotros y a los demás, y a Dios mismo; asegurando a vosotros mismos y a los demás que estáis llevando a cabo una obra importante y magnífica en beneficio de millones de vuestros semejantes? ¿Es posible que, cuando os sentís embriagados por lo que os circunda, por los halagos y los sofismas usuales, no sintáis, todos y cada uno de vosotros, en el fondo de vuestra conciencia, que todo ello es pura palabrería, inventada tan sólo para que, mientras cometéis toda suerte de horrores, podáis consideraros todavía como unas personas decentes? Ninguno de vosotros puede dejar de darse cuenta de que todos, vosotros lo mismo que nosotros, tenemos un solo real y auténtico deber, que incluye todos los demás: el deber de vivir el corto espacio que nos es concedido de acuerdo con la Voluntad que nos envió al mundo, y de abandonarlo de acuerdo también con aquella Voluntad. Y esta Voluntad sólo desea una cosa que se amen unos a otros. Sin embargo, ¿qué es lo que hacéis para ello? ¿A qué consagráis vuestra fuerza espiritual? ¿A quiénes amáis? ¿Quiénes os aman? ¿Vuestra mujer? ¿Vuestro hijo? Pero eso no es amor. El amor de la esposa y los hijos no es un amor humano. Los animales aman de esa manera, todavía quizás con mayor fuerza. El amor humano es el amor del hombre al hombre: a cada hombre, como hijo que es de Dios y, por consiguiente, hermano nuestro. ¿A quién amáis de ese modo? A nadie. ¿Quién os ama de ese modo? Nadie. Sois temidos, como un verdugo o un animal salvaje es temido. La gente os halaga, porque en el fondo de su corazón os desprecia y os odia — y ¡cómo os odia! -.Y vosotros lo sabéis, y tenéis miedo de los hombres. Sí; recapacitad: vosotros todos, cómplices del crimen, desde el más alto al más bajo: considerad lo que sois y lo que hacéis, y cesad de hacer lo que estáis haciendo. ¡Cesad, no por vosotros mismos, no por vuestra persona, ni siquiera por los hombres vuestros hermanos, ni para que dejéis de ser juzgados y condenados, sino por amor de vuestra propia alma y por el amor del Dios que vive en vosotros!. lasnaia Poliana, 1908