LA CONDUCTA DE LA VIDA Ralph Waldo Emerson Ralph Waldo Emerson (1803-1882), fundador del trascendentalismo americano, publicó La conducta de la vida en 1860, año en que Abraham Lincoln fue elegido presidente de los Estados Unidos. La filosofía de Emerson, que había sido autor de Naturaleza (1836) y dos series de Ensayos (1841, 1844), llegó a la madurez en vísperas del conflicto que pondría a prueba la Unión. No es un azar que la transformación de la república debiera encontrar entre lo fatal y lo ilusorio (los términos de este libro) su símbolo apropiado. El pensamiento de Emerson, sin embargo, convoca a los lectores de todas las épocas y alcanza en esta obra la indestructible apariencia que le permite afirmar su lema —«La vida es un éxtasis»— sucesivamente como señal de júbilo y como advertencia. Los estudios emersonianos, desde William James a Stanley Cavell, han mantenido viva la provocación del «scholar» por antonomasia. La conducta de la vida brinda la oportunidad de corroborar este interés. epublibre Ralph Waldo Emerson La conducta de la vida ePub r1.0 Daruma 21.01.14 Titulo original: The Conduct of Life Ralph Waldo Emerson, 1860 Edición, traducción y cronología: Javier Alcoriza y Antonio Lastra Diseño de portada: Daruma Editor digital: Daruma ePub base r1.0 INTRODUCCION For we transcend the circumstance continually, and taste the real quality of existence. RALPH WALDO EMERSON Emerson publicó The Conduct of Life (La conducta de la vida) en diciembre de 1860, tras una década anotando en su diario y leyendo, como solia hacer, cada uno de sus capítulos como conferencias y un mes después de la elección de Abraham Lincoln como decimosexto presidente de los Estados Unidos de América. En su primer discurso inaugural, pronunciado en marzo del año siguiente, Lincoln corroboraria la impresión de que «la teoría de la época» a la que Emerson se refería al comenzar su libro tenía un acentuado carácter retrospectivo; en comparación con lo que Lincoln llamaba «el amplio alcance de los precedentes», el plazo constitucional de cuatro años que tenía por delante parecía breve y, de hecho, sería trágicamente interrumpido: «La Unión», dijo Lincoln en vísperas de la secesión, «es mucho mas antigua que la Constitución»!!!. En diez años, desde el Compromiso de 1850 sobre la extensión de la esclavitud en los nuevos estados y la Convención de Nashville que había «dividido la casa» y propagado la idea de la separación hasta la adquisición de la fuerza política de los inmigrantes, los Estados Unidos habían cambiado o envejecido y Emerson advertía a la nueva administración que «lo que ayer estaba por delante es hoy el trasfondo». En julio de 1867, acabada la guerra civil que había amenazado (y, en muchos aspectos, destruido para siempre) la existencia nacional y casi treinta años después de que fuera vetado en la Universidad de Harvard por su separación del credo unitario, Emerson retomaría la palabra para fijar, ante un auditorio de supervivientes, los términos reales del «progreso de la cultura» constitucional: «No diré que las instituciones americanas hayan definido nuestra idea del hombre completo, sino que han añadido importantes rasgos al esbozo»!”!. Sin embargo, ni Henry David Thoreau ni Nathaniel Hawthorne ni el propio Lincoln —a quienes Emerson había considerado por su integridad, su percepción de la depravación humana o su rudeza política los verdaderos hombres representativos, o completos, de América— se contaban ya entre los «idealistas» a los que ahora se dirigía. En realidad, «la marcada cualidad ética» que Emerson observaba en las medidas legislativas adoptadas durante la guerra y en los primeros momentos de la reconstrucción de un país devastado material y moralmente de norte a sur —los principios, había dicho Lincoln, debían ser inflexibles— empezaría a difuminarse enseguida: apenas un año después de la conferencia de Emerson, la administración de Andrew Johnson, sucesor de Lincoln y el primer presidente destituido por el Congreso, obligaría a adoptar otra actitud. La conducta de la vida de Emerson sería, en opinión de la generación más joven, naif'?!, La ingenuidad de Emerson o su discutida incapacidad para imaginar el mal constituyen las acusaciones más frecuentemente repetidas, desde que las formulara Herman Melville, contra el autor de Nature (Naturaleza, 1836) o los Essays (Ensayos, 1841-1844). La lectura de La conducta de la vida, sin embargo, debería imponer cierta cautela en la interpretación de una obra que alcanzó con este libro su madurez —o la mayor imaginación posible del bien— y obligar a leerla de nuevo, al menos, como el autor la escribió. La conducta de la vida es, por sí mismo, un escrupuloso y conmovedor trabajo de lectura, previo y paralelo al trabajo de escritura que le daría la forma última de libro. Leer su propia obra y seguir escribiéndola incoaría, para Emerson, el expediente del examen de conciencia de la memoria personal y nacional que las menciones de sus contemporáneos y sucesores —de Hawthorne a Henry Adams— ayudan a situar en su contexto: si, como Lincoln había advertido con su peculiar modo de expresión, la «idea central de la secesión era la esencia de la anarquía», la coherencia de La conducta de la vida ponía de relieve un reconocimiento común de las consecuencias de la eterna serie de causas sucesivas que «Hado», el primero de los capítulos del libro, trataría de practicar y una revocación de los medios convertidos en fines de la revolución americana, entendida en toda la extensión del término, que «Ilusiones», el último de los capítulos y el único que no había sido leído nunca en público, llevaría a cabo. Sólo por este ejercicio de lectura habría que recapacitar sobre la pretendida ausencia del mal en Emerson: la relación original con el universo y la independencia de la historia que el joven escolar!* americano preconizaba en sus primeros ensayos se enfrentaba ahora a una determinación dramática e inexorable. «En este reino de ilusiones», escribió Emerson hacia el final de La conducta de la vida, «andamos a tientas, afanosamente, en busca de apoyo y fundamento, pero no hay otro que un estricto y fiel trato doméstico que cierre la puerta a la duplicidad o ilusión». Emerson no abandonaría nunca la convicción expresada en 1837, en «El escolar americano», de que la revolución americana significaba la domesticación de la idea de cultura y de que ese significado era, en efecto, mucho más antiguo que la Constitución y permitía una segunda —o una infinita— escritura constitucional: las tres enmiendas posteriores a la guerra civil serían una dolorosa demostración de vitalidad política. La Constitución americana no lo había dicho todo en 1787. Emerson aludía a ello al decir, en su conferencia de reconstrucción, que había una reserva de jovialidad: «But Jove is in his reserves». La autoridad americana era reticente. Pocos días antes del citado discurso en la Universidad de Harvard, Emerson anotó en su diario: «Creo que cualquier viejo escolar habrá tenido la experiencia de leer en un libro algo significativo para él y que nunca ha vuelto a encontrar; está seguro de haberlo leído, pero nadie más lo ha hecho y él mismo no puede encontrarlo aunque rebusque en cada pagina»!°!, Esta entrada podría proporcionarnos, a pesar de la impotencia aparente que manifiesta, el procedimiento de lectura y escritura de La conducta de la vida que probablemente Emerson tuvo en cuenta y que cualquier lector habría de seguir en la actualidad. «Algo significativo» o el sentido tal vez irrecuperable, pero inspirador, de toda una obra —que Emerson no llegara nunca a adquirir una forma es la otra gran objeción planteada a una escritura que encontraría la belleza, precisamente, en los momentos de transición del pensamiento a las palabras— suponían una vuelta a la petición de principio en que Emerson había incurrido en 1838: en su discurso sobre la «Ética literaria» anunció que «la literatura aún está por escribir»!®!, Conforme se fuera escribiendo la literatura (y la Constitución) o fueran suyos los libros donde algo significativo pudiera ser leído (o perdido en lugar de ser domesticado), Emerson habría ido acercándose al momento en que, en efecto, cualquiera de los sentidos que pudiera darle al pasado sería «más antiguo que la Constitución» o acabaría cobrando el aspecto imponente de «los señores de la vida» eme Emerson describió en el poema que encabezaba «Experience». (Experiencia), en la segunda serie de los Ensayos: la costumbre y la sorpresa, la superficie y el sueño, la sucesión y el error... La segunda serie de los Ensayos, mucho más elaborada literariamente que la primera, se publicó en 1844, dos años después de la muerte de Waldo. el primer hijo de Emerson, en enero de 1842!7!, «Experiencia» (que iba a llamarse «Vida»), y luego el poema «Treno», fueron en cierto modo retractaciones o lecturas de la escritura inicial de Emerson de las que saldría la palabra con la que nombrar al «inventor del juego, omnipresente», como decía el poema que servía de prólogo al ensayo, «y sin nombre». En su elegía, Emerson escribió que el «hado» había dejado caer a Waldo, sin que pudiera ayudarle a incorporarse de nuevo, y unía la palabra terrible a la primera palabra de su escritura: «La naturaleza, el hado y los hombres lo buscan en vano». El libro de la naturaleza era el libro del hado. En la primera mención del hado en La conducta de la vida, Emerson deduciría el término de la generación de los hijos: «Tendríamos que empezar nuestra reforma mucho antes, en la generación». Sin embargo, si lo único que el dolor por la muerte de su hijo podía enseñarle a Emerson era lo superficial que resultaba, el significado del hado, como los significados de la naturaleza, tenía que ser más profundo o susceptible de ser expresado. Ser una víctima de la expresión, como Emerson definía al escolar en «Experiencia», suponía negar la tragedia de la cultura o la ausencia de significado, pero no ser incapaz de imaginar el mal o la muerte. En La conducta de la vida, la tiranía del hado alcanzaría los límites de la escritura de Emerson: «Hemos de aceptar», así empieza La conducta de la vida, «un dictado irresistible». El dictado irresistible o la teoría de la época que tenía que resolverse en la cuestión práctica de la conducta de la vida («¿Cómo he de vivir?») remitía a la serie de conferencias que Emerson había dado a finales de la década de 1830 —y con las que había ido sustituyendo paulatinamente a los sermones conforme el escolar se apropiaba del estado de ánimo del clérigo— con el título de «The Present Age». (La época actual), resumidas en la conferencia «On the Times». (Sobre el tiempo) impartida en 1841 y publicada en 1849, junto a Naturaleza y otros discursos, poco antes de empezar a impartir las conferencias sobre «La conducta de la vida» y de que se publicara Representative Men (Hombres representativos). Con esta perspectiva, el volumen de 1849 ofrecía una peculiaridad llena de sentido: el nombre de Emerson aparecía en la portada, corrigiendo de esta manera la primera edición anónima de Naturaleza en 1836, año de nacimiento de Waldo. Para entonces, Emerson ya se había convertido en el inventor del juego trascendentalista de la literatura y la filosofía en América: «El espíritu de esta época», decía en 1841, «es más filosófico que el de ninguna otra». El inconformista, el disidente, el teórico, el aspirante, el conservador, el trascendentalista, el joven americano representarían simultáneamente al escolar emersoniano hasta 1850: la lectura, la especulación, el experimento de la época eran todos osados y el método de la naturaleza equivalía a la acción y el descubrimiento. Retrospectivamente, la época era también espléndida y Emerson se referiría a los avances científicos que había podido conocer durante su vida como «milagros» de la comunicación y de la conservación: el ferrocarril y el vapor y el globo aerostático, el telégrafo, la fotografía, la anestesia, la predicción meteorológica... Tras su visita a la industrializada Inglaterra de 1848, describió el país como «un rugiente volcán de hado, de valores materiales». La conducta de la vida tendría que obedecer a la necesidad de convenir las exigencias del hado en oportunidades de libertad. Si el libro de la naturaleza era el libro del hado, el giro emersoniano del argumento radicaría en la aseveración de que «hay algo más que historia natural». La inteligencia abría la vía de la metamorfosis. La serie de conferencias de 1841 y 1842, dictadas mientras preparaba la edición de la primera serie de los Ensayos, antes y después de la muerte de Waldo, reflejaría, sin embargo, las vacilaciones de Emerson ante la trascendencia de la escritura: la aparición de la revista The Dial (La Esfera), donde Emerson publicaría primeras versiones de sus ensayos y conferencias y su influencia inspiraría a escritores de índole diversa como Margaret Fuller, Amos Bronson Alcott, Theodore Parker o George Ripley; la organización de los experimentos comunistas de Brook Farm o Fruitlands y, sobre todo, la emulación de Thoreau — que llegaría a vivir en su casa en periodos más o menos largos, en ocasiones en ausencia del propio Emerson, y que ocuparía en cierto modo el lugar de Waldo hasta su muerte en 1862— suscitarian una «doble conciencia» en el escritor y la impresión de llevar dos vidas apenas relacionadas entre sí ni dispuestas a reconciliarse, como la conferencia sobre «The Trascendentalist». (El trascendentalista, 1842) —uno de los escritos más esotéricos de Emerson— indicaba. La muerte de Waldo destruiría para siempre el privilegio de la experiencia de Emerson como padre o precursor: los múltiples sentidos de la experiencia podían ser una representación del conocimiento en su lucha contra el escepticismo, pero no podrían ayudar a establecer una autoridad duradera o que ya no tuviera nada más que decir, Emerson y Thoreau serían los primeros en advertir cuáles eran los términos de la ética de su amistad. En 1859, poco antes de la publicación de La conducta de la vida, Emerson anotaría en su diario lo que significaban la muerte O la trascendencia de Waldo en relación con sus lectores: «Durante veinticinco o treinta años he estado escribiendo y diciendo lo que una vez fueron novedades y ahora no tengo ningún discípulo. ¿Por qué? No es que lo que yo decía no fuera cieno o que no haya habido receptores inteligentes, sino que no había deseo alguno en mí de atraer a los demás hacía mí en lugar de llevarlos hacia sí mismos. Me enorgullezco de no tener escuela ni seguidores. Creo que sería impura cualquier intuición que no creara independencia». Independencia, libertad o —como las llamaría sucesivamente Emerson en La conducta de la vida— «poder» o «cultura» serían las palabras de acción que contrarrestaran la necesidad y el hado. El hado también tiene su señor y, de hecho, supone la mejora. Hacia el final de «Hado». Emerson incluye una paráfrasis —el reverso del texto esotérico— del motivo de la doble conciencia expuesto en la conferencia sobre «El trascendentalista» al que ya hemos aludido. En su última modificación, Emerson propone la doble conciencia como solución a «los misterios de la condición humana... de los viejos nudos del hado, la libertad y la previsión». En adelante, la pauta de la escritura del libro revela la pauta de la escritura de toda la obra emersoniana: montar alternativamente en los caballos de la naturaleza pública y la privada. La escritura particular del diario, la lectura multitudinaria de las conferencias y la escritura abierta del libro se habían sucedido hasta alcanzar con La conducta de la vida la oportunidad histórica de la experiencia emersoniana. Todo el libro, y no sólo el capítulo séptimo, es, en realidad, una «consideración tempestiva», el pensamiento adecuado a una época en que la vida busca el poder y se hacen necesarias, como frenos y contrapesos constitucionales que dividan el poder alcanzado, la creencia en la compensación y la concepción de la confianza en sí mismo —los viejos recursos de los Ensayos que reaparecen significativamente en el capítulo sobre el «poder» y esporádicamente a lo largo de toda la argumentación— como acción original!®!, Lincoln, en un momento emersoniano que corregiría la expresión fúnebre del discurso de Gettysburg, bautizaría este «nuevo nacimiento de la libertad». La conducta de la vida tenía que descubrir el sentido del pasado que la década de 1860 rememoraría. Waldo sería así domesticado y trascendido: pertenecería en el futuro, como los miles de muertos de la guerra civil, a la raza pretérita de los señores de la vida. La conducta de la vida surgiría, entonces, en primera instancia, de una serie de conferencias homónima. Emerson usaba el tópico desde 1848 y había aparecido en dos pasajes de Hombres representativos. En marzo de 1851, dictó en Pittsburgh una serie de conferencias que empezaban con «Inglaterra» y continuaban con «Leyes del éxito», «Riqueza», «Economía», «Cultura» y «Culto»; en octubre revisó el conjunto y añadió textos nuevos y en diciembre, en Boston, lo presentó ya como «La conducta de la vida», tras reemplazar «Inglaterra» y «Leyes del éxito» con «Hado» y «Poder», y con nuevas versiones de las demás. Las conferencias tratarían del hado en oposición polar a la libertad, pero también al poder, ya que evaluaban la conducta de los hombres que se oponían al hado desde ascendentes plataformas de poder. El movimiento progresivo abarcaba en la serie desde «Riqueza» y «Economía» hasta las cimas de «Cultura» y «Culto». El concepto de hado estaba prefigurado en la conferencia «Tragedia» de la serie sobre la «Vida humana» de 1838-1839, donde identificaba las «leyes del mundo» como una especie de hado y distinguía la idea de hado de la «doctrina de la necesidad filosófica». Entonces Emerson recomendaba que se adoptara ante la desgracia una actitud «fría y distante» y al escribir el texto para La Esfera afirmaría que la inteligencia es «el consuelo que dispensa un intervalo entre el hombre y su fortuna y convierte así al sufridor en un espectador y su dolor en poesía». Desde la infinitud de la confianza en sí mismo, el pensamiento de Emerson había ponderado en «Experiencia» la «mezcla de poder y forma» que no permite el exceso de ninguno y anticipaba la compensación de hado y poder de La conducta de la vida. El poder o el espíritu contrapuesto al hado serviría además para valorar el relieve del «momento de transición» de la «fuerza pelasgica» al estado de «civilidad». Tal como había escrito en «Experiencia», había en la vida humana dos elementos, el poder y la forma, que debían resultar proporcionados. La proporción o equilibrio se habría dado en Platón, el primero de los hombres representativos, pero los grandes hombres del siglo xIx habrían incurrido en los extremos de la fuerza (Napoleón o el hombre de mundo) y la forma (Goethe o el hombre de letras). En «Belleza» —el capítulo de La conducta de la vida más cercano al tono del dialogo—, Emerson postularía la unión de lo intelectual y lo moral con una alusión final a la «percepción de Platón» que conectaba con el principio de «Ilusiones»: la visita a la cueva de Mammoth, en Kentucky, que podía leerse como una reescritura del mito (o una salida) de la caverna. La tarea de Emerson sería, por tanto, la educación de sus compatriotas por medio de una escala que conducía del «Poder» al «Culto». La fuerza y la búsqueda de poder habían de ser moderadas, sin embargo, por la «Cultura», que, una vez abiertas las vías de la «Riqueza», corregiría el sentido del éxito. Emerson recuperó los conceptos de las conferencias sobre «Cultura humana» en que exponía la doctrina del individuo que confía en sí mismo. La cultura permitiría así combatir las restricciones que afligen al individuo. En la serie de La conducta de la vida, «Culto» avanzaría hasta el concepto de «sentimiento moral», incorporando entradas del diario de 1847 y enfatizando «el tópico cardinal de la naturaleza moral»!?!, La búsqueda del poder, la reunión de grandes cantidades de vida con sus propios ritos de purificación o el mantenimiento de las posiciones conquistadas —dque eran las circunstancias que rodearían el estallido de la guerra civil— tendrían que ser compatibles con las leyes morales y el sentido de la belleza, con la proporción debida a los tiempos; esa era la intención emersoniana que se proyectaba hacia el primer plano de la historia. El capítulo sobre la Riqueza resultaba, con esa perspectiva, el más controvertido y comprometido. La crítica a la economía de Thoreau en Walden no podía ser dolorosa si no quería ser superficial y si el consumidor y productor emersoniano debía pagar la deuda contraída con el mundo: lo que cada hombre costara, según Emerson, debía pagarlo su carácterl!%, La riqueza, en realidad, dependía de la cultura o adaptación al mundo y, en ese terreno —el terreno de la domesticación donde el trascendentalista Emerson podía apoyarse—, poder y riqueza, política y economia, cobraban un significado prestado por la cultura: «La palabra de ambicion en nuestros dias es cultura». Si el hado implica mejora, como afirmaba Emerson, seria inconstitucional no depositar la confianza en el poder de la educación. El secreto de la cultura —de acuerdo con la escritura emersoniana— consistiria, entonces, en interesar a los hombres mas por sus cualidades publicas que por las privadas o en considerar que las cualidades privadas estan menos expuestas a perderse que las publicas. «Cultura», en La conducta de la vida, tiene un significado equivalente a «Constitución» y, de hecho, el empleo de los términos constitucionales, en vísperas de la secesión, sustituye en el libro al de «revolución»: la cultura o la constitución tendrían que poder absorber «el caos y la gehena» que se aproximaban o ayudar a que los hombres conservaran sus ganancias en la vida y sus posesiones, mucho menos materiales que dotadas de significado o amenazadas de perderlo irremisiblemente. Cultura es constitución o «conversación» o «amistad». Por sí misma, la «vida expresa» y la comunicación entre los hombres tendría que confirmar esa expresión: «El secreto de la cultura», dirá Emerson en la última de las «Consideraciones tempestivas», «es aprender que unas cuantas cuestiones reaparecen con firmeza, tanto en la pobreza de la granja más oscura como en medio de la vida metropolitana, y que son las únicas que han de ser consideradas: escapar de cualquier vínculo falso; el coraje para ser lo que somos y el amor por lo simple y bello; la independencia y unas relaciones alegres. Esto es lo esencial, junto al deseo de servir, de añadir algo al bienestar de los hombres». «Nuestra época es retrospectiva y erige los sepulcros de los padres». Emerson había empezado así Naturaleza, su primer libro, publicado anónimamente en 1836 —el año de nacimiento de Waldo— y había repetido la frase con su nombre en 1849. En la década siguiente y durante la guerra civil, la teoría de la época se iría haciendo dramáticamente retrospectiva y Emerson tendría que erigir el sepulcro de su hijo y de los hombres representativos de su tiempo: a su muerte, Whitman y Melville encarnarían la doble conciencia del escritor. En La conducta de la vida, Emerson pondría término también a la más profunda secesión de su vida. Henry Adams y Henry James juzgaron ingenuo a Emerson, precisamente, en el terreno religioso, pero fue en ese terreno donde el significado de la revolución americana como domesticación de la idea de cultura fue más sincero: el culto era más antiguo que la cultura. Aún en 1875, con ocasión de la publicación de su último libro, Cartas y propósitos sociales, cuando ya había dejado de escribir en su diario y de pronunciar conferencias, Emerson se referiría a la «revolución» que supuso la separación del calvinismo y del credo unitario y la confirmación moral de la inmortalidad sobre la que luego el pragmatismo edificaría toda una filosofíal*!. En su diario, tras el «Discurso a la Facultad de Teología» de Harvard que supondría su veto en la universidad, Emerson había anotado casi treinta años antes que «un verdadero escolar debía tener una libertad perfecta» y profetizó que los «murmuradores llenos de odio y vileza» que le impedían ejercer el derecho a la libertad de expresión se transformarían en el futuro en las multitudes que le oirían y leerían. En «Culto» — el menos esotérico de sus escritos y su retractación o enmienda constitucional en materia de teología—, Emerson declararía que la conducta de su vida no carecía de fe: «Hemos nacido leales... hemos nacido creyentes». Quien es leal a sí mismo y cree en la inmortalidad de la conducta de su vida tiene derecho a pensar que ninguna época es sólo retrospectiva y que «todo es prospectivo». En realidad, nosotros, los lectores de Emerson, trascendemos continuamente las circunstancias y probamos el verdadero sabor de la existencia. NOTA SOBRE ESTA EDICION Y BIBLIOGRAFIA ESCOGIDA La conducta de la vida se publicó en 1860. Al año siguiente apareció una segunda edición, a la que seguirían otras dos en vida de Emerson, en 1876 y 1879, respectivamente. En 1883 el libro se incluiría en la Riverside Edition de las obras de Emerson, a cargo de su yerno James Elliot Cabot. Emerson corrigió personalmente las pruebas de la primera publicación y en las siguientes ediciones no hubo otras modificaciones que las de transcripción de algunos nombres clásicos (como Enópides). En algunas ediciones figuraría entre corchetes la frase del capítulo «Cultura» «vamos a Europa a americanizarnos», que, sin embargo, figura sin ellos en la Riverside Edition. Nuestra traducción se basa en la edición definitiva del texto establecida por Douglas Emory Wilson en el volumen vi de The Collected Works of Ralph Waldo Emerson, que citamos en la bibliografía. Todas las notas son de Emerson. En 1940, con el título de La ley de la vida, apareció en la Nueva Biblioteca Filosófica editada en Valencia una traducción de The Conduct of Life debida a Francisco Gallach Pales, correcta en general y brillante en algunos momentos, si bien omite algunos pasajes. A Gallach Pales se debe la traducción de varios volúmenes de Emerson en la misma coacción que debía incluir las obras completas de Emerson. Edmundo González Blanco y Rafael Cansinos Assens colaboraron en la edición. OBRAS DE EMERSON Works of Ralph Waldo Emerson, ed. de J. Elliot Cabot, Riverside Edition, Nueva York, 1883. Works of Ralph Waldo Emerson, Routledge, Londres, 1894. The Complete Works of Ralph Waldo Emerson, ed. de Edward Waldo Emerson, Centenary Edition, 12 vols., Houghton Mifflin. Boston y Nueva York, 1903- 1904. Works of Ralph Waldo Emerson. The Edina Edition, Edimburgo, 1906. The Letters of Ralph Waldo Emerson, 9 vols., ed. de R. L. Rusk y E. M. Tilton, Columbia University Press, Nueva York, 1939-1994. The Early Lectures of Ralph Waldo Emerson, 3 vols., ed. de S. Wicher, Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1960-1972. The Journals and Miscellaneous Notebooks of Ralph Waldo Emerson, 16 vols., ed. de W. Gillman et al., Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1960-1982. Emerson in His Journals, ed. de J. Porte, Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1982. RALPH WALDO EMERSON, Essays and Lectures, ed. de J. Porte, The Library of America, Nueva York, 1983, 1991. —, Collected Poems and Translations, ed. de H. Bloom and P. Kane, The Library of America, Nueva York, 1994. —, The Conduct of Life, introducción de Barbara L. Packer, notas de Joseph Slater, texto fijado por Douglas Emory Wilson, The Collected Works of Ralph Waldo Emerson, vol. vi, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Mass., y Londres, 2003. TRADUCCIONES DISPONIBLES EN ESPAÑOL RALPH WALDO EMERSON, Discurso a la facultad de Teología, ed. de P. S. Derrick y J. L. Gavilán, Universidad de León, León, 1994. —, Confía en ti mismo, trad. de M. J. Vázquez, Ediciones 29, San Cugat del Vallés, 1996. —, El poeta, ed. de J. Rodríguez Padrón, Universidad de León, León, 1998. —, Ensayo sobre la naturaleza, trad. de E. González Blanco, Baile del Sol, Tacaronte, 2000. —, Escritos de estética y poética, ed. de R. Miguel Alfonso, Analecta Malacitana, Málaga, 2000. —, Ensayos, ed. de R. Miguel Alfonso, Espasa-Calpe, Madrid, 2001. —, Pensamientos para el futuro, ed. de M. Bach, Península, Barcelona, 2002. LITERATURA SECUNDARIA GAY WILSON ALLEN, Waldo Emerson: A Biography, Viking Press, Nueva York, 1981. STANLEY CAVELL, Emerson’s Transcendental Etudes, ed. de D. Justin Hodge, Stanford University Press, Stanford, 2003. The Cambridge Companion to Ralph Waldo Emerson, edición de Joel Porte y Saundra Morris, Cambridge University Press, Cambridge, 1999. ANTONIO LASTRA, La Constitución americana y el arte de escribir, Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans, Universitat de Valencia, Valencia, 2002. —, Emerson transcendens. 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Administración de Thomas Jefferson (1801-1808). 1811 Muere su padre a los cuarenta y dos años. Emerson y sus hermanos quedan a cargo de su madre y de su tía Mary Moody Emerson, que ejercerá una duradera influencia sobre el futuro escritor. En 1812, Emerson ingresa en la Escuela de Latín de Boston y comienza a escribir poesía. Administración de James Madison (1809-1817). 1817-1827 Se matricula en la Universidad de Harvard. Para costear sus estudios trabaja de camarero y profesor particular, limpieza a llevar un diario y a usar el nombre de Waldo, que luego ciaría a su hijo. Tras la graduación se incorpora a la escuela femenina de su hermano William, a cual queda a su cargo en 1823, cuando William marcha a Alemania a estudiar teología. Combina la escritura del diario, en la que reflexiona sobre la frustración de las ilusiones juveniles y la falta de confianza en si mismo, con la publicación de ensayos religiosos. En 1825 cierra la escuela y, tras un nuevo periodo en la Facultad de Teología de Harvard, vuelve a la enseñanza. William regresa de Europa lleno de dudas sobre su vocación religiosa. Emerson sufre trastornos en la vista, la espalda, el estómago y los pulmones. En 1827 empieza a predicar. Conoce a Ellen Louise Tucker. John Marshall establece en la sentencia M’Cullogh vs Maryland la teoría de la supervisión judicial. Washington Irving, Rip Van Winkle (1819). William Cullen Bryant, Poems (Poemas, 1821). James Fenimore Cooper, The Pioneers (Los pioneros, 1823). 1828-1835 Su hermano Edward sufre un colapso mental. Emerson ingresa en la sociedad Phi Beta Kappa de Harvard. Se compromete con Ellen, enferma de tuberculosis, y se casa con ella en septiembre de 1829. Emerson predica en la Segunda Iglesia de Boston. En febrero de 1831 muere Ellen con diecinueve años; en su diario, Emerson anota la ambigtiedad de sus estados de ánimo al respecto. En 1832 empieza a manifestar sus dudas sobre su vocación religiosa. En un sermón expone sus objeciones a las ritos eclesiásticos, los milagros y la personalidad histórica de Jesús. El 25 de diciembre parte hacia Europa. Conoce en Florencia a Walter Savage Landor y asiste en Roma a oficios católicos. Le deslumbra París, en especial el Jardín Botánico y las colecciones de Jussieu, que despiertan su interés por las cuestiones científicas. En Londres conoce a John Stuart Mill, a Samuel T. Coleridge —cuyo libro Aids to Reflection (Ayudas a la reflexión, 1825) ejercería una duradera influencia en su pensamiento— y a William Wordsworth. Entabla con Thomas Carlyle una amistad que durará medio siglo. En Inglaterra concibe un libro sobre la naturaleza. De vuelta a Boston, alterna la predicación con las conferencias sobre historia natural, la biografía de los «grandes hombres» y la literatura inglesa. En 1834 recibe parte de la herencia de su mujer y se traslada con su madre a la casa familiar de Concord, la «vieja rectoría» en la que luego Nathaniel Hawthorne residiría y sobre la cual escribiría los Mosses from an Old Manse (Musgos de la vieja rectoría) en 1846. En 1835 conoce a Lydia Jackson, con la que se casa en septiembre. Compra una casa en Concord, en la que vivirá hasta su muerte. Administración de Andrew Jackson (1829-1837). Se publica el Memorial of the Cherokee Council en 1829. (En 1838, Emerson escribira una carta abierta al presidente Martin Van Buren en protesta por el desplazamiento de los cherokee de sus tierras). 1836 Su hermano Charles muere de tuberculosis. En julio, Emerson recibe a la escritora Margaret Fuller, con la que fundará el Club Trascendentalista. En septiembre, de forma anónima, se publica Nature (Naturaleza), su primer libro, donde preconiza «una relación original con el universo» e invita a sus lectores a «construir su propio mundo». Nace su hijo Waldo. De manera informal se convierte en el agente literario de Carlyle en los Estados Unidos. 1837 Recibe la última parte de la herencia de su primera esposa mientras la economía nacional sufre una depresión. Ante la sociedad Phi Beta Kappa pronuncia «The American Scholar». (El escolar americano), leída desde entonces como la declaración de independencia cultural de los Estados Unidos. El discurso incorporaba pasajes de una serie de conferencias sobre la filosofía de la historia. En escritos posteriores, Emerson compararía al escolar con los tipos del reformista, el conservador, el trascendentalista o el joven americano. El escolar «es el favorito del cielo y de la tierra, la excelencia de su país, el más feliz de los hombres». Emerson describe ahora su estado de ánimo como «confianza en sí mismo» y propone la «domesticación gradual de la idea de cultura». Reflexiona en privado y en público sobre el significado de la revolución americana; de hecho, «revolución» será uno de los términos más significativos, aunque menos usados, de su escritura. Nathaniel Hawthorne, Twice-Told Jales (Cuentos vueltos a contar. 1837). 1838-1839 Pronuncia en Harvard el «Divinity School Address». (Discurso a la Facultad de Teología), en el que se despide de la «institución de la predicación». Como consecuencia, la universidad vetaría la presencia de Emerson durante treinta años. («Hay cierta gracia», dirá Henry James medio siglo después, «en el espectáculo de un grupo de personas entre las que Emerson pasaba por profano... Se asombraron cuando dejaron de preocuparle el rezo y el sermón. Podrían haber percibido que él era el rezo y el sermón: en modo alguno un secularizador, sino, a su manera sutil e insinuante, un santificador»). En «Literary Ethics». (Ética literaria) reitera su preferencia por el escolar, a quien considera un «realista», y anuncia su tarea futura como escritor: «La literatura aún está por escribir». Conoce a Henry David Thoreau, que acaba de licenciarse en Harvard. En 1839 pronuncia en Concord su último sermón e imparte conferencias sobre «The Present Age». (La época actual). Edgar Allan Poe, The Narrative of Arthur Pym (Narración de Arthur Gordon Pym, 1838). 1840-1841 Edita con Margaret Fuller la revista The Dial (La Esfera), órgano de expresión de los trascendentalistas, donde publica pasajes del diario de su hermano Charles (al que llama «scholar»). Rechaza unirse a los experimentos comunistas de Fruitlands y Brook Farm, que Thoreau y Hawthorne criticarían. Escribe en su diario: «No deseo mudarme de mi prisión actual a otra un poco mayor. Deseo romper todas las prisiones. Aún no he conquistado mi casa». Empieza a redactar, con extractos de los diarios y pasajes tomados de las conferencias, la primera serie de los Essays (Ensayos), que aparecerá en forma de libro en 1841. En adelante, su escritura atravesará tres fases: el diario, la conferencia y el libro. El arte de escribir de los Ensayos pondrá de relieve la coherencia de su pensamiento: «Quiero recordarle al lector», escribirá en «Círculos», el ensayo mas importante de la primera serie, «que sólo soy un experimentador». La idea de domesticación recorre su escritura en oposición al rechazo religioso del mundo y al expolio político de las administraciones federales. Rechaza públicamente el confinamiento de los indios y la esclavitud. «Quien hace su propio trabajo libera a un esclavo». James Russell Lowell, A Fable For Critics (Fabula de los criticos, 1841). 1842-1846 Muere su hijo Waldo, cuya figura inspira «Experiencia», en la segunda serie de los Ensayos que aparece en 1844: «Lo único que me ha enseñado el dolor es lo superficial que resulta». Emerson concibe la ética literaria como una lucha contra el escepticismo, «la transformación del genio en poder práctico», pero escribe en su diario: «¿Diré que me veo conducido a expresar mi fe por una serie de escepticismos?». En 1843 traduce la Vita nuova de Dante. Compra una porción de tierra junto a Walden Pond y anima a Thoreau a emprender su experimento de «vida en los bosques». Se opone a la anexión de Texas a la Unión y a la guerra con México, que, en su opinión, pone en peligro la república: «México nos envenenará», escribe en su diario. Sin embargo, no comparte la negativa de Thoreau a pagar impuestos que reviertan en los gastos de guerra o en el mantenimiento de la esclavitud. (Como consecuencia, Thoreau pasaría una noche en la cárcel de Concord). Imparte sus primeras conferencias sobre los «hombres representativos». En 1846 publica Poems (Poemas), que incluye «Threnody». (Treno), una elegía por Waldo: «La naturaleza, el hado y los hombres lo buscan en vano». Henry Wadsworth Longfellow edita su antología The Poets and Poetry of Europe (Los poetas y la poesía de Europa, 1845). Edgar Allan Poe, The Raven (El cuervo, 1845). Margaret Fuller, Woman in the Nineteenth Century (Las mujeres en el siglo xIx, 1845). Frederick Douglass, Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave (Narración de Frederick Douglass, un esclavo americano, 1845). 1847-1850 Viaja a Inglaterra, donde imparte una serie de conferencias y renueva sus amistades. Visita París durante la revolución de 1848 y conoce a Alexis de Tocqueville. En 1849 publica con su nombre Naturaleza, acompañado de una selección de sus discursos y conferencias. En 1850 publica Representative Men (Hombres representativos). En julio muere en un naufragio ante las costas americanas Margaret Fuller y Emerson envía a Thoreau a recoger sus restos. A finales de año empieza a impartir una serie de conferencias con el título de «The Conduct of Life». (La conducta de la vida). Emerson recomienda al escolar la «neutralidad armada», sin comprometerse con el socialismo francés, el cartismo británico ni el abolicionismo americano. Horace Mann elabora el Informe de la Junta de Educación de Massachusetts en 1848. Declaración de Séneca Falls a favor de los derechos de la mujer en ese mismo año. Nathaniel Hawthorne, The Scarlet Letter (La letra escarlata, 1850). 1851-1860 La Convención de Nashville difunde la idea de la secesión entre los estados del sur y el Congreso aprueba, tras el compromiso de 1850, la Ley de Esclavos Fugitivos, que Emerson rechaza en su diario y en reuniones públicas. Abomina del senador Daniel Webster, al que hasta entonces había considerado ejemplar, por haber apoyado la medida. En su diario escribe: «Me despierto por la noche y me lamento por no haberme arrojado a esta deplorable cuestión de la esclavitud, a la que no parecen faltar sino algunas voces calmadas. Pero luego, en horas de salud, me recupero y digo: Dios debe gobernar su propio mundo y conoce la salida de este pozo sin que abandone mi puesto, que nadie salvo yo ha de guardar. Tengo otros esclavos por liberar además de los negros; es decir, espíritus aprisionados, pensamientos aprisionados, relegados en el cerebro del hombre, apartados del cielo de la invención y que, importantes para la república del hombre, no tienen otro vigilante o amante o defensor que yo». Aunque no suele leer novelas, tiene palabras de alabanza para Uncle Tom' Cabin (La cabaña del tío Tom, 1852) de Harriet Beecher Stowe. Prosigue su gira de conferencias, en las que inserta pasajes antiesclavistas. En 1855 recibe Leaves of Grass (Hojas de hierba) de Walt Whitman y contesta con entusiasmo al autor, pese a que en reiteradas ocasiones le reprochará su sensualidad. Tras el brutal ataque sufrido por su amigo el senador Charles Sumner afirma ante los ciudadanos de Concord: «Debemos librarnos de la esclavitud o debemos librarnos de la libertad». Se funda el Saturday Club. Emerson toma la palabra en la Convencion sobre los Derechos de la Mujer de Boston. En 1856 publica English Traits (Rasgos ingleses), donde rinde un homenaje personal a su ascendiente anglicano. Asiste al discurso del capitan John Brown en Concord, que considera convincente. En 1857 traslada los restos de su hijo Waldo al cementerio de Sleepy Hollow. En su diario anota que teme haber llegado al final de su pensamiento. La ejecución del capitán Brown en 1859, tras el fracasado asalto al arsenal de Harper’s Ferry, le horroriza. La elección de Abraham Lincoln le parece una compensación «sublime» y relega a su diario las «faltas» del nuevo presidente. En diciembre de 1860, un mes después de las votaciones, Emerson publica La conducta de la vida. Herman Melville, Moby-Dick (1851). Henry David Thoreau, Walden (1854). Abraham Lincoln, A House Divided (Una casa dividida, 1858). A finales de la década y durante la siguiente Emily Dickinson escribí la mayor parte de sus poemas, sin publicarlos. 1861-1870 El estallido de la guerra civil suscita en Emerson un estado de ánimo exultante, que el transcurso de los acontecimientos irá amortiguando. En 1862 pronuncia en Washington varias conferencias y se entrevista con Lincoln. A la muerte de Thoreau, pronuncia el sermón fúnebre y en su diario, mientras revisa los papeles póstumos que Thoreau ha dejado, pone punto final a la ética de la amistad. En 1864 muere Hawthorne y Emerson escribe que su muerte le «ha sorprendido y decepcionado». En sus conferencias durante la guerra anima a sus oyentes a convertirse en vigilantes de la república. Tras su asesinato, llama a Lincoln «el verdadero representante» de América. La Universidad de Harvard, después de treinta años de ostracismo, le nombra doctor honorario en 1866; en años sucesivos Emerson desempeñará numerosas tareas universitarias. En 1867 publica May-Day and Other Pieces (Primero de mayo y otros poemas), que incluye «Terminus»: «Es hora de envejecer, de zarpar; / el dios de los límites / que ciñe los mares / se me ha acercado en una de sus vueltas fatales / para decirme: Ya basta». En 1870 publica Society and Solitude (Sociedad y soledad). Andrew Johnson, sucesor de Lincoln, se convierte en el primer presidente destituido por el Congreso. Abraham Lincoln, Address Delivered at the Dedication of the Cemetery at Gettysburg (Discurso de Gettysburg, 1863). Herman Melville, Battle-Pieces (Piezas de batalla, 1866). Bret Harte, The Outcasts of Poker Flat (Los expulsados de Poker Flat, 1869). 1871-1882 La salud de Emerson se deteriora progresivamente y sufre lapsos de memoria. En 1872 se incendia su casa y un grupo de amigos y admiradores, encabezados por James Russell Lowell, reúne una inmensa suma para repararla. Viaja al extranjero por última vez y se despide de Carlyle. En 1875 deja de escribir en su diario. Con ayuda de su hija Ellen y su yerno James Elliot Cabot publica Letters and Social Aims (Cartas y propósitos sociales), el último de sus libros, donde reúne textos muy dispares; publica también una selección de poemas propios y otra de sus poemas favoritos, Parnassus, en la que no incluye a Whitman ni a Poe. Pronuncia un elogio fúnebre de Carlyle y asiste al entierro de Longfellow. El 27 de abril de 1882 muere de neumonía en Concord. Mark Twain, The Adventures of Tom Sawyer (Las aventuras de Tom Sawyer, 1875). Octavius Brooks Frothingham, Transcendentalism in New England (1876). Henry James, The Portrait of a Lady (Retrato de una dama, 1881). James Elliot Cabot, A Memoir of Ralph Waldo Emerson (Memoria de Ralph Waldo Emerson, 1887). I HADO Delicados presagios que flotan en el aire revelan al bardo solitario el verdadero testimonio; aves con augurios en sus alas cantan desilusionadamente para atraerle, para advertirle; bien podria el poeta no aprender a descifrar o difundir indicios escritos en caracteres mas vastos; y retener, al amanecer, tenues sombras de la tarde. Pues la previsión se une a lo que ha cobrado significado; o digamos que la paciente prudencia es el mismo genio creador. Ocurrió durante un invierno, hace algunos años, que nuestras ciudades se pusieron a discutir la teoría de la época. Por una extraña coincidencia, cuatro O cinco hombres célebres se dirigieron a los ciudadanos de Boston o Nueva York en los términos del espíritu del tiempo. El asunto tuvo la misma prominencia en cienos panfletos memorables y en la prensa contemporánea de Londres. Para mí, sin embargo, la cuestión del tiempo se resuelve en la cuestión práctica de la conducta de la vida. ¿Cómo he de vivir? Somos incompetentes para solventar el tiempo. Nuestra geometría no puede medir las enormes órbitas de las ideas dominantes, prever su retorno y reconciliar su oposición. Sólo podemos obedecer nuestra propia polaridad. Por grato que sea especular y escoger nuestro rumbo, hemos de aceptar un dictado irresistible. En los primeros pasos para satisfacer nuestros deseos topamos con limitaciones inamovibles. Ardemos con la esperanza de reformar a los hombres. Tras muchos experimentos, descubrimos que tendriamos que haber empezado antes, en la escuela; pero ni los niños ni las niñas son dóciles y no podemos hacer nada con ellos. Concluimos que no son de buena cepa. Tendríamos que empezar nuestra reforma mucho antes, en la generación; es decir, hay un hado o leyes del mundo. Sin embargo, si hay un dictado irresistible, ese dictado es inteligible. Si hemos de aceptar el hado, no estamos menos obligados a afirmar la libertad, el significado del individuo, la grandeza del deber, el poder del carácter. Esto es cierto y aquello también lo es. Pero nuestra geometría no puede medir estos puntos extremos ni reconciliarlos. ¿Qué hacer? Al obedecer con franqueza cada pensamiento, al tañer o, si queréis, al pulsar con fuerza la cuerda, acabamos por conocer su poder. Igualmente, al obedecer otros pensamientos, aprendemos cuáles son y surge una esperanza razonable de armonizarlos. Estamos seguros, aunque no sabemos cómo, de que la necesidad es compatible con la libertad, el individuo con el mundo, mi polaridad con el espíritu del tiempo. El enigma de la época tiene para cada uno una solución particular. Si alguien quiere estudiar su tiempo, habrá de seguir el método de aceptar por turno los tópicos imperantes de nuestro esquema de la vida humana y, al afirmar sin reservas cuanto se corresponde con su experiencia y hacer justicia a los hechos opuestos de los otros, aparecerán las verdaderas limitaciones. El énfasis excesivo de una parte será corregido y habrá un equilibrio preciso. Establezcamos con exactitud los hechos. Nuestra América tiene mala fama debido a la superficialidad. Los grandes hombres y las grandes naciones no han sido jactanciosos ni burlescos, sino que han advertido el terror de la vida y se las han arreglado para enfrentarse a él. El espartano, que incorporaba su religión a su país, moría ante su majestad sin vacilar. El turco, que cree que su condena se escribe en una hoja de hierro en el mismo momento en que entra en el mundo, se arroja a la espada de su enemigo con ánimo decidido. El turco, el árabe, el persa, aceptan el hado preestablecido. Hay dos días en que no podrás alejarte de tu tumba, el día señalado y el día sin señalar; en el primero, ni el bálsamo ni el médico te salvarán, ni el universo podrá acabar contigo en el segundo. El hindú, bajo la rueda, es igual de firme. Nuestros calvinistas, en la última generación, tenían algo de esa misma dignidad. Sentían que el peso del universo los ponía en su sitio. ¿Qué podían hacer ellos? Los sabios perciben que hay algo de lo que no se puede hablar ni puede conjurarse, una correa o cinturón que ciñe el mundo. El destino, ministro principal que ejerce en todo el mundo la previsión que Dios ha establecido, es tan fuerte que, aunque el mundo haya jurado lo contrario, sin embargo, sucederá en un día lo que no sucede en mil años; pues nuestros apetitos, sean de guerra o de paz, de odio o de amor, están regulados por una suprema visión. CHAUCER, El cuento del caballero. La tragedia griega se expresaba en el mismo sentido: «Lo que está previsto, sucederá. No se puede transgredir la inmensa voluntad de Júpiter». Los salvajes se inclinan ante un dios local de la tribu o la aldea. La amplia ética de Jesús fue rápidamente reducida a la teología de las parroquias, que predica la elección o el favoritismo. Siempre habrá párrocos amables, como Jung Stilling o Robert Huntington, que crean en una providencia mezquina, gracias a la cual, cuando el buen hombre quiere cenar, alguien llama a su puerta y le deja medio dólar. Pero la naturaleza no es sentimental; no nos acaricia ni nos mima. Hemos de dan nos cuenta de que el mundo es áspero y desabrido y de que no le importa que un hombre o una mujer se ahoguen; se tragará vuestro barco como una mota de polvo. El frío, sin acepción de personas, os hará estremecer, entumecerá vuestros pies, hará que un hombre se hiele como una manzana. Las enfermedades, los elementos, la fortuna, la gravedad, el relámpago no respetan a nadie. El camino de la providencia es algo rudo. El hábito de la serpiente y de la araña, el salto del tigre y otra sangrientos animales al acecho, el crujido de los huesos de la presa que la anaconda atrapa forman parte del sistema, y nuestros hábitos son semejantes. Acabáis de cenar y, por escrupulosamente oculto que esté el matadero a una adecuada distancia en millas, hay complicidad, razas extravagantes, una raza que vive a expensas de otra. El planeta esta sometido al impacto de los cometas, a perturbaciones de otros planetas, a terremoto y erupciones volcánicas, a alteraciones del clima, a la precesión de los equinoccios. Los ríos se secan al talar el bosque. El mar cambia de lecho. Los pueblos y los condados se inundan. El Lisboa, un terremoto mató a los hombres como si fueran moscas. En Nápoles, hace tres años, diez mil personas quedaron aplastadas en unos minutos. El escorbuto en el mar, la espada del clima al oeste de África, en la Cayena, en Panamá, en Nueva Orleans, elimina hombres como en una masacre. Nuestras praderas occidentales se agitan con la fiebre y el paludismo. El cólera y la viruela se han mostrado tan mortales en algunas tribus como la escarcha con los grillos, que, tras haber llenado el verano con su sonido, callan cuando la temperatura desciende en una noche. Sin descubrir lo que no nos concierne, ni contar todas las especies de parásitos, ni tantear los parásitos intestinales, los infusorios o las oscuridades de la alternancia en la generación, las formas del tiburón, el labrus, la mandíbula del lobo de mar formada por apretados dientes, las armas de la orca y de otros guerreros ocultos en el mar son señales de ferocidad en el seno de la naturaleza. No lo neguemos. El camino de la providencia es salvaje, áspero e inescrutable hasta el final, y no sirve de nada tratar de disimular sus procedimientos oscuros y confusos ni vestir a ese benefactor terrible con la camisa limpia y el blanco alzacuello del estudiante de teología. ¿Podríamos decir que los desastres que amenazan a la humanidad son excepcionales y que no necesitamos llevar una cuenta diaria de los cataclismos? Sin embargo, lo que sucede una vez puede volver a suceder y, en la medida en que no paramos los golpes, hemos de temerlos. Estos trastornos y esta ruina, aun así, son menos destructivos que el poder clandestino de otras leyes que obran sobre nosotros cada día. Reducir los fines a los medios es una señal del hado; la organización tiraniza el carácter. La casa de fieras o las formas y poderes de la espina dorsal son un libro del hado; el pico del ave y la cabeza de la serpiente determinan tiránicamente sus límites. Esa es la escala de las razas, de los temperamentos; así es el sexo, así es el clima, así es la reacción e los talentos que guardan el poder vital con un propósito determinado. El espíritu edifica su casa, pero luego la casa confina al espíritu. Las líneas gruesas son legibles por el necio; el cochero es tal punto frenólogo: os mira a la cara para ver si su chelín está seguro. Arquear las cejas denota una cosa, la barriga otra; el bizqueo, una nariz respingona, la mata de pelo, el pigmento de la piel delatan el carácter. Los hombres parecen envueltos en su firme organización. Preguntadle a Spurzheim, preguntad a los doctores, preguntad a Quetelet si los temperamentos no deciden nada. Leed la descripción en los libros de medicina de los cuatro temperamentos y creeréis estar leyendo pensamientos propios en los que no habíais reparado. Fijaos en el papel que desempeñan los ojos negros y los ojos azules en una reunión. ¿Cómo podrá un hombre escapar de sus ancestros o extraer de sus venas la gota negra que proviene de la vida de su padre o su madre? A menudo ocurre en una familia que las cualidades de los progenitores se vierten en distintos recipientes —una cualidad dominante en cada hijo o hija de la casa— y, en Ocasiones, el temperamento sin mezcla, el valioso elixir sin rebajar, el vicio de la familia, se vierte todo en un solo individuo y los otros quedan proporcionalmente aliviados. A veces, vemos en nuestros amigos un cambio de expresión y decimos que su padre o su madre se han asomado a las ventanas de sus ojos y, en ocasiones, un pariente lejano. En horas diferentes, un hombre representa a varios antecesores, como si hubiera siete u ocho de nosotros enrollados en la piel de un hombre — siete u ocho antecesores al menos—, que constituyen la variedad de notas de esa nueva pieza de música que es su vida. En la esquina de la calle, leemos las posibilidades de cada transeúnte en el ángulo facial, en la tez, en la profundidad de su mirada. Su parentesco lo ha determinado. Los hombres son lo que sus madres han hecho de ellos. Podríais preguntarle a un telar que teje una tela vulgar por qué no teje cachemira tanto como esperar poesía de un ingeniero o un descubrimiento químico de un jornalero. Pedidle al cavador en su zanja que explique las leyes de Newton: los finos órganos de su cerebro han sido estrujados por el exceso de trabajo y la escuálida pobreza de padres a hijos durante cien años. Cuando cada uno sale del seno de su madre, la puerta de los dones se cierra tras él. Dejadle que cuente sus manos y sus pies; sólo tendrá un par de cada. De igual modo, sólo tendrá un futuro que ya está determinado en sus lóbulos y descrito en su carita rechoncha, en su mansa mirada y en su forma ovalada. Todo el privilegio y la legislación del mundo no podrán intervenir ni ayudar a hacer de él un poeta o un príncipe. Jesus dijo: «Quien mira a una mujer deseandola ya ha cometido adulterio». Pero ya era adúltero antes de mirar a la mujer por la superfluidad animal y el defecto del pensamiento en su constitución. Quien se topa con él, o ella, en la Calle, se da cuenta de que están dispuestos a ser víctimas. En algunos hombres, la digestión y el sexo absorben la fuerza vital y, cuanto más fuertes son, más débil es el individuo. Cuantos más zánganos como esos perezcan, mejor para la colmena. Si luego dan vida a un individuo superior, con fuerza suficiente para añadir al animal un nuevo propósito y un aparato completo para desarrollarlo, los ancestros serán felizmente olvidados. La mayoría de los hombres y la mayoría de las mujeres no forman más que una mera pareja. En algún momento se abrirá una nueva celda o camarilla en su cerebro —una destreza para la arquitectura, la música o la filología, un gusto o talento desperdiciado para las flores, o la química, o los pigmentos, o para contar historias, o una buena mano para dibujar, buenos pies para bailar, una estructura atlética para largos viajes, etcétera—, pero esa habilidad no alterará la escala de la naturaleza, sino que servirá para pasar el tiempo, mientras que la vida de la sensación seguirá como antes. Al cabo, esos indicios y tendencias se fijarán en uno de ellos o en la sucesión. Cada uno absorbe tanto alimento y fuerza como necesita para convertirse en un nuevo centro. El nuevo talento derrocha tan rápidamente la fuerza vital que apenas le queda para satisfacer las funciones animales y menos para la salud, de modo que, en la segunda generación, si aparece un genio semejante, la salud se deteriora visiblemente y la fuerza generativa se reduce. Las personas nacen con una inclinación moral o material, hermanos uterinos con un destino diferente, y supongo que, con grandes lentes de aumento, el señor Frauenhofer o el doctor Carpenter podrían distinguir en el embrión al cuarto día si este es un whig y aquel un partidario del Suelo Libre. Sería poético levantar esta montaña del hado, reconciliar el despotismo de la raza con la libertad que llevó a los hindúes a decir que «el hado no es sino la suma de los hechos cometidos en un estado anterior de la existencia». Descubro la coincidencia de los extremos de la especulación oriental y occidental en la atrevida afirmación de Schelling: «Todos los hombres sienten que han sido lo que son durante toda la eternidad y que seguirán siéndolo». Para decirlo de una manera menos sublime, en la historia del individuo se resume su condición y cada uno sabe que es una parte de su estado actual. Buena parte de nuestra política es fisiológica. Un hombre rico suele adoptar, en plena juventud, el propósito de la libertad más amplia. En Inglaterra siempre hay alguien rico y bien relacionado que se sitúa, durante los años fértiles, en el bando del progreso y que, cuando se acerca su hora, reconsidera su papel, reúne sus tropas y se convierte en conservador. Todos los conservadores lo son por defectos personales. Han sido pusilánimes por posición o naturaleza, han nacido cojos y ciegos en medio del lujo paterno y, como inválidos, solo pueden actuar a la defensiva. Pero las naturalezas fuertes, toscas, los gigantes de New Hampshire, Napoleón, Burke, Brougham, Webster, Kossuth son inevitablemente patriotas hasta que las mareas de su vida, y sus defectos y su gota, su perlesía y su dinero, los descarrían. La idea más firme se encarna en las mayorías y las naciones, en lo más sano y sólido. Probablemente, las elecciones dependen del peso pesado y, si pudierais pesar corporalmente en una báscula Deaborn el tonelaje de un centenar de miembros del partido whig o del demócrata en cualquier ciudad, podríais predecir con certeza qué partido ganaría. En conjunto, sería el modo más rápido de decidir el resultado: poner a los elegidos o al alcalde y los concejales en la balanza. En la ciencia hemos de tener en cuenta dos cosas: el poder y las circunstancias. Todo lo que conocemos del huevo sigue siendo, descubrimiento tras descubrimiento, otra vesícula, y si, dentro de quinientos años, hubiera un observador más preparado, o una lente mejor, encontraríamos otra tras la última observada. En los tejidos animal y vegetal sucede lo mismo y todo cuanto el poder primario o espasmo procura sigue siendo una vesícula. Sí, ¡salvo la tiránica circunstancia! Una vesícula en circunstancias nuevas, una vesícula alojada en la oscuridad, pensaba Oken, se convierte en animal; en la luz, en una planta. Alojada en el progenitor animal, sufre cambios que acaban en una capacidad milagrosamente desenvuelta de la vesícula inalterada que se transforma en pez, en ave o en cuadrúpedo, en cabeza y pie, en ojo y uña. La circunstancia es la naturaleza. La naturaleza es lo que podéis hacer. Hay muchas cosas que no podéis hacer. Tenemos dos cosas: la circunstancia y la vida. Una vez creímos que el poder positivo lo era todo. Ahora hemos aprendido que el poder negativo, o la circunstancia, es la mitad. La naturaleza es la circunstancia tiránica, la dura calavera, la serpiente enrollada, la mandibula inmensa y rocosa, la actividad necesaria, la dirección violenta, las condiciones de una herramienta como la locomotora, suficientemente fuerte en su camino, pero inútil si descarrila, o los patines, que son alas en el hielo, pero grilletes en el suelo. El libro de la naturaleza es el libro del hado. La naturaleza pasa las gigantescas páginas —hoja tras hoja— sin volver atrás. Deja caer una hoja: un estrato granítico; luego mil años y el lecho es de pizarra: otros mil y es una medida de carbón; otro mil y una capa de marga y barro. Aparecen las formas vegetales, los primeros animales desfigurados, zoófitos, trilobites, peces; luego los reptiles, formas rudas en las que la naturaleza se ha limitado a encerrar su estatua futura, ocultando baje estos monstruos ingentes el tipo refinado que habrá de coronarla. La superficie del planeta se enfría y se seca, las razas mejoran y nace el hombre. Pero cuando una raza ha vivido lo que le tocaba ya no vuelve a aparecer. La población del mundo es una población condicional; no es la mejor, sino la mejor que ahora puede vivir, y la proporción de tribus y la rapidez con que la victoria se adhiere a una tribu y la derrota a otra es tan uniforme como la superposición de los estratos. Sabemos por la historia qué peso corresponde a la raza. Vemos a los ingleses, a los franceses, a los alemanes plantarse en cada costa y mercado de América y Australia y monopolizar el comercio de esos países. Nos gusta el hábito impetuoso y triunfador de nuestra propia rama familiar. Seguimos los pasos de los judíos, de los indios, de los negros. Vemos cuánto empeño se ha desperdiciado en exterminar a los judíos. Mirad las inaceptables conclusiones de Knox, en su Fragmento de las razas, un escritor rudo e insatisfactorio, pero cargado de verdades pungentes e inolvidables: «La naturaleza respeta la raza, no los híbridos»; «cada raza tiene su hábitat»; «separad a una colonia de la raza y degenerará hasta el cangrejo». Veamos las sombras de la imagen. Millones de alemanes e irlandeses, como los negros, tienen una gran parte de guano en su destino. Son transportados por el Atlántico y dejados en América para cavar zanjas y bregar, para abaratar el grano y perecer prematuramente hasta que verdee una parte de la pradera. Un cabestrillo más de estos vendajes adamantinos es la nueva ciencia de la estadística. Es una regla que los acontecimientos más casuales y extraordinarios —cuando la base de la población es lo suficientemente amplia— se conviertan en materia de cálculo fijo. No es seguro decir cuándo nacerá un capitán como Bonaparte, una cantante como Jenny Lind o un navegante como Bowditch en Boston, pero con una población de veinte o doscientos millones se puede ser preciso”, Es frívolo fijar pedantemente la fecha de las invenciones particulares. Se han inventado una y otra vez. El hombre es la máquina modelo de la que todas las derivaciones son un ejemplo. Él mismo sale en su ayuda, en cada emergencia, con una copia o duplicado de su estructura en la medida en que lo necesite. Es difícil encontrar al verdadero Homero, Zoroastro, Manu; aún más lo es encontrar a Tubal Caín, a Vulcano, a Cadmo, a Copérnico, a Fust, a Fulton, al inventor indiscutible. Hay cantidades y siglos de ellos. «El aire está lleno de hombres». Ese talento abunda tanto, esa eficiencia en la fabricación de herramientas, como si estuviera adherida a los átomos químicos, como si el aire que respiramos estuviera compuesto de hombres como Vaucanson, Franklin y Watt. Sin duda, entre un millón habrá un astrónomo, un matemático, un poeta cómico, un místico. Nadie podría leer la historia de la astronomía sin darse cuenta de que Copérnico, Newton, Laplace no son hombres nuevos, ni una clase de hombres, sino que Tales, Anaxímenes, Hiparco, Empédocles, Aristarco, Pitágoras, Enópides los habían precedido; todos ellos tenían el mismo cerebro preparado para la geometría, dispuesto a la misma computación y lógica, en paralelo al movimiento del mundo. La milla romana descansaba, probablemente, en la estimación de un grado del meridiano. Los musulmanes y los chinos conocían lo que nosotros conocemos de los años bisiestos, del calendario gregoriano y de la precesión de los equinoccios. Igual que en cada barril de cauríes que llega a New Bedford hay una orangia, entre doce millones de malayos y musulmanes habrá una o dos cabezas astronómicas. En una gran ciudad, las cosas más casuales, y aquellas cuya belleza reside en su casualidad, se producen de un modo tan puntúa y ordenado como el panecillo del desayuno. Punch gasta exactamente una broma pesada a la semana y los periódicos contribuyen a proporcionar una buena cantidad de noticias al día. No menos funcionan las leyes de la represión, los castigos por las funciones incumplidas. El hambre, el tifus, la escarcha, la guerra, el suicidio y las razas exhaustas se cuentan entre las partes calculables del sistema del mundo. Son guijarros de la montaña, señales de los términos que rodean nuestra vida y que muestran cierta exactitud mecánica, como la del telar o el molino, en lo que consideramos acontecimientos casuales o fortuitos. La fuerza con la que resistimos la tendencia de estos torrentes parece tan ridículamente inadecuada que no va más allá de la crítica o la protesta de una minoría formada por uno solo bajo la compulsión de millones. Se me antoja ver a los hombres, en medio de una tempestad, luchando con las olas y arrastrados a cualquier parte. Se miran unos a otros con inteligencia, pero es poco lo que pueden hacer por ayudarse; ya es bastante que logren mantenerse a flote. Tienen derecho a esa mirada, desde luego, pero todo lo demás corresponde al hado. No podemos jugar con esa realidad, con el aflorar del corazón del mundo en nuestro jardín. Una imagen de la vida que no admita los hechos odiosos carece de veracidad. El poder del hombre depende de la necesidad, a la que, tras muchos experimentos, ha tanteado hasta conocer su extensión. El elemento que recorre la naturaleza, y al que popularmente llamamos hado, se nos presenta como limitación. Llamamos hado a lo que nos limita. Si somos brutos y bárbaros, el hado adopta una figura bestial y temible. A medida que nos refinamos, las pruebas a las que nos sometemos se refinan. Si nos elevamos a una cultura espiritual, el antagonismo adopta una forma espiritual. En las fábulas hindúes, Visnú sigue a Maya a lo largo de todos sus cambios ascendentes, desde el insecto y el cangrejo hasta el elefante; cualquiera que sea la forma que adopte, Visnú adopta la forma masculina correspondiente, hasta que Maya se convierte al final en mujer y diosa y Visnú en hombre y dios. Las limitaciones refinan mientras el alma se purifica, pero el anillo de la necesidad lo abarca todo. Al ser los dioses, en el cielo noruego, incapaces de sujetar al lobo Fenris con acero o con el peso de las montañas —partió el primero en dos y se quitó de encima las otras a patadas—, rodearon sus pies con un lazo flojo, más suave que la seda o la tela de araña, y eso le retuvo; cuanto más tiraba de él, más rígido se ponía. El anillo del hado es igual de suave y firme. Ni el brandy, ni el néctar, ni el éter, ni el fuego del infierno, ni el icor, ni la poesía, ni el genio podrían romper ese lazo tan flojo. Aunque le diéramos el elevado sentido con el que lo usan los poetas, el pensamiento tampoco estaría por encima del hado: tendría que obrar de acuerdo con leyes eternas y todo cuanto contiene de arbitrario y fantástico se opondría a su esencia fundamental. Por ultimo, sobre el pensamiento, en el mundo de la moral, nado aparece como vindicador, nivelando lo elevado, elevando lo inferior, exigiéndole justicia al hombre y golpeando, antes o después, cuando no se hace justicia. Lo útil perdurará; lo perjudicial desaparecerá. «Quien obra, sufre», dijeron los griegos; «consuelas a una deidad que no lo precisa». «Ni siquiera Dios puede beneficiar al malvado», dijo la tríada galesa. «Dios consiente, pero durante cierto tiempo», dijo el bardo de España. La intuición del hombre no puede superar la limitación. En sus ascensiones ulteriores y más elevadas, la propia intuición, y la libertad de la voluntad, son miembros obedientes. No debemos, sin embargo, dejarnos llevar por generalizaciones, sino mostrar los confines naturales o las distinciones esenciales y tratar de hacer justicia a los demás elementos. Así encontramos el hado en la materia, en la mente, en la moral; en la raza, en la superposición de los estratos o en el pensamiento y el carácter. En todas partes hay un término o limitación. Sin embargo, el hado tiene su señor, la limitación sus límites: es diferente visto desde arriba o desde abajo, desde dentro o desde fuera. Pues si bien el hado es inmenso, también el poder, que es el otro hecho en el mundo dual, es inmenso. Si el hado sigue al poder y lo limita, el poder ayuda al hado y es su antagonista. Tenemos que respetar el hado como historia natural, pero hay algo más que historia natural. Pues ¿quién o qué es esa crítica que husmea en la materia? El hombre no es un pedido de la naturaleza, embalado, vientre y extremidades, un eslabón de la cadena, un equipaje ignominioso, sino un antagonista estupendo que atrae los polos del universo. El hombre descubre su relación con lo que esta por debajo de él —inverosimil cuadrúmano de cabeza grande, cerebro pequeño—, un cuadrúpedo mal disimulado, que apenas se ha erguido sobre dos pies y ha pagado por los nuevos poderes con la pérdida de los antiguos. El relámpago que cae y moldea planetas, creador de planetas y soles, está en él. Por un lado, el orden elemental, arenisca y granito, arrecifes, turba, bosque, mar y orilla; por otra, el pensamiento, el espíritu que compone y descompone la naturaleza: aquí están, juntos, el bien y el mal, la mente y la materia, el rey y el conspirador, la emoción y el espasmo, cabalgando juntos pacíficamente en la mirada y el cerebro de cada hombre. El hombre no puede tampoco pasar por alto el libre albedrío. Para aventurar la contradicción: la libertad es necesaria. Si preferís situaros junto al hado y decir que el hado es todo, entonces diremos que una parte del hado es la libertad del hombre. En el alma siempre brotará el impulso de escoger y actuar. La inteligencia anula el hado. Un hombre es libre en la medida en que piensa. Aunque nada sea más desagradable que jactarse de la libertad siendo esclavos, como lo es la mayoría, o que el impertinente equívoco de tomar el preámbulo de algún documento, como la Declaración de Independencia, por la libertad, o que el derecho estatutario a votar de quienes nunca se han atrevido a pensar ni actuar, sin embargo, es saludable que el hombre no mire al hado, sino a su opuesto: la perspectiva práctica es la otra. Su verdadera relación con estos hechos consiste en usarlos y dirigirlos, no en encogerse ante ellos. «No mires la naturaleza, pues su nombre es fatal», decía el oráculo. La contemplación excesiva de los límites induce a la mediocridad. Quienes hablan demasiado del destino, de su estrella natal, etcétera, están en un peligroso plano inclinado y atraen los males que temen. He citado a las razas instintivas y heroicas que creen orgullosamente en el destino. Conspiran con él; una amorosa resignación las acompaña. Pero el dogma causa una impresión distinta cuando lo defiende el débil y perezoso. Son los débiles y viciosos quienes le echan la culpa al hado. El buen uso del hado consiste en elevar nuestra conducta a la altura de la naturaleza. Los elementos son rudos y nada puede vencerlos, salvo ellos mismos. Así ha de ser el hombre. Dejémosle vaciar su pecho de sus frívolas presunciones y mostrar su señorío con modales y actos proporcionados a la naturaleza. Dejémosle manifestar su propósito con la fuerza de la gravedad. Ningún poder, ninguna persuasión, ningún soborno lo separará de su empeño. Un hombre habría de compararse ventajosamente con un río, un roble o una montaña. No tendría menos corriente, extensión o resistencia que ellos. El mejor uso del hado consiste en enseñar un coraje fatal. Enfrentaos al fuego en el mar, o al cólera en casa de vuestro amigo, o al ladrón en la vuestra, o al peligro que se interponga en el camino del deber, sabiendo que os guarda el querubín del destino. Si creéis en el hado en perjuicio vuestro, no creáis menos en él en vuestro beneficio. Pues si el hado predomina, el hombre es una parte de él y puede oponer el hado al hado. Si el universo tiene tales accidentes salvajes, nuestros átomos serán igual de salvajes al resistirlos. La atmósfera nos aplastaría si no fuera por la reacción del aire dentro del cuerpo. Un tubo hecho de fibra de vidrio puede resistir el ímpetu del océano si está lleno de agua del mar. Si hay omnipotencia en el golpe, hay omnipotencia en encajarlo. 1. Pero hado contra hado es solo una manera de parar el golpe y defenderse: hay, también, nobles fuerzas creativas. La revelación del pensamiento saca al hombre de la servidumbre y lo lleva a la libertad. Decimos acertadamente que hemos nacido y que volvemos a nacer muchas veces. Tenemos experiencias sucesivas tan importantes que las nuevas hacen que olvidemos las antiguas, de donde proviene la mitología de los siete o nueve cielos. El día de los días, el gran día de la fiesta de la vida es aquel en el que el ojo interior se abre a la unidad de las cosas, a la omnipresencia de la ley, y ve lo que debe ser o es lo mejor. Esa beatitud desciende sobre nosotros y vemos. No está en nosotros tanto como nosotros estamos en ella. Si el aire llena nuestros pulmones, respiramos y vivimos; si no, morimos. Si la luz acude a nuestros ojos, vemos; no de otra manera. Si la verdad viene a nuestro pensamiento, nos extendemos de repente en todas sus dimensiones, como si creciéramos en varios mundos. Somos legisladores, hablamos por la naturaleza, profetizamos y adivinamos. Esta intuición nos pone de parte del universo, contra todo y contra todos; contra nosotros mismos tanto como contra los demás. Un hombre que habla por intuición afirma de sí mismo lo que es cierto del pensamiento: viendo su inmortalidad, dice que es inmortal; viendo su invencibilidad, dice que es fuerte. No está en nosotros; nosotros estamos en ella. Se trata del creador, no de lo creado. Toca y altera todas las cosas. La intuición usa, no es usada. Separa a quienes la comparten de quienes no la comparten. Quienes la comparten no forman parte del rebaño ni la horda. La intuición empieza en sí misma, no con hombres anteriores ni mejores, ni ion el evangelio, la constitución, la universidad o la costumbre. Donde brilla, la naturaleza no se entromete y todas las cosas dan una impresión musical o pictórica. El mundo de los hombres parece una comedia sin risa: población, intereses, gobierno, historia; figuras de juguete en una casa de juguete. No estima las verdades particulares. Oimos ansiosamente el pensamiento y las palabras citadas de un intelectual, pero, en su presencia, preferimos la actividad y olvidamos enseguida lo que dice, mucho más interesados en el nuevo juego de nuestro propio pensamiento que en cualquiera de los suyos. Es la majestad a la que de repente nos hemos elevado, la impersonalidad, el desdén del egoísmo, la esfera de las leyes, lo que nos compromete. Una vez seguimos ese camino, luego otro; ahora viajamos en globo y no pensamos tanto en el lugar que hemos dejado, o en aquel al que nos dirigiamos, como en la libertad y la gloria del camino. Cuanta más inteligencia añadáis, mas poder orgánico. Quien ve través del designio lo preside y ha de querer lo que debe ser. Nos sentamos y gobernamos y, aunque dormimos, nuestro sueño se hará realidad. Nuestro pensamiento, aunque sólo tenga una hora, corrobora una necesidad más antigua que no se desprenderá del pensamiento ni se desprenderá de la voluntad. Todo esto siempre ha coexistido y nos advierte de la soberanía y divinidad del pensamiento, que rehúsa dividirse. No es mío ni tuyo, sino la voluntad de cualquiera. Se vierte en las almas de los hombres, como la misma alma que los hace hombres. No sé si hay, como se dice, en la región más alta de nuestra atmósfera, una corriente que empuja siempre hacia el oeste y arrastra a los átomos que se elevan hasta esa altura; pero veo que, cuando las almas alcanzan cierta claridad en la percepción, aceptan un conocimiento y una motivación superiores al egoísmo. Un aliento de voluntad sopla eternamente a través del universo de las almas hacia lo justo y necesario. Es el aire que todas las inteligencias inhalan y exhalan y el viento que pone los mundos en orden y en órbita. El pensamiento disuelve el universo material al elevarnos a una esfera en la que todo es plástico. De dos hombres que obedecen su propio pensamiento, aquel cuyo pensamiento es más profundo tendrá el carácter más fuerte. Siempre hay un hombre que, más que otros, representa la voluntad de la divina providencia en la época. 2. Si el pensamiento libera, también lo hace el sentimiento moral. Las mezclas de la química espiritual rechazan el análisis. Sin embargo, vemos que a la percepción de la verdad se une el deseo de que prevalezca. Ese afecto es esencial a la voluntad. No obstante, cuando aparece una voluntad fuerte, proviene, por lo común, de cierta unidad de organización, como si toda la energía del cuerpo y de la mente fluyera en una sola dirección. Las grandes fuerzas son reales y elementales. No se puede fabricar una voluntad fuerte. Ha de haber una libra para equilibrar otra. Donde el poder se muestra en la voluntad, ha de descansar en la fuerza universal. Alarico y Bonaparte tenían que creer que descansaban sobre la verdad, o su voluntad habría podido comprarse o doblegarse. Es posible sobornar cualquier voluntad finita, pero la simpatía pura con los fines universales es una fuerza infinita que no se puede sobornar ni doblegar. Todo aquel que haya tenido experiencia del sentimiento moral no puede escoger sino la creencia en el poder ilimitado. Cada latido de ese corazon es un voto a lo mas alto. No sé qué significa la palabra sublime salvo las intimaciones de una fuerza terrorífica en un niño. Un texto de heroismo, el nombre y la anécdota del coraje, no forman un argumento, sino una incursion de la libertad. Una de estas incursiones es el verso del persa Hafiz: «Esta escrito en la puerta del cielo: ¡Maldito sea el que permite que el hado le traicione!». ¿Nos hace fatalistas la lectura de la historia? ¡Qué coraje muestra la opinión contraria! Un pequeño capricho de la voluntad para ser libre luchando con gentileza contra el universo de la química. Pero la intuición no es la voluntad, ni lo es el afecto. La percepción es fría y la bondad se deshace en deseos; como dijo Voltaire, es una desgracia que las personas dignas sean cobardes, un des plus grands malheurs des honnétes gens c’est qu’ils sont des lâches. Ha de darse una fusión de ambas para generar la energía de la voluntad. No habrá fuerza rectora alguna salvo mediante la conversión del hombre a su voluntad, salvo que se haga de él voluntad y la voluntad sea él. Podríamos decir osadamente que nadie tiene una percepción certera de la verdad si la verdad no ha influido en él y está dispuesto a ser su mártir. Lo único serio y formidable en la naturaleza es la voluntad. La sociedad es servil por falta de voluntad y, por ello, el mundo necesita salvadores y religiones. Un camino es el bueno: el héroe lo ve y avanza con ese propósito, mientras el mundo le sirve de raíz y soporte. Él es el mundo para los demás. Su aprobación es el honor; su disentimiento, infamia. La mirada de sus ojos tiene la fuerza de los rayos del sol. Una influencia personal aloja en la memoria sólo lo que es valioso y alegremente olvidamos las cifras, el dinero, el clima, la gravedad y el resto del hado. Podemos permitir la limitación mientras sepamos que es la medida del hombre que crece. Resistimos al hado como los niños que marcan la altura del muro de la casa del padre año tras año. Cuando el muchacho se convierte en hombre, y es el dueño de la casa, derriba el muro y construye uno nuevo y mayor. Es sólo cuestión de tiempo. Todo joven valiente se prepara para montar y gobernar a ese dragón. Su ciencia consiste en fabricar armas y alas con esas pasiones y fuerzas demoradas. Ahora bien, viendo estas dos cosas, hado y poder, ¿podríamos creer en la unidad? El grueso de la humanidad cree en dos dioses. Están en un dominio en casa, como amigos o padres, en los círculos sociales, en las letras, en el arte, en el amor, en la religión; pero en la mecánica, al tratar con el vapor y el clima, en el comercio, en la política, piensan que están en otro y que sería un error práctico transferir el método y el modo de trabajar en una esfera a la otra. ¡Cuántos hombres buenos, honrados, generosos en casa se vuelven lobos y zorros en el mercado! ¡Cuántos hombres piadosos en el salón votarán lo que reprueban en las elecciones! Hasta cierto punto, se creen al amparo de la providencia. Pero a bordo de un vapor, en una epidemia, en la guerra, creerán que gobierna una energía maligna. La relación y la conexión no se dan en lugares determinados y en ocasiones, sino siempre y en todas partes. El orden divino no se detiene donde se detiene la vista de los hombres. El poder amistoso funciona con las mismas reglas en la granja más cercana y el planeta más cercano. Donde los hombres carecen de experiencia, se oponen a ese poder y se lastiman. El hado, entonces, será el nombre que reciban los hechos que no han pasado por el fuego del pensamiento, las causas que aún no se han penetrado. Cuando surge el caos que amenaza con exterminarnos, la inteligencia puede convertirlo en una fuerza saludable. El hado consiste en causas que aún no se han penetrado. El agua se traga al barco y al marinero como una mota de polvo. Pero aprended a nadar, reparad vuestro barco y hendirá la ola que se lo tragaba y que ahora lo llevará, igual que a su espuma, como si fuera una pluma y un poder. El frío, sin acepción de personas, os congelará la sangre y helará a un hombre como si fuera una gota de rocío. Pero aprended a patinar y el hielo os dará un movimiento gracioso, suave y poético. El frío vigorizará vuestros miembros y vuestro cerebro hasta convertiros en genios y hacer de vosotros los hombres eminentes de vuestra época. El frío y el mar prepararán una raza imperial sajona, que la naturaleza no podrá permitirse perder y que, tras haber estado encerrada durante mil años en la lejana Inglaterra, dará a cien Inglaterras cien Méxicos. Absorberá y dominará todas las sangres, y más que México os esperan los secretos del agua y el vapor, las sacudidas eléctricas, la ductilidad de los metales, el carro del aire, el globo tripulado. La masacre anual del tifus supera la de la guerra, pero un buen drenaje acaba con el tifus. La plaga de escorbuto en el servicio marítimo se subsana con zumo de limón y otras dietas fáciles de adoptar o procurar; la despoblación que causan el cólera y la viruela termina con el drenaje y la vacunación, y no ocurre menos con cualquier otra peste en la cadena de la causa y efecto, que se puede combatir. Mientras la medicina extrae el veneno, obtiene además beneficio del enemigo vencido. El torrente desbocado brega para el hombre, que utiliza a las bestias salvajes para comer, vestirse o trabajar y controla las explosiones químicas como su reloj. Esos son los caballos que monta. El hombre se mueve por todos los medios, con las patas de los caballos, en alas del viento, por medio del vapor o el gas del globo, con la electricidad, y se alza de puntillas para cazar al águila en su elemento. No hay nada que no lel sirva de transporte. El vapor era, hasta ayer, el diablo que temíamos. Cualquier olla hecha por un artesano o cualquier brasero tenían un agujero en su cubierta para dejar escapar al enemigo y que no salieran por los aires la olla y el techo y se llevaran la casa consigo. Pero el marqués de Worcester, Watt y Fulton consideraron que donde había un poder no estaba el diablo, sino Dios, y que había que disponer de él en lugar de dejarlo escapar y desperdiciarlo. ¿Podía lanzar por el aire olla, techo y casa con tanta facilidad? Entonces era el obrero que estaban buscando. Podría ser usado para alejar, encadenar y obligar a otros diablos, mucho más reluctantes y peligrosos, como los metros cúbicos de tierra, montañas, el peso o la resistencia del agua, la maquinaria y las tareas de todos los hombres del mundo; podría prolongar el tiempo y reducir el espacio. Ocurre lo mismo con otras clases de vapor. La opinión de la multitud era el terror del mundo y se trató de disiparla, divirtiendo a las naciones, o de amontonarla en estratos sociales: una capa de soldados; sobre ella, una capa de señores y un rey en la cima, con mordazas y un cerco de castillos, guarniciones y policía. En ocasiones, sin embargo, el principio religioso penetra, el cerco cae y se sacude las montañas que tenía encima. Los Fulton y los Watt de la política, persuadidos de la unidad, vieron que era un poder y, al satisfacerlo (como la justicia satisface a todos), mediante una disposición diferente de la sociedad — nivelandola en lugar de amontonarla como una montaña—, contribuyeron a hacer de este terror la forma mal inofensiva y enérgica de un Estado. Confieso que las lecciones del hado son odiosas. ¿A quién le gustaría tener a un petulante frenólogo prediciéndole su fortuna? ¿A quién le gustaría creer que esconde en su calavera, en su espina dorsal y en su pelvis todos los vicios de la raza sajona o celta y estar seguro de que le rebajaran a ser —sea cual sea la grandeza de la esperanza con la que arde— un animal egoísta, regatón, servil, taimado? Un médico experto os dirá que es invariable el hecho de que un napolitano, al madurar, asuma la forma inconfundible de un bribón. Es algo exagerado, pero podría pasar. Todo esto colma almacenes y arsenales. Un hombre tiene que estar agradecido por sus defectos y sentir terror ante sus talentos. Un talento trascendente tira con tanta fuerza de él que lo dejará cojo; por el contrario, un defecto le rinde provecho. El sufrimiento, que es la insignia del judío, le ha convertido, en la actualidad, en el amo de los amos del mundo. Si el hado es mineral y pétreo, si el mal es un bien en marcha, si la limitación es poder en ciernes, si las calamidades, oposiciones y pesos son alas y medios, entonces nos hemos reconciliado. El hado implica mejora. Ninguna afirmación relativa al universo podría tener peso si no admitiera ese esfuerzo ascendente. La dirección del conjunto, y de cada una de sus partes, es la del beneficio, y su proporción es la salud. Detrás de cada individuo cierra filas la organización; delante de él se abre la libertad: cuanta más libertad, mejor. Las primeras y peores razas han muerto. Las razas imperfectas que las siguieron están moribundas o perviven para que maduren las superiores. En la última raza, en el hombre, la generosidad, una nueva percepción, el amor y la alabanza que recibe de sus semejantes certifican el avance desde el hado hasta la libertad. La liberación de la voluntad desde las fundas y zuecos de la organización de la que procede es el fin y el propósito de este mundo. La calamidad es una señal estimulante y valiosa, y allí donde los esfuerzos del hombre no sirvan del todo indicarán cuál es la tendencia. El círculo de la vida animal —diente contra diente, la guerra voraz, la guerra por el alimento, un aullido de dolor y un gruñido de triunfo, hasta que, al final, toda la evolución, la masa química completa, gane con el tiempo y se refine para un uso más elevado— es grato a cierta distancia. Para ver cómo el hado se desliza hacia la libertad y la libertad hacia el hado, observad lo lejos que se extienden las raíces de cualquier criatura o señalad, si podéis, un punto donde no haya ninguna relación. Nuestra vida es consistente y tiene muchos vínculos. El nudo de la naturaleza está tan bien atado que nadie ha sido lo suficientemente hábil como para encontrar los dos cabos. La naturaleza es intrincada, se cubre y se enreda y no tiene fin. Christopher Wren dijo de la hermosa capilla del King’s College que, si alguien le dijera dónde poner la primera piedra, él construiría otra igual. ¿Dónde podríamos encontrar el primer átomo en la casa del hombre, que es todo consistencia, inoculación y equilibrio de las partes? La red de la relación se manifiesta en el hábitat, se manifiesta en la hibernación. Al observar la hibernación descubrimos que, mientras algunos animales se conducen con torpeza en invierno, a otros les ocurre en verano: hibernación es un mal nombre. El gran sueño no es un efecto del frío, sino que está regulado por la provisión de comida necesaria para el animal: se muestra torpe cuando el fruto O la presa de los que vive no están en sazón y recobra su actividad cuando hay alimento. Los ojos se descubren en la luz, los oídos en el aire auricular, los pies en tierra, las aletas en el agua, las alas en el viento y cada criatura donde debe estar, con una reciprocidad adecuada. Cada zona tiene su fauna. Hay equilibrio entre el animal y su alimento, su parásito, su enemigo. Se guarda la proporción. No está permitida la disminución ni lo está el aumento. Ajustes semejantes se dan en el hombre. Su comida está preparada cuando llega, el carbón en el hoyo, la casa ventilada, seco el barro de lluvia: sus compañeros llegan a su hora y le aguardan con amor, acuerdo, risas y lágrimas. Son rudos ajustes, pero los invisibles no lo son menos. Pertenecen a la criatura más que su guarida o su alimento. Ha de saber cuáles son sus instintos y estar dispuesto a un poder que doblega y adecua lo que está cerca de él para que pueda usarlo. Él mismo no sería posible mientras las cosas invisibles no estuvieran preparadas para él tanto como las visibles. ¡De cuántos cambios, en el ciclo y en la tierra, y en cielos y tierras más hermosos, nos advierte entonces la aparición de Dante y Colón! ¿Cómo sucede esto? La naturaleza no es pródiga, sino que toma el camino más corto. Como el general que dice a sus soldados: «Si queréis un fuerte, construidlo», la naturaleza insta a Cada criatura a que haga su trabajo y se gane la vida, sea un planeta, un animal o un árbol. El planeta se hace a sí mismo. La célula animal se hace a sí misma y, luego, lo que quiere ser. Toda criatura — chochín o dragón— construye su guarida. Tan pronto como hay vida, hay una dirección propia y la absorción y el uso del material, la vida es libertad, vida en una proporción directa a su cantidad. Podéis estar seguros de que el recién nacido no es inerte. La vida trabaja de una manera voluntaria y sobrenatural en su vecindad. ¿Pensáis en estimar a ese miembro de trato asequible, radiante y osado de la comunidad por su peso en libras o por lo que su piel encierra? La lámpara más pequeña llena una milla con sus rayos y las pupilas de un hombre alcanzan las estrellas. Cuando hay algo que hacer, el mundo sabe cómo hacerlo, ti ojo vegetal crea la hoja, el pericarpio, la raíz, la corteza o el espino cuando lo necesita: la primera célula se convierte en estómago, boca, nariz o uña según lo que le hace falta: el mundo apuesta su vida por un héroe o un pastor y lo pone donde sea preciso. Dante y Colón eran italianos en su época; hoy serían rusos o americanos. Las cosas maduran, llegan hombres nuevos. La adaptación no es caprichosa. La última finalidad, el propósito más allá de sí mismo, la correlación por la que los planetas subsisten y cristalizan anima luego a las bestias y a los hombres, pero no se detiene, sino que se dirige a individuos más refinados y de ellos a los más refinados de todos. El secreto del mundo es el vínculo entre la persona y el acontecimiento. La persona crea el acontecimiento y el acontecimiento a la persona. El «tiempo», la «época», ¿qué son sino unas pocas personas profundas y activas que los resumen: Goethe, Hegel, Mettternich, Adams, Calhoun, Guizot, Peel, Cobden, Kossuth, Rothschild, Astor, Brunel y los demás? Hemos de presumir la misma adecuación entre un hombre y el tiempo o el acontecimiento que entre los sexos, o entre una raza animal y la comida que come o las razas inferiores de las que se sirve. El hombre cree que el hado le es ajeno porque el nexo esta oculto, pero el alma contiene el acontecimiento que ha de ocurrir, pues el acontecimiento sólo es la actualización de sus pensamientos, y siempre estará garantizado aquello por lo que rezamos. El acontecimiento es la impresión de vuestra forma. Os sienta igual de bien que vuestra piel. Lo que cada uno hace es propio de él. Los acontecimientos son hijos de su cuerpo y de su mente. Hemos aprendido que el alma del hado es nuestra alma, como canta Hafiz: ¡Ay!, hasta ahora no sabía que mi guía y la fortuna de mi guía eran uno. Todos los juguetes de los que el hombre se ufana y con los que juega —casas, tierra, dinero, lujo, poder, fama— son lo mismo, con un velo o dos de ilusión sobrepuestos. De todos los tambores y fanfarrias que llevan a los hombres a romperse voluntariamente la cabeza y a desfilar con solemnidad cada mañana, el más admirable es aquel por el que llegamos a persuadirnos de que los acontecimientos son arbitrarios e independientes de las acciones. Discernimos el hilo con el que el titiritero mueve sus marionetas, pero nuestra mirada no es lo suficientemente aguda para descubrir el que une causa y efecto. La naturaleza liga mágicamente al hombre con su fortuna al hacer de ella el fruto de su carácter. Los patos van al agua, las águilas al cielo, los vadeadores a la orilla del mar, los cazadores al bosque, los contables a su oficina y los soldados a la frontera. Los acontecimientos crecen en el mismo tronco que las personas; son subpersonas. El placer de la vida depende del hombre que la viva y no del trabajo o el lugar. La vida es un éxtasis. Conocemos la locura que pertenece al amor, el poder de pintar un vil objeto con los colores del cielo. Igual que los dementes son indiferentes a su atuendo, a su dieta o a otras comodidades, e igual que en sueños llevamos a cabo con ecuanimidad los actos más absurdos, una gota más de vino en nuestra copa de la vida nos reconcilia con una compañía o un trabajo extraños. Cada criatura establece sus condiciones y su esfera, igual que la babosa arrastra su resbaladiza casa sobre la hoja del peral y el gusano deja sus larvas en el manzano o el pez sus huevos. En la juventud, nos vestimos de arco iris y somos tan altivos como el zodiaco. En la vejez, transpiramos de otro modo: la gota, la fiebre, el reumatismo, el capricho, la duda, la impaciencia y la avaricia. La fortuna de un hombre es el fruto de su carácter. Los amigos de un hombre son su magnetismo. Buscamos en Heródoto y Plutarco ejemplos del hado, pero nosotros somos ejemplos. Quisque suos patimur manes. La tendencia de cada nombre a llevar a cabo todo lo que su constitución encierra se expresa en la antigua convicción de que todos nuestros esfuerzos para escapar del destino sólo nos sirven para llevarnos a él, y he podido advertir que los hombres prefieren que los feliciten por su posición, como si fuera la prueba de la última o completa excelencia, antes que por sus méritos. El hombre ve manifestarse su carácter en los acontecimientos con los que cree topar, pero que él mismo exuda y le acompañan. Los acontecimientos se multiplican con el carácter. Igual que una vez estuvo rodeado de juguetes, ahora juega una parte en sistemas colosales y su ambición, sus compañeros y su actuación señalan su crecimiento. Parece una pieza de la suerte, pero es una parte de la causación: el mosaico, en ángulo y colocado para llenar el huero que ocupa. Por eso en cada ciudad hay un hombre que, en su cerebro y actuación, es una explicación de los cultivos, la producción, las fábricas, los bancos, las iglesias, las maneras de vivir y la sociedad de la ciudad. Si no tenéis la suerte de encontrarlo, todo lo que veáis os dejará perplejos; si lo veis, todo resultará sencillo. En Massachusetts sabemos quién fundó New Bedford, quién fundó Lynn, Lowell, Lawrence, Clinton, Fitchburg, Holyoke, Portland y muchos otros mercados ruidosos. Si esos hombres fueran transparentes, no os parecerían hombres, sino ciudades andantes; donde los pusierais fundarían una. La historia es la acción y reacción de la naturaleza y el pensamiento, dos muchachos que pugnan entre sí en el borde de la acera. Ambos golpean y encajan y, del mismo modo, la materia y la mente mantienen una porfía y un equilibrio perpetuos. Mientras el hombre es débil, la tierra lo levanta. Luego él planta su cerebro y sus afectos. Poco a poco somete la tierra y obtiene jardines y viñedos en proporción al hermoso orden y capacidad de producción de su pensamiento. Todo lo sólido del universo es susceptible de convertirse en fluido al acercarse la inteligencia, pues el poder de fluir es la medida mental. Si el muro resiste, delata la falta de pensamiento. Ante una fuerza más sutil, se romperá en nuevas formas que expresan el carácter. ¿Qué es la ciudad en la que estamos sino un agregado de materiales incongruentes que han obedecido la voluntad de alguien? El granito era reluctante, pero sus manos fueron más fuertes. El acero estaba profundamente escondido en la tierra y confundido con la piedra, pero no pudo escapar a su fuego. La madera, la cal, los materiales, los frutos, la goma estaban dispersos en vano sobre la tierra y el mar. Ahora están aquí, al alcance del trabajo de cualquiera y a su disposición. El mundo entero es una corriente de materia que corre por los cables del pensamiento hasta llegar a los polos o puntos donde se detiene. Las razas humanas se alzaron de la tierra con un pensamiento que las gobierna y divididas en partidos armados y preparados para luchar por esa abstracción metafísica. La cualidad del pensamiento distingue a los egipcios de los romanos, a los austríacos de los americanos. Todos los hombres que suben al escenario en un periodo determinado se relacionan entre sí. Ciertas ideas flotan en el aire. A todos nos afectan, porque estamos hechos de ellas; a todos, pero a unos más que a otros, y esos son quienes las expresan. Así se explica la curiosa simultaneidad de invenciones y descubrimientos. La verdad flota en el aire y el cerebro mas sensible la anunciará primero, pero todos la anunciarán minutos después. Las mujeres, las más susceptibles, son las que mejor indican la próxima hora. El gran hombre, es decir, el más imbuido del espíritu del tiempo, es el hombre sensible, dotado de una fibra irritable y delicada, como el yodo a la luz. Percibe atracciones infinitesimales. Es más certero que otros porque se rinde a una corriente tan débil que sólo una aguja delicadamente imantada podría advertir. La correlación se muestra en los defectos. Móller, en su Ensayo sobre arquitectura, enseña que el edificio que responda exactamente a su finalidad será hermoso, aunque no fuera esa la intención. Observo la misma unidad en estructuras humanas virulentas y obsesivas: la crudeza de la sangre reaparecerá en el argumento; una joroba en la espalda reaparecerá en la forma de hablar y actuar. Si le viéramos por dentro, veríamos la joroba. Si la voz de un hombre vacila, vacilarán sus frases, su poema, la estructura del habla, su especulación, su caridad. Como a todos los hombres les persigue su daimon y enferman de su propia enfermedad, toda su actividad se resiente. Cada hombre, como cada planta, tiene sus parásitos. Una naturaleza fuerte, astringente, biliosa tiene enemigos más truculentos que las babosas y moscas que se comen mis hojas. Sufrirá el gorgojo, el pulgón, los gusanos; primero se lo comerá un estafador, luego un cliente, luego un curandero, luego caballeros suaves y plausibles tan amargos y egoístas como Moloch. Esa correlación, que verdaderamente existe, podría adivinarse. Si los hilos están ahí, el pensamiento puede tirar de ellos y mostrarlos, especialmente cuando un alma es ágil y dócil, como Chaucer canta: Si el alma más apropiada fuera tan perfecta como el hombre cree y supiera lo que ha de pasar. para que el hombre advirtiera todas y cada una de sus aventuras por previsiones y figuración, nuestra carne no podría entenderlo, pues la advertencia sería demasiado oscura. Algunas personas están constituidas de rima, coincidencia, augurio, periodicidad, presagio: encuentran a quienes buscan; dicen antes lo que sus compañeros les iban a decir y cien señales las advierten de lo que va a suceder. Esta vida errante constituye una maravillosa e intrincada red y admite una maravillosa constancia en el diseño. Nos maravilla cómo encuentra la mosca a su compañero y, sin embargo, año iras año encontramos a dos hombres, a dos mujeres, sin vínculos legales o carnales, que pasan una gran parte de los mejores años de su vida a pocos pasos unos de otros. La moraleja es que encontramos lo que buscamos: aquello de lo que huimos huye de nosotros. Como Goethe dijo: «Lo que deseábamos en la juventud nos colma en la vejez», condena que con frecuencia acompaña a la concesión de nuestros deseos; por ello hemos de tener en cuenta, puesto que estamos seguros de que obtendremos lo que deseamos, que sólo hay que pedir grandes cosas. Hay una clave, una solución a los misterios de la condición humana, una solución a los viejos nudos del hado, la libertad y la presciencia: proponer una doble conciencia. Un hombre puede montar alternativamente los caballos de su naturaleza pública y privada, como los acróbatas del circo saltan con agilidad de un caballo a otro o ponen un pie en cada grupa. Así, cuando un hombre es víctima de su hado, padece ciática en los riñones y calambres mentales, tiene un pie deforme y un ingenio deforme, un rostro demacrado y un temperamento egoísta, se pavonea al andar y es engreído, o muerde el polvo por el vicio de su raza, refuerza su relación con el universo, al que su ruina beneficia. Al abandonar al daimon que sufre, se pone de parte de la deidad que garantiza un beneficio universal con su dolor. Para compensar la atracción del temperamento y de la raza, que nos degrada, aprendamos esta lección: que por la astuta copresencia de dos elementos en toda la naturaleza, cuanto os lastima o paraliza lleva consigo la divinidad para resarciros. Una buena intención se reviste de un poder repentino. Cuando un dios desea cabalgar, una brizna o un guijarro florecerán hasta brotarles pies alados que le sirvan de montura. Levantemos altares a la bendita unidad que sostiene la naturaleza y las almas en perfecto equilibrio y obliga a los átomos a servir a un fin universal. No me sorprende un copo de nieve, una concha, un paisaje estival o la gloria de las estrellas, sino la necesidad de belleza en el universo; que todo sea y deba ser pictórico, que el arco iris, la curva del horizonte y el arco de la bóveda azul sean resultado del organismo ocular. No hay necesidad de necios aficionados que me hagan admirar un jardin de flores o una nube dorada por el sol o una cascada, cuando no podría mirar sin ver el esplendor y la gracia. Es ocioso escoger una centella fugitiva aquí o allá cuando la necesidad interior planta la rosa de la belleza en medio del caos y descubre la intención central de la naturaleza de ser armonía y gozo. Levantemos altares a la hermosa necesidad. Si creyéramos que los hombres son libres en el sentido de que, excepcionalmente, una voluntad fantástica podría prevalecer por encima de la naturaleza de las cosas, todo sería como si la mano de un niño pudiera atrapar el sol. Si, en lo más menudo, pudiéramos derogar el orden de la naturaleza, ¿quién aceptaría el regalo de la vida? Levantemos altares a la hermosa necesidad, que garantiza que todo está hecho de una pieza, que el demandante y el defendido, el amigo y el enemigo, el animal y el planeta, el alimento y el consumidor son de una sola clase. En astronomía hay un vasto espacio, pero no un sistema extraño; en geología, el vasto tiempo, pero las mismas leyes que hoy. ¿Por qué habríamos de temer a la naturaleza, que no es otra cosa que «filosofa y teología incorporadas»? ¿Por qué habríamos de temer que nos aplastaran elementos salvajes a nosotros, que estamos hechos de los mismos elementos? Elevemos la hermosa necesidad, que da valor al hombre al persuadirlo de que no puede evitar un peligro señalado ni incurrir en el que no lo está; a la necesidad, que nula o suavemente lo educa en la percepción de que no hay contingencias, de que la ley rige la existencia, una ley que no es inteligente sino la inteligencia —ni personal ni impersonal —, que desdeña las palabras y supera el entendimiento, disuelve a las personas, vivifica la naturaleza y, sin embargo, exige la pureza de corazón para extender en todo su omnipotencia. i PODER Su lengua estaba hecha para la música y su mano era diestra, su rostro era el molde de la belleza y su corazón el trono de la voluntad. Aún no tenemos el inventario de las facultades del hombre, como no tenemos tampoco una biblia de sus opiniones. ¿Quién pondrá el límite a la influencia del ser humano? Hay hombres cuya simpatía arrastra consigo a las naciones y dirige la actividad de la raza humana. Si hay un vínculo por el cual, donde vaya el hombre, la naturaleza le acompaña, tal vez haya hombres cuyo magnetismo atraiga el material y los poderes elementales: donde aparecen, medios inmensos se organizan a su alrededor. La vida va en busca del poder y el mundo está tan saturado de poder —no hay grieta o hendidura donde no se encuentre— que ninguna búsqueda sincera queda sin recompensa. El hombre debería apreciar acontecimientos y bienes como la mena en que se aloja el mineral: sólo habría de dejar pasar los acontecimientos o perder sus bienes y exhalar el aliento de su cuerpo cuando se hubiera añadido su valor en forma de poder. Si se ha asegurado el elixir, puede abandonar los amplios jardines en los que fue destilado. Un hombre cultivado, sabio en conocer y osado en actuar, es el fin por el que trabaja la naturaleza y la educación de la voluntad es el florecimiento y resultado de toda esta geología y astronomía. Todos los hombres de éxito están de acuerdo en algo: son causantes. No creen que las cosas sucedan por azar, sino por ley; ni que haya un eslabón flojo o roto en la cadena que une el principio y el fin. La creencia en la causalidad, en una estricta relación entre cualquier nimiedad y el principio del ser, y, en consecuencia, la creencia en la compensación o en el hecho de que nada se pierde, caracteriza a los hombres valiosos y domina los esfuerzos de los emprendedores. Los hombres más valientes son los que creen en la tensión de las leyes. «Los grandes capitanes», decía Bonaparte, «lograron sus proezas sometiéndose a las reglas del juego, ajustando los esfuerzos a los obstáculos». La clave de nuestra época podría ser esta, o aquella, o la otra, como dicen los jóvenes oradores; la clave de todas las épocas es la debilidad, la debilidad de la gran mayoría de los hombres, en todos los tiempos e incluso en los héroes, en todos salvo en ciertos momentos eminentes: víctimas de la gravedad, de la costumbre, del miedo. Que la multitud no tenga el hábito de la confianza en sí misma y la acción original le da firmeza a los fuertes. Tenemos que reconocer en el éxito un rasgo constitucional. El coraje, como enseñaban los médicos antiguos (y su significado se mantiene, aunque su fisiología sea algo mítica), el coraje o grado de la vida es como el grado de la circulación de la sangre por las arterias. «En momentos de pasión, de ira, de furia, en las pruebas de esfuerzo, en la lucha y el combate, una gran cantidad de sangre se agolpa en las arterias, pues así lo requiere la conservación del vigor corporal, y apenas circula por las venas. Esta condición es constante en las personas intrépidas». El coraje y la aventura son posibles donde las arterias retienen la sangre. Donde la vierten irrefrenablemente en las venas, el espíritu es inferior y flojo. Se necesita una salud extraordinaria para llevar a cabo una gran proeza. Si Eric tiene buena salud, y ha dormido bien, y se encuentra en las mejores condiciones, y tiene treinta años al salir de Groenlandia, seguirá rumbo al oeste y sus barcos alcanzarán la Nueva Tierra Descubierta. Pero quitad a Eric y poned a un hombre aún más fuerte y osado —Biorn o Thorfin— y los barcos, con la misma facilidad, navegarán seiscientas, mil, mil quinientas millas más allá y llegarán a Labrador y Nueva Inglaterra. No hay azar en el resultado. Con los adultos, como con los niños, unos cuantos empiezan alegremente a jugar y giran en el torbellino del mundo; los demás tienen las manos frías y se limitan a observar, o son arrastrados por el humor y la vivacidad de quienes pueden llevar consigo un peso muerto. La primera riqueza es la salud. La enfermedad es pusilánime y no le sirve a nadie: debe unir sus recursos a la vida. Pero la salud o plenitud responde a sus propios fines y prescinde, supera y colma el vecindario y los arroyos de las necesidades ajenas. Todo el poder es de una sola clase: una participación en la naturaleza del mundo. Quien se halla en paralelo a las leyes de la naturaleza flotará en la corriente de los acontecimientos y obtendrá su fuerza. El hombre está hecho de la misma materia que los acontecimientos, simpatiza con el curso de las cosas, las predice. Lo que haya de suceder, le sucede a él primero, de modo que es igual a lo que sucede. Un hombre que conozca a los hombres hablará con propiedad de política, comercio, ley, guerra o religión, pues los hombres se comportan igual en todas panes La ventaja de un pulso firme no la confieren el trabajo, el arte ni el acuerdo. Es como el clima, que da una cosecha tan buena que ni el invernadero, ni el riego, ni el cultivo o el estiércol podrían emularla. Es como las oportunidades de ciudades como Nueva York o Constantinopla, que no necesitan la diplomacia para forzar al capital ni al genio ni al trabajo a que vayan allí. Van por sí mismos, como las aguas fluyen hacia ellas. De igual modo, un entendimiento amplio, saludable y vasto yace en las orillas de ríos invisibles, de océanos invisibles, cubiertos de barcos que noche y día acuden a ese punto. Allí se vierte mientras otros hombres tratan de encontrarlo. Está en el secreto de cualquiera, anticipa el descubrimiento de cualquiera y, si no rige las acciones del genio y el escolar'!*), es porque es vasto y perezoso y no los considera dignos de ello. Esta fuerza afirmativa está en uno y no en otro, como un caballo tiene empuje en sí mismo y otro lo tiene en la fusta. «En el cuello del joven», dijo Hafiz, «no brilla una gema tan graciosa como el afán emprendedor». Llevad a un distrito tranquilo, o a un antiguo asentamiento holandés en Nueva York o Pensilvania, o a una plantación de Virginia, una colonia de yanquis avezados, vigorosos, con la cabeza llena de martillos a vapor, poleas, manivelas y ruedas dentadas, y todo empezará a cobrar valor. ¡Qué intensificación supuso para el agua y la tierra de Inglaterra la llegada de James Watt o de Brunel! En cualquier compañía no sólo se encuentran el sexo activo y pasivo, sino que, tanto en los hombres como en las mujeres, hay un sexo mental mucho más profundo e importante: la clase creadora de hombres y mujeres y la clase sin inventiva o meramente receptiva. Ese plus en el hombre representa toda la serie y si, además, tiene la ventaja añadida del ascendiente personal —que no implica más o menos talento, sino tan sólo la mirada temperamental o adiestrada del soldado o el maestro de escuela, que uno tiene y otro no, como uno tiene el bigote moreno y el otro rubio—, entonces, facilmente y sin envidia ni resistencia, sus coadjutores y proveedores reconoceran su derecho a absorberlos. El mercader trabaja con el libro de cuentas y la caja; los pasantes le proporcionan al abogado las autoridades; el geólogo reúne las investigaciones de sus subalternos; el comandante Wilkes se apropió de los resultados de los naturalistas que formaban parte de la expedición; los canteros terminan la estatua de Thorwaldsen; Dumas tiene negros y Shakespeare fue un empresario teatral que se valió tanto del trabajo de muchos jóvenes como de los libros. Siempre hay sitio para un hombre fuerte, que a su vez hace sitio para muchos. La sociedad es una tropa de pensadores y las mejores ocupara los mejores sitios. El débil ve las granjas valladas y labradas, las casas levantadas. El fuerte ve las casas y las granjas posibles. Su mirada crea haciendas tan rápido como el sol forma las nubes. Cuando un nuevo muchacho llega a la escuela, cuando un hombre viaja y tropieza diariamente con extraños o cuando en un club antiguo se domestica a un recién llegado, ocurre lo mismo que cuando un buey extraño es llevado al predio o al pasto donde pace el ganado: en seguida hay una prueba de tuerza entre el mejor par de cuernos y el recién llegado, de la que sale el nuevo rey. Del mismo modo hay una medida de fuerza, muy cortés, pero decisiva, y cierta aquiescencia cuando aquellos se encuentran. Cada uno lee su hado en los ojos ajenos. La parte más débil se da cuenta de que toda su información e ingenio es inservible para la ocasión. Creía saber esto y aquello; descubre que ha pasado por alto aprender el final. Nada de cuanto sabe dará la talla, mientras que las flechas de su rival dan en el blanco. Aunque supiera todo lo que dice una enciclopedia, no le serviría, pues este es un asunto de presencia de ánimo, de actitud, de aplomo: el adversario cuenta con el sol y el viento y, cuando le llega el turno, escoge arma y posición; si otro antagonista le desafía, su lanza vuela y golpea. Es una cuestión de estómago y constitución. El otro es tan bueno como el primero, tal vez mejor; pero no tiene ni su firmeza ni su estómago y su ingenio parece demasiado refinado o basto. La salud es buena: es el poder, la vida que resiste la enfermedad, el veneno y a todos los enemigos, y que es tan conservadora como creativa. Esta es la cuestión: si cada primavera hay que injertar cera o arcilla; enjalbegar, dar potasio o podar; lo unico importante es el árbol esbelto. Un buen árbol que aproveche el suelo crecerá a pesar del tizón, los insectos, la podadera o el descuido, de noche y de día, con cualquier tiempo y tratamiento. Ha de haber vivacidad y dominio, y no es lícito ser quisquilloso en la elección. Hemos de extraer agua sucia con la bomba si no hay agua limpia. Si queremos hacer pan, tendremos que emplear gérmenes, levadura y todo aquello que induzca a la masa a fermentar, igual que el artista torpe buscal la inspiración a toda costa, en la virtud y en el vicio, en el amigo y en el enemigo, en la plegaria y el vino. Tenemos cierto instinto que nos dice que la vida en abundancia, por grosera y corrompida que sea, tiene sus pruebas y purificaciones y al final se hallará en armonía con las leyes morales. Observamos en los niños, con apasionado interés, hasta qué punto poseen fuerza para recuperarse. Si, cuando los lastimamos, o se lastiman ellos mismos, o quedan los últimos en clase, o pierden el premio anual, o los derrotan en el partido, se desaniman y recuerdan su infortunio cuando llegan a casa, pasarán por una dura prueba. Pero si muestran una vivacidad y resistencia que los lleva a ocuparse de un nuevo interés en una nueva ocasión, las heridas cicatrizarán y la fibra será más dura que la herida. Valoramos ese plus de salud cuando nos damos cuenta de que las dificultades se desvanecen ante él. Un hombre tímido que prestara atención a los alarmistas en el Congreso o en la prensa y observara el desenfreno de los partidos —los intereses particulares manifestados con una furia ciega a las consecuencias y decidida a medidas desesperadas, con el voto en una mano y el rifle en la otra— podría persuadirse de que él mismo y su país han visto días mejores y endurecerse ante la ruina que se avecina. Pero, cuando la predicción se haya repetido cincuenta veces y la moneda no se haya devaluado, se dará cuenta de que los enormes elementos de fuerza que entran en juego restan importancia a nuestra política. El poder personal, la libertad y los recursos de la naturaleza estiran al máximo las facultades del ciudadano. Prosperamos con tal vigor que, como árboles esbeltos, crecemos a pesar del hielo, el pulgón, el ratón y los gusanos, de modo que los enjambres desenfrenados que engordan a costa del tesoro nacional no nos afectan. Los animales corpulentos alimentan a parásitos corpulentos y la virulencia de la enfermedad pone a prueba la fortaleza de la constitución. La misma energía del demos griego prueba que los males del gobierno popular parecen mayores de lo que son: los compensa el espíritu y la energía que el demos despierta. Las costumbres toscas y prontas de los marineros, lefadores, granjeros y obreros tienen sus ventajas. El poder educa al potentado. Cuando nuestro pueblo se remite a pautas inglesas menoscaba sus propias proporciones. Un eminente abogado del oeste me dijo que desearia que fuera una ofensa punible aportar una autoridad inglesa en los estrados de este pais: tan perniciosa le habia resultado la experiencia de nuestra deferencia hacia los precedentes ingleses. La palabra «comercio» sólo tiene un significado inglés y esta ligada a las estrechas exigencias de la experiencia inglesa. El comercio fluvial, por ferrocarril y quién sabe si el comercio por globo han de añadir una extensión americana al estanque del almirantazgo. Cuando nuestro Pueblo se remite a pautas inglesas pierde la soberanía del poder, pero dejad que esos burdos jinetes —legisladores en mangas de camisa, Hoosier, Sucker, Wolverine, Badger, o cualquier cabeza dura que Arkansas, Oregón o Utah envíen, medio orador, medio asesino, a representar su ira y codicia en Washington—, dejad que se comporten como quieran, y la disposición de los territorios y tierras públicas, la necesidad de equilibrar y mantener a raya a las susceptibles mayorías de alemanes, irlandeses y a millones de nativos, darán prontitud, sentido y razón, por fin, a nuestros cazadores de búfalos y autoridad y majestad de costumbres. El instinto del pueblo es certero. La gente espera de los buenos whigs que han accedido al cargo por la respetabilidad del pais mucha menos habilidad para tratar con México, España o Gran Bretaña, o con nuestros propios estados miembros descontentos, que la que tuvieron firmes transgresores como Jefferson o Jackson, que primero conquistaron su propio gobierno y luego usaron el mismo genio para conquistar el extranjero. Los senadores que disintieron de la guerra mexicana del señor Polk no eran los que más sabían al respecto, sino quienes podían permitírselo por su posición política; no Webster, sino Benton y Calhoun. Ese poder, desde luego, no se viste de seda. Es el poder de la ley de Lynch, de los soldados y piratas, que abusa de los pacíficos y leales. Sin embargo, procura su propio antídoto y eso es lo que defiendo: que todas las clases de poder suelen brotar a la vez; la buena energía y la mala, el poder mental y la salud tísica, los éxtasis de la devoción y las exasperaciones de la corrupción. Los mismos elementos están siempre presentes, a veces más visibles unos y a veces otros; lo que ayer estaba por delante es hoy el trasfondo; lo que era superficial desempeña ahora un papel no menos efectivo como base. Cuanto más dura la sequía, más cargada está la atmósfera de agua. Cuanto mas rapido se aproxime el proyectil al sol con más fuerza caerá. En la moral, la libertad salvaje alimenta una conciencia de hierro; las naturalezas con impulsos más fuertes tendrán más recursos y llegarán más lejos. En política, los hijos de los demócratas se harán whigs; el republicanismo rojo en el padre es un espasmo de la naturaleza que engendrará un tirano intolerable en la siguiente generación. Por otra parte, el conservadurismo, siempre más timorato y estrecho, disgusta a los jóvenes y los empuja, en busca de una bocanada de aire fresco, al radicalismo. Aquellos que andan sobrados de esa burda energía, los «pendencieros» que arrostran el desprecio general en los comicios y las tabernas del condado o el estado, a pesar de sus vicios, poseen una naturaleza dotada de fuerza y coraje. Fieros y sin escrúpulos, suelen ser francos y directos y estar por encima de la falsedad. Nuestra política no está en buenas manos y parece haber acuerdo en que los hombres de iglesia y refinados no son las personas adecuadas para ir al Congreso. La política es una profesión deletérea, como algunas ocupaciones venenosas En el poder, los hombres no tienen opiniones, sino que cualquier opinión les vale con cualquier propósito y, si fuera una cuestión entre los más corteses y los más burdos, me inclinaría por los últimos. Hoosier y Sucker son mejores, en realidad, que la gimoteante oposición. Su ira es, al menos, osada y viril. En contra de las unánimes declaraciones del pueblo, ven cuántos crímenes soporta el pueblo; van paso a paso tras haber calculado hasta dónde pueden contar con sus excelencias, los gobernadores de Nueva Inglaterra y los honorables legisladores de Nueva Inglaterra. Los mensajes de los gobernadores y las resoluciones de las cámaras legislativas son proverbiales a la hora de expresar una falsa indignación virtuosa que el curso de los acontecimientos desmentirá. También en el comercio esa energía suele adoptar un aspecto de ferocidad. Las corporaciones filantrópicas y religiosas no escogen para sus cargos a los santos. Las comunidades fundadas hasta ahora por socialistas —jesuitas, port- royalistas, las comunidades americanas de Nueva Armonía en Brook Farm y Zoar — sólo son posibles mientras Judas sea el mayordomo; el resto de cargos puede ser ocupado por buenos burgueses. El propietario piadoso y caritativo no tiene un Capataz tan piadoso y caritativo. Al más amable de los caballeros rurales le causa cierto placer la dentadura del bull-dog que guarda su huerto. Es un viejo proverbio que la sociedad de los Tembladores solia enviar al mercado al diablo. En las representaciones de la deidad, la pintura, la poesía y la religión popular han sacado la ira del infierno. Según cierta doctrina esotérica de la sociedad, un poco de maldad es bueno para hacer músculos, como si la conciencia no fuera buena para las manos y las piernas, como si los pobres y caducos formalistas de la ley y el orden no pudieran correr como cabras montesas, lobos y conejos; así, igual que el veneno se usa en medicina, el mundo no puede prescindir de los bribones y el espíritu público y la mano dispuesta se encuentran también entre los malvados. No es infrecuente la coincidencia de las mañas privadas y la práctica política con el espíritu público y la buena vecindad. Conocí a un fornido Bonifacio que durante años regentó una taberna en una de nuestras ciudades rurales. Era un bellaco al que la ciudad no soportaba, un tipo social vascular, avaro y egoísta. No había crimen que no hubiera perpetrado o pudiera perpetrar. Pero hizo buenos amigos entre los hombres selectos, les servía las mejores chuletas cuando cenaban en su establecimiento e incluso se mostraba cordial con el honorable juez y estrechaba su mano. Atrajo a la ciudad a todos los canallas, masculinos o femeninos, y reunió en su persona las funciones de intimidación incendiario, falsario, tabernero y ladrón. Una noche taló los árboles y podó la cola de los caballos de la gente moderada. Aleccionó a los «borrachos» y radicales en una reunión ciudadana. Por lo demás, se mostraba cortés, orondo y afable en su taberna, como si lucra el más celoso de los ciudadanos en preservar el espíritu público. Se afanaba en reparar los caminos y plantar árboles en el borde; suscribía la construcción de fuentes, la instalación de gas y del telégrafo; introdujo la barredera mecánica, tendió puentes y cuanto los ciudadanos de Connecticut admiraban. Hacía todo eso con la misma facilidad con la que el buhonero se alojaba en su casa y pagaba la estancia poniendo sus trampas en las tierras del hacendado. Si bien esa capacidad para un trabajo original y ejecutivo se deforma por exceso, igual que se nos resbala el hacha de las manos, el mal no carece de remedio. Los elementos que el hombre invoca en su ayuda se convierten a veces en su amo, especialmente los de una fuerza más sutil. ¿Tendría que renunciar al vapor, al fuego y a la electricidad o aprender a tratar con ellos? La regla en estos casos es que cualquier plus es bueno si está en el lugar adecuado. Los hombres que poseen esa abundancia de sangre arterial no pueden vivir de nueces, té y elegias; no pueden leer novelas y jugar al whist; no pueden satisfacer sus necesidades con la conferencia de los jueves y el Ateneo de Boston. Suspiran por la aventura y han de llegar a la cima de Pike; prefieren sucumbir al hacha de un pawnee que sentarse todo el dia en una oficina. Estan hechos para la guerra, el mar, las minas, la caza y la tala; para las aventuras peligrosas, los riesgos constantes y el gozo de la vida llena de acontecimientos. Algunos hombres no podrían soportar una hora de calma en el mar. Recuerdo a un pobre cocinero malayo, a bordo de un paquebote de Liverpool, que, cuando soplaba la galerna, no podía contener su alegría: «¡Sopla!», gritaba, «¡sopla, te digo!». Los amigos y los gobernadores tendrían que procurar un respiradero a su explosiva naturaleza. Los fanfarrones destinados a la infamia en casa «os cubrirían de gloria» si los enviarais a México y volverían como héroes y generales. Hay suficientes Oregones, Californias y Expediciones de Exploración en América como para que se alisten en columnas y se los coman los cocodrilos. Los jóvenes ingleses son animales hermosos, pletóricos de sangre y, cuando no hay guerras en las que expresar su revuelto valor, emprenden viajes tan peligrosos como la guerra y se hunden en los maelstroms, atraviesan a nado el Helesponto, vadean el nevado Himalaya, van a la caza del león, del rinoceronte, del elefante en Sudáfrica, o recorren con los gitanos, como Borrow, España y Argelia, domestican al caimán en Sudamérica como Waterton, se sirven de los beduinos, de jeques y pachas como Layard, sortean los icebergs de Lancaster Sound, se asoman a los cráteres en el Ecuador o cuentan las arrugas de los malayos de Borneo. El exceso de virilidad tiene tanta importancia en la historia en general como en la vida privada e industrial. La raza poderosa o el individuo poderoso reposan sobre fuerzas naturales, que son mejores en el salvaje, quien, como las bestias que le rodean, aún recibe la leche de las ubres de la naturaleza. Romped la relación entre cualquiera de nuestras obras y esta fuente original y la obra resultará trivial. La gente se inclina de este lado y la multitud no es un argumento tan malo como a veces decimos, pues tiene su lado bueno. «Marchad sin el pueblo», dijo un diputado francés desde la tribuna, «y marcharéis hacia la noche: sus instintos son el dedo de la providencia que siempre señala hacia un beneficio real. Pero si os unís al partido de Orleans, de Borbón o Montalembert, o a cualquier otro que no sea un partido orgánico, aunque vuestra intención sea buena, tendréis una personalidad en lugar de un principio, lo que inevitablemente os relegará a un rincón». Las mejores anécdotas de esa fuerza provienen de la vida salvaje, de exploradores, soldados y bucaneros. Pero ¿a quién le preocupan la postración de los asesinos, las luchas de osos o la formación de los icebergs? La fuerza física no tiene valor donde no hay nada más. La nieve en los neveros, el fuego en los volcanes y las solfataras son baratos. El hielo es un lujo en los países tropicales y en los días de verano. Es un lujo tener algo de fuego en nuestro hogar y de electricidad, no las descargas de la nube cerrada, sino la manejable corriente de los cables. Lo mismo ocurre con el espíritu o energía: los restos o recuerdos de él en el hombre cortés y moral valen por todos los caníbales del Pacífico. El gran momento de la historia tiene lugar cuando el salvaje empieza a dejar de ser salvaje, con toda su peluda fortaleza pelásgica dirigida por su incipiente sentido de la belleza; entonces tendréis a Pericles y Fidias, antes de que los supere la cortesía corintia. Todo cuanto hay de bueno en la naturaleza y en el mundo se encuentra en ese momento de transición, cuando los jugos oscuros aún manan en abundancia de la naturaleza y la ética y la humanidad les han quitado su astringencia y aspereza. Los triunfos de la paz están muy cerca de la guerra. Mientras aún le es familiar a la mano la empuñadura de la espada, mientras los hábitos del campamento aún son visibles en el porte y el carácter del caballero, su poder intelectual culmina: la compresión y la tensión de esas condiciones tan severas son una preparación para artes más refinadas y delicadas, que rara vez compensan en épocas tranquilas salvo por un vigor análogo extraído de ocupaciones tan duras como la guerra. Hemos dicho que el éxito es constitucional y que depende de un plus de la mente y el cuerpo, del poder de trabajo, del coraje; resulta de la mayor eficacia para sobrellevar el mundo y, aunque raramente se encuentra en buen estado para ser un articulo comercial y es más frecuente, por el contrario, en la saturación y el exceso, que lo vuelven peligroso y destructivo, no podemos desperdiciarlo y hemos de aceptarlo así y procurarnos algo que embote su filo. La clase afirmativa monopoliza el homenaje de la humanidad. Sus miembros originan y ejecutan todas las proezas. ¡Qué fuerza se reunía en la calavera de Napoleón! Al parecer, de los sesenta mil hombres que formaban su ejército en Eylau, treinta mil eran ladrones y salteadores. Trat6 de cerca a aquellos hombres a los que, en las comunidades pacificas, mantendriamos aherrojados si pudiéramos, en cárceles o bajo los mosquetes de los centinelas; los empujó a cumplir su deber y logró la victoria gracias a sus bayonetas. Este poder original proporciona un sorprendente placer cuando aparece en condiciones de refinamiento supremo, como en los expertos en el arte elevado. Cuando Miguel Ángel se vio obligado a pintar la Capilla Sixtina al fresco, arte del que no sabía nada, bajó a los jardines del Papa a espaldas del Vaticano y excavó con una azada ocres rojos y amarillos, los mezcló con cola y agua con sus propias manos y, cuando obtuvo lo que necesitaba, después de muchas pruebas, subió a sus escaleras y pinto semana tras semana, mes tras mes, las sibilas y los profetas. Superó a sus antecesores en su terco vigor tanto como en la pureza de la concepción y el refinamiento. No sucumbió a la única pintura que dejó inacabada. Miguel trazó primero el esqueleto de sus figuras, luego las revistió de carne y por fin las cubrió. «jAh!», me dijo un buen pintor, pensando en estas cosas, «si un hombre fracasa es que ha soñado en lugar de trabajar; no hay otro modo de lograr el éxito en nuestro arte que despojarte de la chaqueta, moler la pintura y trabajar como un peón en el ferrocarril, todo el día y todos los días». Acompaña al éxito, invariablemente, cierto plus o poder positivo: una onza de poder ha de equilibrar una onza de peso. Aunque un hombre no puede volver al seno de su madre y nacer con más vivacidad, hay dos tipos de economía que son los mejores succedanea que el caso admite. El primero es interrumpir nuestra actividad miscelánea y concentrar nuestra fuerza en uno o pocos puntos, como el jardinero que, con una poda severa, fuerza la savia del árbol en una o dos extremidades vigorosas, en lugar de permitir que se espigue en un haz de varillas. «No aumentes tu destino», dijo el oráculo: «no trates de hacer más de lo que se te ha encargado». La única prudencia en la vida reside en la concentración; el único mal es la disipación, y no hay diferencia si nuestras disipaciones son groseras o retinadas: la propiedad y sus desvelos, los amigos y el hábito social, la política, la música o el banquete. Es bueno todo cuanto se lleva un juguete y engaño más y nos devuelve a casa para que sumemos otro esfuerzo de trabajo fidedigno. Los amigos, los libros, las pinturas, los deberes menores, los talentos, los halagos, las esperanzas son distracciones que hacen oscilar nuestro frágil globo e impiden que se enderece y emprenda un rumbo fijo. Debéis elegir vuestro trabajo; emprenderéis lo que esté a vuestro alcance y dejaréis el resto. Sólo así puede acumularse la fuerza vital para dar el paso del conocimiento a la accion. No importa cuanta capacidad para mirar sin ver tenga un hombre; el paso del conocimiento a la acción apenas se da. Es un paso para salir del círculo de tiza de la impotencia a la fructificación. Más de un artista que no lo ha dado carece de todo y mira con desesperación al masculino Ángel o a Cellini. También él está preparado para pensar en la naturaleza y la primera causa, pero le falta el impulso para reunir todo su ser e inclinarlo a una sola acción. Campbell, el poeta, dijo que «un hombre acostumbrado a trabajar equivalía a cualquiera de sus logros»; en cuanto a él, «la necesidad, no la inspiración, era el estímulo de su musa». La concentración es el secreto de la fuerza en la política, en la guerra, en el comercio; en suma, en el manejo de cualquier asunto humano. Una de las anécdotas más elevadas del mundo es la respuesta de Newton a la pregunta de cómo había sido capaz de lograr sus descubrimientos: «Esa era mi intención». Si preferís un texto de la política, tomad este de Plutarco: «En toda la ciudad, sólo había una calle en la que pudiera verse a Pericles, la calle que llevaba del mercado a la asamblea. Declinaba las invitaciones a los banquetes y las reuniones alegres y la compañía. Durante su gobierno, nunca cenó en casa de un amigo». Si buscamos un ejemplo en el comercio: «Espero», le dijo un buen hombre a Rothschild, «que sus hijos no estén demasiado encariñados con el dinero y los negocios; estoy seguro de que usted no lo desearía». «Estoy seguro de desearlo: deseo darles animo, alma, corazón y cuerpo para los negocios. Es el camino para ser feliz. Requiere mucha osadía y cautela reunir una gran fortuna y, una vez que la tienes, requiere diez veces más ingenio conservarla. Si tuviera que atenderá a todos los proyectos que se me presentan, me arruinaría enseguida. Aplíquese a su negocio, joven. Aplíquese a su cervecería», le dijo al joven Buxton, «y será el mayor cervecero de Londres. Sea cervecero, banquero, mercader y fabricante y pronto aparecerá en la gaceta». Hay muchos hombres que saben, muchos que son aprehensivos y tenaces, pero no toman una decisión. En nuestros asuntos, sin embargo, hay que tomar una decisión; la mejor, si podéis, aunque cualquiera es mejor que ninguna. Hay veinte maneras de llegar a un lugar y una es la más corta, pero poneos en marcha enseguida. Un hombre que tenga tal presencia de ánimo que recuerde al instante lo que sabe es más digno de la acción que una docena que sepa más, pero sólo pueda acordarse poco a poco. El buen orador de la cámara no es aquel que conoce la teoría de la táctica parlamentaria, sino el hombre que decide sin titubear. El buen juez no es aquel que hace justicia a regañadientes a cualquier alegación, sino aquel que, con el propósito de una justicia sustancial, sentencia algo ininteligible para los litigantes. El buen abogado no es aquel que tiene ojo para cada recoveco de las contingencias y califica todo lo calificable, sino quien se pone de vuestra parte sin reservas y os saca del apuro. El doctor Johnson dijo, en una de sus ocurrencias: «Miserable hasta los extremos más inimaginables de la miseria es esa pareja infeliz, condenada a reducir de antemano a los principios de la razón abstracta todos los detalles de la vida doméstica; hay ocasiones en que se puede decir muy poco y es mucho lo que se debe hacer». El segundo sustituto para el temperamento es el ejercicio, el poder de la costumbre y la rutina. El percherón recorre mejor los caminos que el caballo árabe. En química, la corriente galvánica, lenta pero continua, equivale en poder a la descarga eléctrica y es preferible en nuestras ocupaciones. En la acción humana, al impulso de la energía oponemos la continuidad del ejercicio. Desarrollamos la misma fuerza durante más tiempo, en lugar de condensarla en un momento. La misma onza de oro hay en una bala que en una hoja. En West Point, el coronel Buford, jefe de ingenieros, golpeó con un martillo los muñones de un cañón hasta romperlos. Calentó una pieza de artillería cien veces seguidas hasta que la quemó. ¿Qué golpe rompió el muñón? Todos. ¿Qué llama quemó la pieza? Todas. Diligence passe sens, solía decir Enrique VIII, es decir, el ejercicio es magnífico. John Kemble decía que la compañía de teatro más provinciana representaría mejor una pieza que la mejor compañía de aficionados. A Basil Hall le encantaba demostrar que las peores tropas regulares derrotaban a los mejores voluntarios. La práctica es casi todo. Hablar a la muchedumbre es una buena práctica para los oradores. Los grandes oradores fueron malos al Principio. Siete años de giras electorales por Inglaterra hicieron de Cobden un polemista consumado. Catorce años de giras electorales por Nueva Inglaterra adiestraron a Wendell Phillips. El modo de aprender alemán es leer la misma docena de pasmas una y otra vez, hasta cien, hasta conocer cada palabra y Panicula que contengan y podáis pronunciarlas en voz alta y repetirlas de memoria. Un genio no podría recitar una balada tras haberla leído una sola vez, pero los mediocres no lo conseguirían tras leerla quince o veinte veces. La regla de la hospitalidad y la «ayuda» irlandesa es tener la misma cena cada noche durante todo el año. Al final, la señora O’ Shaughnessy aprende a cocinarla, el anfitrión a trincharla y los invitados quedan servidos. Un humorista amigo mio cree que la razón por la que la naturaleza es perfecta a su manera y consigue atardeceres tan inconcebiblemente hermosos es que ha aprendido a fuerza de hacer lo mismo a menudo. ¿No conversamos mejor sobre un tópico del que tenemos experiencia que sobre otro que nos resulta nuevo? Los hombres cuya opinión se valora en la Bolsa son aquellos que poseen una experiencia valiosa, fuera de la cual su opinión ya no lo es. «El ejercicio perfecciona más que la naturaleza», dijo Demócrito. La fricción es tan enorme en la naturaleza que no podemos desperdiciar ningún poder. No se trata de expresar nuestro pensamiento, de elegir nuestro camino, sino de superar la resistencia del medio y el material en todo lo que hacemos. De aquí proviene la utilidad del ejercicio y la incapacidad de los aficionados para emular a los expertos. Seis horas de piano al día, sólo para lograr un tacto más ágil; seis horas de pintura al día, sólo para lograr el manejo de los odiosos materiales, el óleo, los ocres y los pinceles. Los maestros dicen que reconocen a un maestro en música sólo con ver cómo pone las manos en las teclas, tan difícil y vital es el manejo del instrumento. Haber aprendido a usar las herramientas tras manipularlas mil veces; haber aprendido a contar, tras sumar y dividir infinitamente, es el poder del mecánico y del contable. Observé en Inglaterra, confirmando una experiencia frecuente aquí, que, en los círculos literarios, los hombres de confianza y consideración, escritores, editores, decanos universitarios y profesores, obispos, no eran los hombres dotados de mayor talento literario, sino de una inteligencia menor y ordinaria, dotada de talento para el trabajo y la actividad mercantil. Los escritores indiferentes y mediocres sobrepasan, al dirigir sus fuerzas hacia el lucro, o por el poder del trabajo, a multitudes de hombres superiores, en la vieja Inglaterra y en la Nueva. No he olvidado que hay consideraciones sublimes que limitan el valor del talento y el éxito superficial. Podemos sobrevalorar sin darnos cuenta al héroe vulgar. Hay fuentes de las que no hemos bebido. Sé de lo que me abstengo. Dejo lo que tengo que decir sobre esto para los capítulos sobre la Cultura y el Culto. Pero hemos de respetar esa fuerza de espíritu, es decir, los medios que la naturaleza proporciona para llevar a cabo el trabajo de cada día, en la medida en que le demos importancia a la vida doméstica y a los premios del mundo. Creo que hay que aplicar cierta economía; valen para esa fuerza leyes exactas y aritmética como a propósito de los fluidos y los gases. Hay que administrarla o se desperdiciará. Un hombre sólo es eficiente si contiene o alberga esa fuerza y nada se ha logrado en la historia digno de recuerdo por otro medio. No se trata del oro, sino del orífice; no se trata de la fama, sino de la proeza. Si esas fuerzas y su manejo están a nuestro alcance y podemos interpretar sus leyes, entonces deducimos que el éxito, y cualquier beneficio imaginable para el hombre, estarán también, antes o después, a su alcance, y que hay economías sublimes por las que puede conseguirse. El mundo es matemático y carece de casualidad en toda su vasta y oscilante curva. El éxito no es más excéntrico que la guinga y la muselina que tejen nuestros molinos. No creo que haya una lección más penetrante Para nuestros ocupados y apremiados cerebros de Nueva Inglaterra que ir a una de las fábricas que jalonan los cursos de agua de los estados. Un hombre no se da cuenta de que es una máquina hasta que empieza a construir el telégrafo, el telar, la prensa y la locomotora a su imagen. Pero, al hacerlo, se ve obligado a abandonar sus locuras e impedimentos, de modo que, cuando vamos al molino, la máquina es más moral que nosotros. Dejad que un hombre vaya a un telar y vea si puede igualarlo. Dejad que la máquina se compare con la máquina y veamos cómo se las apañan. El mundo del molino es más complejo que el mundo del calicó y el arquitecto no se digna menos a reconocerlo. En el molino de guinga, un hilo roto o un jirón echa a perder la malla en una pieza de cien yardas, que vuelve a la muchacha que la tejió y reduce su salario. El propietario, cuando se le informa de esto, se frota las manos de placer. ¿Es usted tan astuto, señor Pérdidas y Ganancias, como para creer que patrón y obrero quedarán enredados en su red? Un día es un vestido más espléndido que cualquier muselina, el mecanismo que lo procura es infinitamente más astuto y usted no podrá ocultar las horas desperdiciadas, fraudulentas y perdidas que ha malgastado en la pieza sin el temor a que un hilo honrado, o una pieza de acero más dura, o una lanzadera inflexible no lo testimonie en la red. II RIQUEZA ¿Quién podría decir lo que ocurrió hace mucho tiempo, cuando sobre el globo sin vida colgaban estrellas y soles ociosos? ¿A qué dios obedecían los elementos? ¿En alas de qué viento iba el liquen y se mecian las minúsculas semillas de poder que, alojadas en la roca, erosionaban la roca? El primero de los pioneros sabía cuál era la dura tarea adjudicada, con paciencia, durante el largo año del cielo, edificar una casa en la materia. Del aire, los siglos siguientes obtuvieron la enmarafiada y extensa espesura, de la que saldrían las hojas de los tiempos que cubririan y ocultarian las losas de granito antes que el cereal se agitara con dorado orgullo. ¿Qué herreros, en qué fragua, forjaron (en confusos eones, oscuros y callados que el aturdido cerebro apenas puede computar). el cobre y el hierro, el plomo y el oro? ¿Qué antiquísima estrella podría salvar la fama de las razas que perecieron y cubrir el planeta con un suelo de cal? Polvo es su pirámide y su mole: ¿quién pudo ver qué helechos y palmas quedaron aplastados, bajo el seno de las montañas desmoronadas, en el seguro herbario del carbón? Cuando se apilaron los montones de material, todo quedó baldío y sin valor hasta que llegó la sabia voluntad que escoge y, del limo y el caos, el ingenio devanó los hilos de la belleza y la proporción. Entonces se erigieron los templos, las ciudades, los mercados, el taller de trabajo, el salón de las artes; entonces las velas surcaron los mares para alimentar al norte con los árboles tropicales; el viento de tormenta sopló, brotó el torrente y los ríos corrieron por sus cauces; nuevos esclavos colmaron el sueño del poeta, el cable galvánico y el vapor de fuertes hombros. Entonces se levantaron los muelles y se almacenaron las cosechas y los lingotes se añadieron al erario. Aunque el hombre desatento lo olvidara, la materia lo recordaría y pagaría su deuda: de sus motas y masas obtendrá sacudidas eléctricas y vínculos legales, que unirán las fuerzas de la naturaleza salvaje a la conciencia de un niño. Tan pronto como un extraño se presenta en una reunión, una de las primeras preguntas que todos querrían que contestara es cómo se gana la vida. Es razonable. No será un hombre completo hasta que no sepa cómo llevar un modo intachable de vida. La sociedad será bárbara mientras un hombre emprendedor no pueda ganarse la vida sin recurrir a costumbres deshonrosas. Todos los hombres son consumidores y tienen que producir. Quien se limite a pagar lo que debe sin añadir nada a la riqueza común no podrá hacerse un sitio en el mundo. Tampoco le hará justicia a su genio si lo que le pide al mundo no es más que una mera subsistencia. Por su constitución, el hombre es caro y necesita enriquecerse. La riqueza tiene su fuente en las aplicaciones de la inteligencia a la naturaleza, desde los rudos golpes del arado y el hacha hasta los últimos secretos del arte. Hay vínculos íntimos entre el pensamiento y la producción, porque un orden superior equivale a grandes cantidades de trabajo bruto. Las fuerzas y la resistencia pertenecen a la naturaleza, pero la inteligencia lleva las cosas de donde abundan a donde faltan, las combina sabiamente, dirige la práctica de las artes útiles y crea valores más refinados por medio de las bellas artes, la elocuencia, el canto o las reproducciones de la memoria. La riqueza reside en las aplicaciones de la inteligencia a la naturaleza y el arte de enriquecerse no consiste en la industria, mucho menos en el ahorro, sino en un orden superior, en la oportunidad, en estar en el lugar adecuado. Uno tiene brazos mas fuertes o piernas mas largas; otro ve, por el curso de las corrientes y el crecimiento de los mercados, donde hace falta tierra, desvia el rio, se va a dormir y se despierta rico. El vapor no es mas poderoso ahora de lo que era hace cien afios, pero es mas util. Un hombre atento se familiariza con la fuerza expansiva del vapor y ve como se echa a perder la riqueza del cereal y de los pastos en Michigan. Entonces, astutamente, aplica la tuberia de vapor a la cosecha de cereal. jSopla ahora, vapor! El vapor sopla y se extiende como antes, pero ahora lleva a sus espaldas todo Michigan para la hambrienta Nueva York y la hambrienta Inglaterra. El carbón yacía en vetas subterráneas desde el diluvio hasta que un trabajador, con un pico y un torno, lo sacó a la superficie. Bien podríamos llamar al carbón diamante negro. Cada canasto que extraemos es poder y civilización, pues el carbón es un clima portátil. Lleva el calor de los trópicos al Labrador y al círculo polar y es su propio medio de transporte hasta donde haga falta. Watt y Stephenson susurraron al oído de la humanidad su secreto: Media onza de vapor arrastra dos toneladas a lo largo de una milla, y el carbón lleva al carbón por tren y barco, para que Canadá sea tan cálida como Calcuta y con su comodidad proporciona poder industrial. Los melocotones que el granjero recoge del árbol y lleva a la ciudad cobran un nuevo aspecto y cien veces más valor que el fruto que ha quedado en las mismas ramas y se pudre en abundancia en el suelo. El arte del comerciante consiste en llevar una cosa de donde abunda a donde cuesta más. La riqueza comienza con un tejado sólido que resguarde de la lluvia y el viento, una buena bomba que nos proporcione abundante agua dulce, dos trajes para que podamos cambiarnos cuando nos hayamos empapado, leña seca que arda, una buena lámpara doble, tres comidas, un caballo o medio de transporte para recorrer el campo, un barco para surcar el mar, herramientas con las que trabajar, libros para leer y, del mismo modo, todo aquello que, por medio de herramientas e instrumentos auxiliares, dé la mayor extensión posible a nuestros poderes, como si añadiera pies, manos, ojos, sangre y duración al día, conocimiento y buena voluntad. La riqueza comienza con estos artículos necesarios. Aquí hemos de recitar la ley de hierro con la que la naturaleza resuena en los climas septentrionales. Primero, requiere que cada hombre se sostenga a sí mismo. Si, felizmente, sus padres no le han dejado nada en herencia, tendra que trabajar y, reduciendo sus necesidades o aumentando sus ganancias, salir del estado de miseria y vejación en el que la naturaleza obliga al mendigo a vivir. No le dará descanso hasta que lo consiga: lo matará de hambre, lo ridiculizará y atormentará, apartará de él el Calor, la risa, el sueno, a los amigos y la luz del día hasta que se haya denodado por ganarse el pan. Entonces, de un modo menos apremiante, pero con suficiente estímulo, le urgirá a adquirir todo lo que le pertenece. El almacén y el escaparate, el árbol frutal y el pensamiento despiertan una nueva necesidad en él que corresponde satisfacer a su poder y dignidad. Es inútil reducir esa necesidad: los filósofos vinculan la grandeza del hombre a la escasez de sus necesidades, pero ¿quién se contentaría con una cabaña y un manojo de guisantes secos? El hombre ha nacido para ser rico. Sus relaciones son amplias y su apetito y sus fantasías le tientan a la conquista de una parte u otra de la naturaleza, hasta que encuentra su bienestar en el uso de su planeta y de más planetas que el suyo. La riqueza requiere, además de la corteza de pan y el techo, la libertad de la ciudad, la libertad de la tierra, viajes, maquinaria, el beneficio de la ciencia, la música, las bellas artes y lo mejor de la cultura y la mejor compañía. El hombre que pueda disponer de todas las facultades humanas será rico. El más rico será quien sepa cómo sacar beneficio del trabajo del mayor número de hombres, en países distantes y en tiempos pasados. La misma correspondencia que hay entre la sed en el estómago y el agua en la fuente se da entre el conjunto del hombre y el conjunto de la naturaleza. Los elementos le ofrecen sus servicios. El mar, que baña el ecuador y los polos, le ofrece su peligrosa ayuda, y el poder y el imperio que le siguen, día a día, a su destreza y audacia. «Ten cuidado conmigo», le dice, «pero si logras sujetarme, soy la llave de todas las tierras». El fuego le ofrece, por su parte, un poder semejante. El fuego, el vapor, el rayo, la gravedad, los filones de roca, las minas de hierro y Plomo, mercurio, estaño y oro; los bosques de todas clases, los frutos de todos los climas, los animales de cualquier zona, los poderes del cultivo, las fábricas de su laboratorio químico, las redes de su telar, el empuje masculino de su locomotora, los talismanes de las tiendas de maquinaria, todo lo grande y sutil, minerales, gases, el éter, las pasiones, la guerra, el comercio, el gobierno son sus juguetes naturales y, según el grado de excelencia de la maquinaria en cada ser humano, se inclinará por uno u otro de los instrumentos que tenga que utilizar. El mundo es su caja de herramientas y tendrá éxito o su educación llegará lejos en la medida en que sus facultades se correspondan con la naturaleza o absorba en sí las cosas. La raza fuerte lo es en esos términos. Los sajones son los comerciantes del mundo; ahora, y durante mil años, serán la raza dominante gracias a su independencia personal y su modificación especial como independencia pecuniaria. No se fían del pan y circo del gobierno, ni del parentesco, ni del estilo patriarcal de vida basado en las rentas de un jefe, ni del matrimonio de conveniencia; no los satisface ningún sistema clientelar: cada uno ha de pagar su parte. Los ingleses son prósperos y pacíficos y tienen el hábito de considerar que cada hombre ha de cuidar de sí mismo y reprochárselo si no puede mantener y mejorar su posición en sociedad. La economía se mezcla con la moral, pues es una cuestión impostergable de virtud que la independencia de un hombre esté garantizada. La pobreza desmoraliza. Un hombre en deuda es un esclavo y en Wall Street se piensa que es fácil para un millonaire ser un hombre de palabra, un hombre de honor, y que, si las circunstancias cambian, ya no se puede confiar en que un hombre conserve su integridad. Al observar en los hoteles y mansiones de nuestras capitales atlánticas el hábito de derrochar, el tumulto de los sentidos, la ausencia de vínculos, de parentesco, de cualquier tipo de camaradería, pensamos que, si ponemos a un hombre o a una mujer entre la espada y la pared, las ocasiones de demostrar su integridad disminuirán terriblemente, como si la virtud se estuviera conviniendo en un lujo que pocos pueden permitirse o, como dijo Burke, «en un mercado demasiado caro para la humanidad». Cada uno podría fijar el inventario de las necesidades y placeres en la escala que quisiera, pero si lo que busca es el poder y el privilegio del pensamiento, esbozar su carrera y formar parte de la sociedad en estos términos, tendrá que limitar sus necesidades a su capacidad para satisfacerlas. Lo viril es obrar al límite de nuestras posibilidades. El mundo está lleno de mequetrefes que nunca han hecho nada y que han convencido a mujeres hermosas y hombres de genio para que se vistan como ellos y compartan su opinión de que no sería respetable que los vieran ganarse la vida, que es mucho más respetable gastar sin ganar. Esta doctrina de la serpiente pronto será la de los escogidos hijos de la luz, porque los sabios no lo son a todas horas y, por cada ocasión en que obedecen a su razón, hay cinco en que siguen su gusto y su humor. El obrero emprendedor, que podria descubrir sus sentimientos en la manera de comportarse si no sucumbiera a su practica, tendria que reemplazar la gracia o elegancia malgastada con el mérito de la obra. No importa si hace zapatos, estatuas o leyes. El privilegio de cualquier obra humana bien hecha es investir a su creador de cierta arrogancia. Aquel cuya obra responde por él puede permitirse no ser conciliador. El mecánico en su banqueta tiene el ánimo tranquilo y firme y se trata con los demás, cualquiera que sea su condición, en los mismos términos. El artista ha creado una imagen tan verdadera que desconcierta a los críticos. La estatua es tan hermosa que el mercado no la salpica; es el mercado el que se convierte en una silenciosa galería para ella. El caso no era atractivo para el joven abogado, un asunto sin importancia de botones o tenazas, pero vio el modo de introducir con determinación su peligrosa cuña, no tuvo en cuenta su insignificancia y, por su sensatez y energía, le dio la fama al nombre y a los negocios de la fábrica de cajas de rapé Tittleton. La sociedad de las grandes ciudades es infantil y la riqueza un juguete. La vida de placer es tan ostentosa que un observador superficial llegaría a creer que ese es el mejor uso que podría dársele a la riqueza y que por mucho que se finja, acaba por ser como una mascota. Pero si esa fuera la principal utilidad del capital acumulado, nos llevaría a las barricadas, a ciudades quemadas y a los tomahawks. Los hombres sensatos consideran que la riqueza consiste en asimilar la naturaleza, en convertir la savia y los jugos del planeta en la encarnación alimento de sus propósitos. El poder es lo que ellos quieren, no un caramelo; poder para llevar a cabo lo que se han propuesto y darle piernas y pies, forma y actualidad a su pensamiento, lo que, para el hombre clarividente, es el fin por el cual existe el universo y para lo que se aplican sus recursos. Colón piensa que la esfera es tanto un problema práctico de navegación como un problema teórico de geometría y juzga que todos los reyes y los pueblos son cobardes hombres de secano, hasta que se atreven a pertrecharlo. Pocos hombres han pertenecido tanto como él al planeta. Sin embargo, estaba condenado a dejar buena parte de su mapa en blanco. Sus sucesores heredaron su mapa y heredaron su furia para terminarlo. Del mismo modo se comportan los hombres de las minas, den telégrafo, del molino, de los mapas y las expediciones, los monomaniacos que hablan de sus proyectos en mercados y oficinas y emplazan a los demás a que los suscriban. ¿Cómo se han levantado nuestras fábricas? ¿Cómo se habría trazado la red ferroviaria de Norteamérica sin la impertinencia de oradores como esos, que arrastraron consigo a los prudentes? ¿No consiste un partido en la locura de muchos en beneficio de unos cuantos? Aquel genio especulativo consiste en la locura de unos cuantos en beneficio del mundo. Los proyectores se sacrifican y el público sale ganando. Esos idealistas que trabajan por el pensamiento tiranizarían al público si pudieran, pero otros especuladores, tan fervientes como ellos, se les oponen y las reacciones mantienen el equilibrio, igual que un árbol derriba otro en el bosque para que no absorba toda la savia del suelo. El suplemento a la naturaleza que suponen presidentes de ferrocarril, mineros del cobre, guardavías, humeros y apagafuegos tiene su límite en la misma ley que guarda la proporción en el suministro de carbón, alumbre e hidrógeno. ser rico es tener una tarjeta de entrada a las obras maestras y una cana de presentación ante los hombres eminentes de la raza. Es poseer el mar al viajar; visitar las montañas, el Niágara, el Nilo, el desierto, Roma, París, Constantinopla; recorrer galerías, bibliotecas, arsenales, fábricas. El lector del Cosmos de Humboldt sigue la marcha de un hombre cuyos ojos, oídos e inteligencia estaban pertrechados de todas las ciencias, artes y suplementos que la humanidad ha ido acumulando y que los usó para aumentar esa reserva. Así ocurre con Denon, Beckford, Belzoni, Wilkinson, Layard, Kane, Lepsius o Livingstone. «Al hombre rico», dice Saadi, «le esperan en todas partes y en todas partes se siente como en casa». El rico aporta algo más del mundo a la vida del hombre. Los ricos incluyen el campo y la ciudad, el océano, las montañas Blancas, el lejano Oeste y las viejas mansiones europeas en su noción del material disponible. El mundo es de quien tiene dinero para recorrerlo. Llega a la orilla del mar y un barco suntuoso le tiende una alfombra sobre el tormentoso Atlántico y se convierte en un hotel de lujo en medio del horror de la tempestad. Los persas dicen que, para quien va calzado, el mundo entero está cubierto de cuero. Decimos que los reyes tienen largos brazos, pero cualquier hombre habría de tenerlos y extraer su vida, sus instrumentos, su poder y su conocimiento del sol, la luna y las estrellas. ¿No es legítima la exigencia de enriquecerse? Sin embargo, no he conocido a nadie que fuera rico. No he visto nunca a un hombre tan rico como debería ser o con una capacidad de mando adecuada sobre la naturaleza. Los púlpitos y la prensa abundan en lugares comunes al denunciar el ansia de riqueza, pero si los hombres obedecieran a esos moralistas al pie de la letra y dejaran de intentar enriquecerse, los moralistas se apresurarian a reavivar por todos los medios el amor al poder de la gente para que la civilización no se desmoronara. Las propias ideas del hombre le llevan a tomar el mando de la naturaleza. La cultura proviene de la riqueza de los cesares romanos, de Leon X, de los magnificos reyes de Francia, de los grandes duques da Toscana, de los duques de Devonshire, de Townley, Vernon y Peel en Inglaterra, de cualquiera de los grandes propietarios. A todos nos interesa que haya un Vaticano y un Museo del Louvre llenos de nobles obras de arte; un Museo Británico y el Jardin Botanico en Francia, una Academia de Historia Natural en Filadelfia y una Biblioteca Bodleiana, o Ambrosiana, 0 Real o del Congreso. A todos nos interesa que haya expediciones, que el capitan Cook viaje alrededor del mundo y que los Ross, Franklin, Richardson o Kane encuentren el polo magnético y geografico. Nos enriquece la medida de un grado mas de latitud en la superficie de la tierra. Es más segura la navegación por carta. ¡Nuestro conocimiento del sistema del universo depende intimamente de todo eso! Una verdadera economia estatal o individual olvidaria su frugalidad a tenor de exigencias como esas. Aunque a cualquiera le interesa que no sólo haya comodidades y un modo de vida que le convenga, sino también riqueza y plusvalía, no es preciso que estén de su mano. A menudo son indeseables. Goethe acertó al decir que nadie, salvo quien sepa serlo, habría de ser rico. Algunos hombres han nacido para ser propietarios y animan todas sus posesiones. Otros no podrían: poseen sin gracia, comprometidos por su carácter, como si robaran sus propios dividendos. Sólo deberían tener propiedades quienes supieran administrarlas, no quienes atesoran y guardan ni quienes, cuantas más propiedades acaparan, más mezquinos son, sino aquellos que trabajan para los demás y franquean el camino a todos. Rico es aquel que enriquece a los demás y pobre el que los empobrece: el problema de la civilización consiste en dar acceso a todos a las obras maestras del arte y la naturaleza. El socialismo de nuestros días ha prestado un gran servicio al hacer que la gente piense que todos podrían disfrutar de ciertos beneficios civilizadores, hasta ahora reservados a los opulentos. Por ejemplo, proporcionar a Cada hombre los medios y los aparatos de las ciencias y las artes. Hay muchos artículos apropiados para la ocasión de los que disponen muy pocos. Todos desean ver el anillo de Saturno, los satélites y cinturones de Júpiter v Marte, las montañas y los cráteres de la luna, ¡pero muy pocos pueden comprarse un telescopio y apenas uno se tomaría la molestia de conservarlo y tenerlo en condiciones! Lo mismo ocurre con los aparatos eléctricos y químicos y muchas cosas parecidas. Cualquiera debería tener la oportunidad de consultar libros de los que no le importa carecer, como enciclopedias, diccionarios, clasificaciones, mapas o documentos públicos: imágenes de animales, bestias, peces, conchas, árboles y flores cuyo nombre querría saber. Las artes del diseño ejercen una refinada influencia en la disposición de ánimo, tan positiva como la de la música y que no brota de ninguna otra fuente. La pintura, los grabados, los moldes, además de su coste inicial, suponen otros gastos, como galerías y celadores para exhibirlos, y el uso que un hombre cualquiera puede hacer de ellos es raro, pero el aumento de su valor depende de cuántos hombres puedan compartir su disfrute. En las ciudades griegas se consideraba una profanación que alguien fuera propietario de una obra de arte, que pertenecía a todos los que la contemplaran. En ocasiones, pienso que si viviera en una gran ciudad y supiera dónde habría de ir cada vez que deseara la ablución e inundación de las ondas musicales, eso sería para mí un baño y una medicina. Si los Estados, las ciudades y los liceos poseyeran las obras de arte, reforzarían los vínculos de la comunidad. Una ciudad puede existir con un propósito intelectual. En Europa, donde las formas feudales aseguran la conservación de la riqueza en ciertas familias, esas familias compran y preservan esas Obras y permiten que el público pueda verlas. Pero en América, donde las instituciones democráticas dividen cada estado en pequeñas porciones, el público ha de acudir, tras pocos años, a casa de aquellos propietarios y obtener cultura e inspiración para el ciudadano. El hombre ha nacido para enriquecerse y su riqueza aumenta inevitablemente con el uso de sus facultades y la unión del pensamiento con la naturaleza. La propiedad es una producción intelectual. El juego requiere de los jugadores frialdad, un razonamiento certero, rapidez y paciencia. El trabajo cultivado sustituye al trabajo bruto. Una infinita cantidad de hombres astutos, durante años infinitos, se ha procurado modos de hacer las cosas mejor y más rápido, y esa habilidad acumulada en las arles, en las culturas, en las cosechas, en las curaciones, en las manufacturas, en la navegación y en los intercambios constituye, en la actualidad, el valor de nuestro mundo. El comercio es un juego de habilidad al que no todos saben jugar y en el que pocos juegan bien. El verdadero comerciante es quien tiene el promedio justo de las facultades que llamamos sentido común, un hombre con una firme afinidad con los hechos y que decide a tenor de lo que ve. Está completamente convencido de las verdades de la aritmética. Siempre hay una razón, en el hombre, para su buena o mala fortuna y, por tanto, para que haga dinero. Los hombres hablan como si fuera una cuestión de magia y creen en la magia a lo largo de su vida. Pero el comerciante sabe que todo va por el camino trillado, libra a libra, centavo a centavo —una causa perfecta para cada efecto—, y que la buena suerte es otro nombre para la tenacidad. Se asegura en cualquier transacción y prefiere las ganancias pequeñas y seguras. La honradez y la fidelidad a los hechos, forman la base, pero los maestros en el arte añaden una aritmética más amplia. El problema reside en combinar muchas y remotas operaciones con la exactitud y adhesión a los hechos, tan sencilla en las transacciones de poca monta, hasta llegar a resultados gigantescos sin comprometer la seguridad. A Napoleón le encantaba contar la historia del banquero de Marsella que decía a un visitante, sorprendido por el contraste entre el esplendor de la casa y la hospitalidad del banquero y la estrechez de la oficina donde le había visto: «Joven, sois demasiado joven para entender cómo se forman las masas —el verdadero y único poder—, ya sean de dinero, de agua o de hombres; siempre es lo mismo: una masa es un inmenso centro de movimiento, pero ha de tener inicio y conservarse», y podría haber añadido que el modo de empezar y conservarse es la obediencia a la ley de las partículas. El éxito reside en una estricta aplicación de las leyes del mundo y, puesto que esas leyes son intelectuales y morales, en una obediencia intelectual y moral. La economía política es un libro tan bueno para leer la vida del hombre y el ascendiente de las leyes sobre cualquier influencia privada y hostil como cualquier Biblia que haya llegado hasta nosotros. El dinero es representativo y sigue a la naturaleza y fortunas del propietario. La moneda es una delicada medida de los cambios civiles, sociales y morales. El granjero es codicioso de su dólar y con razón. Para él no es un bien mostrenco. Sabe cuántas horas de trabajo representa. Le duelen los huesos tras un día de trabajo para ganarlo. Sabe cuánta tierra representa, cuánta lluvia, cuánta escarcha y Cuántos rayos del sol. Sabe cuánta discreción y paciencia, cuántas horas de cavar y trillar os entrega con el dólar. Tratad de levantar ese dólar y tendréis que levantar todo ese peso. En la ciudad, donde el dinero proviene de una burla de la pluma o de una réplica afortunada, se lo considera ligero. Me gustaría que el granjero lo apreciara más y lo gastara sólo en verdadero pan: fuerza por fuerza. El dólar del granjero es pesado y el del oficinista ligero y activo: sale de su bolsillo y salta a las mesas de juego, aunque lo más curioso es su susceptibilidad a los cambios metafísicos. Es el barómetro más sensible de las tormentas sociales y anuncia revoluciones. Cada paso en la mejora civil aumenta el valor del dólar. En California, el país donde el dólar medraba, ¿qué podríamos comprar con él? Hace unos años, una choza, disentería, hambre, malas compañías y crimen. Hay grandes países, como Siberia, donde ni siquiera hoy podríamos comprar más, salvo una escasa mitigación del sufrimiento. En Roma, compraríamos belleza y magnificencia. Hace cuarenta años, con un dólar no habríamos comprado mucho en Boston. Ahora podríamos comprar mucho más en nuestra vieja ciudad gracias a los ferrocarriles, el telégrafo, los buques a vapor y el crecimiento simultáneo de Nueva York y de todo el país. Sin embargo, hay muchos bienes propios de una capital que no podríamos adquirir aquí, ni siquiera con una montaña de dólares. Un dólar de Florida no vale un dólar de Massachusetts. El dólar no es valioso, sino representativo del valor y, al cabo, de valores morales. Un dólar se valora por el grano que se puede comprar con él o, estrictamente hablando, no por el grano ni la casa, sino por el grano ateniense y la casa romana: por el ingenio, la honradez y el poder gracias a los cuales comemos pan y vivimos en casas que compartimos y por las que nos esforzamos. La riqueza es mental, la riqueza es moral. El valor de un dólar reside en comprar las cosas justas: un dólar incrementa su valor con el genio y la virtud del mundo. Un dólar en la universidad vale más que un dólar en la cárcel; vale más en una comunidad sensata, cultivada y respetuosa de la ley que en un antro del crimen donde los dados, los cuchillos y el arsénico juegan su eterna partida. El Índice Bancario es una publicación muy útil, pero el dólar corriente, de plata o papel, es por sí mismo el índice del bien y el mal allí donde circula. ¿No aumenta de repente con el incremento de la equidad? Si un comerciante rehúsa vender su voto o se ampara en un derecho odioso, hace que la equidad aumente en Massachusetts y el acre estatal sea mas valioso por la misma razón. Si tomáis a los diez comerciantes más honrados de State Street y ponéis a diez bribones al cargo de la misma cantidad de capital, las tasas de seguros os lo indicarán, la solidez de los bancos os lo mostrará, los caminos serán menos seguros, las escuelas lo advertirán, los niños llevarán a casa su pequeña dosis de veneno, el juez se sentará con menos serenidad en el estrado y sus decisiones serán menos justas, pues habrá perdido demasiados apoyos y la capacidad de restricción que todos necesitan; el púlpito lo delatará en una regla más laxa de vida. Si caváis alrededor de un manzano todos los días durante mucho tiempo y quitáis la tierra abonada y ponéis en Su lugar arena sobre sus raíces, lo echaréis a perder. Un manzano es una criatura estúpida, pero si ese proceder se mantuviera cierto tiempo, creo que empezaría a sospechar algo. Si tomáis de la poderosa clase dedicada al comercio a cien hombres buenos y ponéis en su lugar a cien malos, o lo que es lo mismo, erigís una institución desmoralizante, ¿no echaréis a perder el dólar, que no es una criatura mucho más estúpida que el manzano? El valor de un dólar es social, pues ha sido creado por la sociedad. Quien se traslade a esta ciudad con talento o habilidad para comprar dará más valor al trabajo de cualquiera. Si nace un talento en el mundo, la comunidad de las naciones se enriquece; más aún con otro grado de honradez. El coste del crimen, que es una de las principales cargas de cualquier nación, se reducirá. En Europa se ha observado que el crimen aumenta o disminuye según el precio del pan. Si en París los Rothschild no aceptan un pagaré, la gente de Manchester, Paisley o Birmingham saldrá a la calle y los terratenientes serán asesinados en Irlanda. Los registros de la policía lo confirman. Las vibraciones sacuden Nueva York, Nueva Orleans y Chicago. De un modo no muy distinto, el poder económico golpea a las masas mediante los señores políticos. Rothschild rechaza el préstamo ruso y hay paz y las cosecha se salvan. Lo acepta y hay guerra y agitación que afecta a gran parte de la humanidad, con resultados odiosos que acaban en una revolución y un orden nuevo. La riqueza aporta sus propios frenos y contrapesos. La base de la economía política es la no interferencia. La única regla segura se encuentra en un equilibrio de la oferta y la demanda que se ajuste por sí mismo. No legisléis. Poneos en medio y romperéis los tendones con vuestras leyes suntuarias. No deis subvenciones, haced leyes equitativas, asegurad la vida y la propiedad y no necesitaréis dar limosnas. Abrid las puertas de la oportunidad al talento y la virtud y ellos mismos harán justicia y la propiedad no estará en malas manos. En una comunidad libre y justa, la propiedad pasa del ocioso e imbécil al emprendedor, valiente y perseverante. Las leyes de la naturaleza juegan con el comercio, igual que las pilas muestran los efectos de la electricidad. La oferta y la demanda no mantienen el nivel del mar más que el equilibrio del valor en la sociedad. El artificio de la legislación encuentra su castigo en reacciones, sobreabundancia y bancarrota. Leyes sublimes juegan con indiferencia con átomos y galaxias. Quien sabe lo que pasa al ganar y comer una rebanada de pan y una pinta de cerveza, y que nadie puede cambiar a voluntad los rigurosos límites de las pintas y las rebanadas, y que, cuanto más consume, menos queda en la cesta y el pote, y que lo que sale de ellos no se pierde, sino que ha estado bien empleado si alimenta su cuerpo y lo capacita para acabar su trabajo, conoce toda la economía política que los presupuestos de los imperios podrían enseñarle. El interés de la economía doméstica es esa simbolización de la gran economía, el modo como una casa y los métodos de un individuo concuerdan con el sistema solar y las leyes de la oferta y la demanda en toda la naturaleza; por cansados que estemos de las falsedades y los pequeños trucos que, de una manera suicida, intercambiamos unos con otros, los hombres obtienen cierta satisfacción cuando su actitud topa con hechos inevitables, cuando se dan cuenta de que las cosas mismas fijan el precio, como suelen hacer y es obvio que hacen en las grandes industrias. Vuestro papel no es lo suficientemente refinado ni grosero; es demasiado pesado o demasiado ligero. El fabricante dice que os proporcionará el espesor o la delgadez que queráis; el patrón le es completamente indiferente: aquí está su cédula, cualquier papel, más barato o más caro, con los precios en un anexo. Una libra de papel cuesta tanto y podéis aplicarle el patrón que más os guste. Hay en todos nuestros tratos una autorregulación que supera lo que podríamos decir. Queréis alquilar una casa, pero ha de ser barata. El propietario podría reducir la renta, pero de ese modo se imposibilitaría para hacer las reparaciones oportunas y el inquilino no tendría la casa que quería, sino una peor; ademas, se establecería una relación perjudicial entre el propietario y el inquilino. Despedís a vuestro empleado con estas palabras: «Patrick, enviaré a buscarte tan pronto como no pueda Pasarme sin ti». Patrick se marcha contento, porque sabe que la mala hierba crecera junto a las patatas, que habra que plantar las cepas la semana que viene; por mucho que os disguste, los melones, las calabazas y los pepinos iran en su busca. ¿Quién podría desear que el trabajo y el valor estuvieran en el mismo mercado simple y desabastecido? Sólo si ese mercado fuera el mejor. Hemos de contar por turnos, durante todo el año, con el ebanista, el herrero, el hacendado, el sacerdote, el poeta, el médico, el cocinero, el tejedor, el mozo de cuadra. Si una pera de San Miguel se vende por un chelín, cuesta un chelín producirla. Si, en Boston, las mejores aseguradoras ofrecen un interés del doce por ciento, es que sólo hay una inseguridad del seis por ciento. Tal vez no os deis cuenta de que una buena pera os cuesta un chelín, pero a la comunidad le cuesta lo mismo. El chelín representa la cantidad de enemigos que tiene la pera y el riesgo de madurar. El precio del carbón muestra la escasez del yacimiento y el obligatorio confinamiento de los mineros en un distrito. Los salarios dependen de servicios tan contingentes como reales. «Si el viento siempre fuera propicio», dice el piloto, «las mujeres podrían llevar el timón». Alguien podría sugerir que todas las cosas tienen el mismo precio, que nada es barato ni caro y que las aparentes disparidades que nos sorprenden son un truco del tendero para ocultar que os habéis llevado la peor parte. Un joven que venga a la ciudad de su granja natal en New Hampshire, sin haber olvidado su régimen de vida, se aloja en un hotel de primera clase y se convence de que es más listo que el doctor Franklin y Malthus, pues los lujos son baratos. Pero por el placer de una cena mejor pierde algunas de las mayores ventajas sociales y educativas. ¡Pierde lo que le ampara! ¡Qué incentivos! Tal vez se dé cuenta de que ha dejado a las musas a la puerta del hotel y encontrado a las furias dentro. Con frecuencia, el dinero cuesta demasiado: ni el poder ni el placea son baratos. El antiguo poeta dijo: «Los dioses lo venden todo a un alto precio». Hay un ejemplo de las compensaciones en la historia comercial de este país. Cuando las guerras europeas dejaron el transporte comercial, entre 1800 y 1812, en manos americanas, se decretó el embargo de los barcos americanos. Por supuesto, las pérdidas fueron considerables para los propietarios, pero el país quedó indemne, pues impusimos tres peniques por libra al transporte de algodón, seis peniques al tabaco y así sucesivamente, lo que nos resarció del riesgo y las pérdidas y deparó al país una inmensa prosperidad, matrimonios jóvenes, riqueza privada, construcción de ciudades y de estados; acallada la guerra, obtuvimos una compensación tras otra, en virtud de tratados, por todos los embargos. Los americanos se enriquecieron y prosperaron. El día de paga, sin embargo, es rotatorio. Gran Bretaña, Francia y Alemania, a las que nuestros extraordinarios beneficios habían empobrecido, enviaron, atraídos por la fama de nuestras ventajas, primero a miles y luego a millones de pobres a compartir la cosecha. Al principio los empleamos e incrementaron nuestra prosperidad, pero en el sistema artificial de la sociedad y el trabajo protegido, que también hemos adoptado y aumentado, aparecieron contrapesos y obstáculos. Entonces, decidimos no emplear a esos pobres. No aceptaron la respuesta y pagaron las tasas más bajas. Aunque no les dimos su salario, ahora hemos de pagar la misma cantidad en forma de impuestos. De nuevo resultó que los extranjeros perpetran la mayor proporción de crímenes. Hemos de soportar el coste del crimen y el gasto de tribunales y prisiones y pagar el ejército permanente de una policía preventiva. No computo el coste de la educación de los descendientes de esa enorme colonia. Tendremos que hacer frente a la mayor parte de esos costes justo cuando pensábamos que habíamos obtenido un beneficio neto de nuestros clientes transatlánticos de 1800. Sería en vano no pagar. No podemos librarnos de esas personas ni de su voluntad de ser sostenidas. Ya se ha convertido en un elemento inevitable de nuestra política: los Partidos dominantes las cortejan y ayudan para que los voten. Además, hemos de pagar no sólo lo que les bastaría en su país, sino lo que han aprendido a juzgar necesario aquí. La opinión, la fantasía y toda clase de consideraciones morales complican el problema. Hay algunas medidas de economía que podríamos nombrar sin fastidio, pues el asunto es delicado y se nos podría ir de las manos; se asemeja a los odiosos animálculos que forman nuestro cuerpo y que, ofensivos en particular, componen, sin embargo, masas valiosas y efectivas. Nuestra naturaleza y nuestro genio nos obligan a respetar los fines mientras usamos los medios. Hemos de usar los medios y, sin embargo, el uso más exquisito los esconde y oculta, pues sólo podemos darles belleza por la reflexión de la gloria de los fines. Es una buena cabeza la que sirve a los fines y gobierna los medios. La canalla se corrompe por sus medios: los medios son demasiado poderosos para ella y se olvida del fin. 1. La primera de esas medidas es que el carácter cubra las expensas del hombre. Mientras vuestro genio compre, la inversión será segura, aunque gastéis como un monarca. La naturaleza dota a cada hombre de cierta facultad que le Capacita para hacer con facilidad lo que le sería imposible a otro y, de este modo, resulta necesario para la sociedad. Esa determinación natal guía su trabajo y su gasto. Necesita una dotación de medios y herramientas adecuados a su talento. Para obviar este aspecto, habría que neutralizar la fuerza especial y la utilidad del hombre. Haced vuestro trabajo y respetad la excelencia de la obra en lugar de su aprobación por los demás. Hay en esto tanta economía que, si lo pensamos bien, es la suma de la economía. El derroche no consiste en desperdiciar años o arcas, sino en difuminar la línea de vuestra carrera. El crimen que arruina a hombres y estados es el trabajo asalariado, abandonar vuestro principal propósito para servir por turno aquí o allá. I Nada está por debajo de vosotros si va en la misma dirección que vuestra vida; nada es grande o deseable si no es así. Creo que podríamos trazar una línea recta y decir que la sociedad no prosperará, sino que se arruinará, hasta que cada hombre haga aquello para lo que ha sido creado. Gastad a vuestras expensas y reducid el gasto que no sea vuestro. Allston, el pintor, solía decir que había levantado una casa y la había amueblado con enseres sencillos porque no soportaría que le visitara nadie que no tuviera gustos similares a los suyos. Actuamos por simpatía y, como los niños, queremos todo lo que vemos. Pero hay un largo trecho hasta la independencia cuando un hombre, al descubrir su talento, ha cambiado lo necesario por lo superfluo. Como la doncella prometida, por un afecto seguro, queda aliviada de un sistema de esclavitudes — la necesidad diariamente inculcada de agradar a todos—, el hombre que ha descubierto de lo que es capaz puede gastar en ello y olvidarse de todo lo demás. Montaigne dijo: «Cuando era el hermano pequeño, lucía atuendo y equipaje, pero luego su casa y sus granjas respondieron por él». Dejad que un hombre que pertenece a la clase de los nobles, es decir, aquellos que han descubierto que son capaces de algo, se libre de malgastar su esfuerzo en asuntos que no son los suyos. Que al realista no le importen las apariencias. Dejadle delegar en otros las costosas cortesías y decoros de la vida social. Las virtudes son economistas, pero algunos vicios también lo son: he observado que el orgullo es un buen marido de la humildad. En mi estimación, un buen orgullo rinde de quinientos a mil quinientos al año. El orgullo es generoso, económico: erradica tantos vicios, al no dejar que nada más subsista además de él, que podría parecer una buena ganancia cambiar la vanidad por el orgullo. El orgullo puede pasar sin criados, sin buenas ropas, vivir en una casa de dos habitaciones, comer patatas, verduras, judias, cereales, trabajar la tierra, viajar a pie, hablar con pordioseros o sentarse en silencio, satisfecho de si mismo, en elegantes salones. Pero la vanidad cuesta dinero, trabajo, caballos, hombres, mujeres, salud y paz y, al cabo, no es nada, un largo camino que no lleva a ninguna parte. Sólo hay un inconveniente: los orgullosos son intolerablemente egoístas y los vanidosos gentiles y afables. El arte es una mujer celosa y, si un hombre reúne las condiciones para dedicarse a la pintura, la poesía, la música, la arquitectura o la filosofía, será un mal marido y un mal proveedor y habrá de ser sabio en su momento y no encadenarse con deberes que le amargarán el día y echarán a perder su verdadero trabajo. Tuvimos en esta región, hace veinte años, entre nuestros hombres más educados, una especie de fanatismo arcádico, un apasionado deseo de volver al campo y reunir las tareas agrícolas e intelectuales. Muchos llevaron a cabo su propósito e hicieron el experimento y otros se convirtieron en labradores, pero todos se curaron de la fe de que las tareas del escolar y la práctica en la granja (quiero decir, con sus propias manos) pudieran ser una. Con el ceño fruncido y un propósito firme, el pálido hombre de letras deja su escritorio para procurarse un aire más libre y lograr una expresión más precisa de su pensamiento en el sendero del jardín. Se agacha para quitar un matojo o coger de la cola a un animalillo que está arruinando el cereal y se da cuenta de que hay dos: justo detrás del segundo hay un tercero, alcanza con la mano a un cuarto y detrás más de cuatro mil. Está acalorado y sin aliento y, poco a poco, se despierta de su torpe sueño de álsines y sanguinarias para recordar su pensamiento matinal y darse cuenta de que, con esos propósitos adánicos, ha sido engañado por un asfódelo. Un jardín es como esas máquinas perniciosas de las que leemos mensualmente en la prensa que atrapan la chaqueta o la mano de un hombre y arrastran su brazo, su pierna y su cuerpo a una destrucción irresistible. En mala hora derribó el muro y añadió una parcela a su casa. Es malo no tener tierras, pero tenerlas es peor. Si un hombre posee tierras, las tierras le poseerán a él. Que se atreva entonces a dejar su casa. Cada uno de los árboles e injertos, cada montículo de melones, cada tabla de cereales, cada seto, todo cuanto ha hecho y aún quiere hacer se interpondrá en su camino como un acreedor cuando quiera traspasar su puerta. Le parecerá venenosa su devoción a las viñas y los árboles. Largas caminatas por caminos francos, un circuito de millas, le liberarian y servirian a su cuerpo. Las largas marchas no serian duras para él. Esta convencido de que podria componer en las colinas. Pero este potaje en unas pocas yardas de jardin le desalienta y aturde. El olor de las plantas le ha drogado y le ha robado su energia. Sus huesos estan catalépticos. Anda malhumorado y pobre de espíritu. Los genios de la lectura y la jardinería son antagónicos, como la resina y la electricidad vítrea. Una se concentra en chispas y sacudidas, la otra difunde su fortaleza, de modo que cada una de ellas impide al trabajador que cumpla sus otros deberes. Un grabador cuyas manos han de tener una exquisita delicadeza de ejecución no debería levantar muros de piedra. Sir David Brewster da instrucciones exactas para la observación microscópica: «Inclina tu espalda y mira por las lentes el objeto que tienes a la vista», etcétera. ¡Cuánto más para el buscador de la verdad abstracta, que necesita periodos de aislamiento y de concentración, casi salirse de su Cuerpo para pensar! 2. Sigue a tu genio y por sistema. La naturaleza obedece reglas, no da saltos ni se extravía. Ha de haber sistema en la economía. Ahorro y contención en el gasto no evitarán que la familia más expuesta se arruine, ni mayores ingresos harán que el gasto sea seguro. El secreto del éxito no reside en la cantidad de dinero, sino en la relación de los ingresos con los gastos, como si empezara a haber riqueza tras haber fijado en cierto punto las expensas y añadido nuevos y constantes arroyos de ingresos, no tan escasos. De ordinario, sin embargo, a medida que aumentan los medios los gastos se incrementan aún más, de modo que, ni en Inglaterra ni en ninguna otra parte, los grandes ingresos son de ayuda: una deuda satisfecha no reduce su voracidad. Cuando el cólera está en las patatas, ¿de qué serviría plantar grandes cosechas? Agudos observadores me han asegurado que, en Inglaterra, el país más rico del universo, los grandes señores y señoras no tienen más guineas que los demás y que la generosidad con el dinero es tan rara y constituye una virtud tan inmediatamente famosa como aquí. La necesidad es un gigante creciente y el atuendo del tener no llega nunca a cubrirlo del todo. Recuerdo que en Warwickshire me enseñaron una hermosa propiedad rural que aún conservaba el nombre que tenía en la época de Shakespeare. Me dijeron que la renta ascendía a catorce mil libras al año, pero, cuando nació el segundo hijo del último propietario, el padre no sabía cómo podría mirar por él. El hijo mayor debía heredar la propiedad. ¿Qué hacer con ese supernumerario? Le aconsejaron que lo educara para la Iglesia y lo alojara en la vicaría, que pertenecía a la dote de la familia, y lo hizo. Es una regla general de aquel país que el incremento de ingresos no le sirva a nadie. Por lo común, una riqueza repentina, como el premio de la lotería o una cuantiosa donación a una familia pobre, no enriquecen para siempre. No proporcionan el aprendizaje de la riqueza y, con la nueva riqueza, llegan nuevas exigencias, que los nuevos ricos no saben cómo eludir, hasta que el tesoro se disipa. Ha de haber un sistema en la economía o los mejores expedientes serán inútiles. Una granja es buena cuando empieza y acaba en sí misma y no necesita salario ni tienda de complemento. De igual modo, el ganado es un eslabón indispensable en la cadena. Si el inconformista o el esteta granjero abandonan el ganado, pero no suplen la necesidad del ganado, tendrán que rellenar el hueco mendigando o robando. Cuando los hombres que ahora están vivos nacieron, la granja proporcionaba todo cuanto se consumía en ella. La granja no proporcionaba dinero, pero el granjero salía adelante sin él. Si se sentía enfermo, sus vecinos acudían en su ayuda; cada uno entregaba un día de trabajo, o medio día, o prestaba su yunta de bueyes, o su caballo, y mantenían así el ritmo de trabajo: cultivaban sus patatas, segaban su heno, amontonaban el cereal, pues sabían que nadie se podía permitir contratar a un jornalero sin vender su tierra. En otoño, un granjero podía vender un buey o un cerdo para reunir algo de dinero con el que pagar los impuestos. Ahora, el granjero compra todo lo que consume: hojalata, ropa, azúcar, té, café, pescado, carbón, billetes de tren y periódicos. Necesitamos un experto por arte, porque la práctica no tiene nada que ver con asuntos definidos o inertes, que cambian en vuestras manos. Pensáis que varios graneros y unos cuantos acres son una sólida propiedad, pero su valor es tan fluctuante como el agua. Requiere tanta atención como si estuvierais escanciando vino. El granjero sabe cómo hacerlo, tapa las goteras, junta todos los arroyos en un embalse y escancia el vino; pero llega un metomentodo de Cornhill, lo intenta y se le derrama. Ocurre con las calles de granito y las ciudades de madera como con los frutos y las flores. Ninguna inversión es tan segura que no necesite una vigilancia incesante, como la historia de cualquier intento por mantener intacta una heredad Para un heredero nonato podría mostrar. Cuando el señor Cockayne arrienda una casa en el campo y cuida de su vaca, piensa que su vaca es una criatura que se alimenta de heno y da un cubo de leche dos veces al dia. Pero la vaca que ha comprado da leche durante tres meses, luego sus ubres se secan. ¿Qué hará con una vaca flaca? ¿Quién la comprará? Tal vez compró también una yunta de bueyes que hiciera su trabajo, pero los bueyes se agotan y se vuelven inútiles. ¿Qué hará con bueyes agotados e inútiles? El granjero engorda a los suyos, después de haber hecho el trabajo de primavera, y los mata en otoño. Pero ¿cómo podría Cockayne, que no tiene pastos y sale en su coche todos los días para atender sus negocios, molestarse en engordar y matar bueyes? Plantaría árboles, pero hay que cultivar la tierra para que crezcan. ¿Quién la cultivará? No quiere tener nada que ver con los árboles, pero quiere poseer pastos. Tras uno o dos años, hay que segar y volver a plantar la hierba. ¿Quién lo hará? ¡Crédulo Cockayne! 3. La ayuda proviene de la costumbre del campo y de la regla Impera parendo. Dictar no es la regla, ni insistir en llevar adelante cada uno de vuestros planes con una tenacidad ignorante, sino aprender de una manera práctica el secreto a voces de la naturaleza: que las cosas mismas rechazan ser maltratadas y ensenan al guardián su propia ley. No es preciso agitar las manos ni los pies. La costumbre del campo lo hará todo. No sé cómo construir ni plantar, ni cómo comprar madera ni cómo atender a los cuidados de la casa, la tierra o el bosque cuando los he comprado. No temáis: todo está dispuesto como ha de estarlo, desde hace mucho tiempo, en la costumbre del campo, ya se trate de arena o arcilla, de cuándo arar, de cómo abonar, de si hay que plantar hierba o cereal, y no podéis evitarlo ni impedirlo. La naturaleza hace las cosas a su manera y nos lo dirá con sencillez si tenemos los ojos abiertos y prestamos atención. De lo contrario, se apresurará a engañarnos si preferimos nuestra manera de proceder a la suya. Tendríamos que recordar a menudo el arte del cirujano, quien, al curar un hueso roto, se limita a recolocar lo que se halla en mala posición para que vuelva a su lugar por la acción de los músculos. Todo nuestro arte depende de ese arte de la naturaleza. De los dos eminentes ingenieros que han intervenido en la reciente construcción de los ferrocarriles en Inglaterra, el señor Brunel fue derecho de un punto a otro, a través de las montañas, por encima de las corrientes, cruzando caminos, cortando ducados en dos e introduciéndose en la bodega de uno y en la ventana del ático de otro, hasta llegar al final, con gran placer de los geómetras, pero con inmensos costes para su compañía. El señor Stephenson, por el contrario, convencido de que el río conoce el camino, siguió por el valle, de un modo tan implícito como nuestro Ferrocarril del Oeste sigue al río Westfield, y se convirtió en el ingeniero más seguro y barato. Nos quejamos de eme las vacas se exhiben en Boston. Hay proveedores peores. Los paseantes de nuestros pastos tienen ocasiones de sobra para agradecer a las vacas que hayan abierto el camino en la espesura y en las colinas, y los viajeros y los indios conocen el valor de la senda del búfalo, que es el paso más seguro y sencillo posible en las montañas. Cuando un hombre de ciudad, recién llegado de la plaza de la Hierba o de la Calle de la Leche, compra una tierra en el campo, su primer pensamiento es tener una buena vista desde sus ventanas: su biblioteca debe estar orientada al oeste, con un atardecer diario que dore la espalda de las Blue Hills, del Wachusett y las cimas de Monadnoc y Uncanoonuc. ¡Treinta acres y toda esta magnificencia por mil quinientos dólares! Sería barato por cincuenta mil. Pasa enseguida, con los ojos hinchados por lágrimas de alegría, a fijar dónde ha de poner la piedra angular. Pero el hombre que tenga que nivelar el terreno pensará eme harán falta muchos montones de grava para llenar el hueco que queda hasta la carretera, el albañil que haya de construir el pozo pensará que habrá que cavar cuarenta pies, el panadero pondrá en duda que le vaya a agradar nunca conducir hasta aquella puerta, el vecino práctico cavilará en la posición del granero y el hombre de ciudad se dará cuenta de que su predecesor, el granjero, construyó la casa en el lugar adecuado para el sol y el viento, la fuente y el drenaje, la conveniencia del pasto, el jardín, el campo y la carretera. La plaza de la Hierba señala un punto, pero las cosas siguen su propio camino. La costumbre hace sabio al granjero y el necio hombre de ciudad aprende a seguir su consejo. Paso a paso acaba por rendirse a la discreción. El granjero finge acatar sus Órdenes, pero el hombre de ciudad le dice: «Podrás pedirme, cuando quieras, y de la forma más ingeniosa, mi opinión sobre el modo de levantar un muro o perforar mi pozo o extender mis acres, pero la pelota rebotará sobre ti. Esas son cuestiones sobre las cuales no sé ni necesito saber nada; son cuestiones que tú, no yo, contestarás». Puertas adentro, un sistema no menos dominante y tiránico se establece sobre el amo y el ama, el criado y el niño, la prima y los conocidos. En vano el ingenio, la virtud o la energía del carácter se esforzarán o protestarán en contra. Es el hado. Está bien que el pobre esposo encuentre en un libro un nuevo modo de vivir y se decida a adoptarlo en su casa: dejadle que vuelva a casa y lo intente, si se atreve. 4. Otro aspecto económico consiste en buscar las mismas semillas que plantasteis, sin esperar a intercambiar semillas de distinta clase. La amistad compra amistad; la justicia, justicia; el mérito militar, éxito militar. Un buen esposo encontrará mujer, hijos y casa. El buen comerciante grandes beneficios, barcos, reservas y dinero. El buen poeta, fama y crédito literario, pero no otra cosa. Sin embargo, hay una confusión muy extendida respecto a lo que se puede esperar al respecto. Hotspur vive para el momento y se jacta de ello, a pesar de Furlong, que no lo hace. Hotspur, por supuesto, es pobre, y Furlong previsor. Lo extraño es que Hotspur crea que la imprevisión es una superioridad que ha de ser recompensada con las tierras de Furlong. No he acabado lo que me proponía. Sin embargo, no debemos dejar el asunto sin echar un vistazo a lo recóndito. Según una doctrina filosófica, el hombre es un ser de proporciones; no hay nada en el mundo que no se repita en su cuerpo, un cuerpo que es una especie de miniatura o sumario del mundo, y no hay nada en su cuerpo que no se repita en una esfera celestial de su pensamiento, y no hay nada en su cerebro que no se repita en una estera Superior, en su sistema moral. 5. Todas esas cosas están en la naturaleza. Todas las cosas ascienden y la regla de oro de la economía es que ella misma ascienda también o que cualquier cosa que hagamos tenga siempre un propósito más elevado. Hay una máxima que dice que el dinero es otra clase de sangre. Pecunia alter sanguis, es decir, los bienes de un hombre sólo son un cuerpo mayor que admite un régimen análogo de circulación corporal. Por eso no hay un lema del comerciante (por ejemplo, «el mejor uso del dinero es el pago de deudas», «ocúpate de lo tuyo», «el mejor momento es este», «la mejor inversión es en herramientas», u otras semejantes) que no admita un sentido más amplio. Las máximas de una oficina contable, interpretadas liberalmente, son leyes del universo. La economía del comerciante es un rudo símbolo de la economía del alma. Consiste en gastar en poder y no en placer; en invertir para ganar, es decir, en convertir lo particular en general, los días en épocas enteras de su vida, literales, emotivas, prácticas, y aumentar su inversión. El comerciante sólo tiene una regla: Absorber e invertir. Ha de ser capitalista: hay que reunir los restos y limaduras en el crisol, hay que quemar los gases y los humos y las ganancias no han de aumentar los gastos, sino el capital. El hombre tiene que ser capitalista. ¿Gastará sus ingresos o los invertirá? Su cuerpo y cada uno de sus órganos se encuentran bajo la misma ley. Su cuerpo es un recipiente que guarda el licor de la vida. ¿Gastará en placeres? El camino a la ruina es corto y fácil. ¿Acumulará poder en lugar de gastar? Pasará por fermentaciones sagradas de acuerdo con la ley de la naturaleza, según la cual todo se remonta a plataformas más elevadas y el vigor corporal se convierte en vigor mental y moral. El pan que come es primero fuerza y ánimo; luego, en laboratorios más elevados, se convierte en imaginación y pensamiento y, con resultados aún más altos, en coraje y resistencia. Ese es el verdadero interés compuesto; doblar, cuadruplicar, centuplicar el capital: el hombre elevado a su máximo poder. La verdadera frugalidad consiste en gastar en el plano más alto, invertir una y otra vez, con una avaricia amable, para gastar en una creación espiritual y no para aumentar la existencia animal. El hombre no se enriquecería al repetir los viejos experimentos de la sensación animal ni sabría por la experiencia real de un bien superior, si no fuera mediante poderes nuevos y placeres elevados, que se encuentra en camino hacia lo más alto. IV CULTURA ¿Podrían reglas o tutores educar al semidiós que esperamos? Él tiene que ser musical. trémulo, impresionante capaz de dulces influencias del paisaje y el cielo, susceptible al contacto espiritual de la mirada del hombre y la mujer: firme en su centro natal para fundir pasado y futuro y rehacer en su propio molde los hados fugitivos del mundo. La palabra de ambición en nuestros días es cultura. Mientras que el mundo entero va en busca del poder, y de la riqueza como medio del poder, la cultura corrige la teoría del éxito. El hombre es prisionero de su poder. La memoria de los lugares lo conviene en un almanaque, el talento para el debate en un polemista, la habilidad para ganar dinero en un avaro, es decir, en un mendigo. La cultura reduce esas inflamaciones invocando la ayuda de otros poderes contra el talento dominante y apelando al rango de los poderes. La cultura vigila el éxito. En la acción, la naturaleza no tiene piedad y sacrifica al ejecutante cuando acaba; lo convierte en hidropesía o ampulosidad. Si la naturaleza quiere un pulgar, lo consigue a costa de brazos y piernas; el exceso de poder en una parte se paga enseguida con un defecto en la parte contigua. Nuestra eficiencia depende tanto de nuestra concentración que la naturaleza, en los ejemplos en los que un hombre notable aparece en el mundo, suele sobrecargarlo de empeños y sacrificar su simetría a su poder de trabajo. Decimos que nadie puede escribir más que un libro y que, si alguien tiene un defecto, dejará su huella en todo lo que haga. Si la naturaleza crea un policía como Fouché, lo rodeará de sospechas y tramas. «El aire», decía Fouché, «está lleno de puñales». El médico Santorio se pasó la vida midiendo su comida en una balanza. Lord Coke tenía en mucho a Chaucer, porque el cuento del canónigo Yeman ilustraba el estatuto Hen. V, Cap. 4 contra la alquimia. Conocí a un tipo que creía que los principales errores del Estado inglés provenían de la devoción por los conciertos musicales. No hace mucho, un masón trató de explicar en este país que la verdadera causa del éxito del general Washington fue la ayuda que recibió de los masones. Pero peor que tañer una sola cuerda es que la naturaleza haya asegurado el individualismo al darle a cada uno la presunción de su importancia en el sistema. Los egoístas son la peste de la sociedad. Hay egoístas torpes y brillantes, sagrados y profanos, burdos y refinados. El egoísmo es una enfermedad que, como la gripe, ataca cualquier constitución. En la dolencia que los médicos llaman «baile de San Vito», el paciente da vueltas y se retuerce lentamente. ¿Es el egoísmo una variedad metafísica de ese trastorno? El hombre gira alrededor de un anillo formado por su talento, le rinde admiración y pierde su relación con el mundo. Es una tendencia universal. Una de sus formas más molestas es el anhelo de compasión. Los pacientes exponen sus miserias, se quitan la venda de sus heridas, revelan sus crímenes punibles para que nos apiademos. Les gusta la enfermedad, porque el dolor físico roba el interés de quienes los observan, como ocurre con los niños: cuando se dan cuenta de que los adultos no les prestan atención, se ponen a toser hasta ahogarse. Esa dolencia es el azote del talento de los artistas, los inventores y los filósofos. Hay eminentes espiritualistas incapaces de separarse de sus actos o palabras y contemplar valientemente lo vanos que son. Guardaos de quien os diga: «Estoy en ciernes de una revelación». Será rápidamente castigado, pues un hábito semejante invita a los demás a burlarse y a tratar al paciente con una ternura que lo encerrará en un egoísmo más estrecho y lo excluirá del gran mundo de los hijos de Dios, hombres y mujeres falibles. Es preferible que nos insulten cuando lo merezcamos. La literatura religiosa proporciona ejemplos eminentes y, si recurrimos a nuestra lista personal de poetas, críticos, filántropos y filósofos, veremos que estan infectados de esa hidropesia y elefantiasis, que hariamos mejor en Sajar. El bocio del egoismo es tan frecuente entre los hombres destacados que tendriamos que suponer una fuerte necesidad en aquellos que lo padecen, como vemos en la atracción sexual. La preservación de la especie depende de esa necesidad, que la naturaleza ha asegurado a toda costa dándole una importancia inmensa a la pasión, aun al riesgo del crimen perpetuo y el desorden. El egoísmo arraiga en la necesidad cardinal por la que cada individuo persiste en ser lo que es. Esa individualidad no sólo no es incompatible con la cultura, sino que forma su base. Los caracteres valiosos se encuentran a sus anchas en ella y el estudiante al que nos dirigimos ha de tener una inteligencia natural que su cultura no pueda sojuzgar y que le permita utilizar los libros, las artes, las oportunidades y elegancias del intercambio sin someterse y perderse. Sólo quien tenga una buena determinación será un hombre íntegro. La finalidad de la cultura no es destruir todo eso. ¡Dios no lo quiera!, sino remover los obstáculos y las mezclas y no dejar nada salvo el poder puro. Nuestro estudiante debe tener estilo y determinación y ser un maestro en su especialidad. Una vez los tenga, habrá de guardarlos. Deberá mostrar su universalidad, un poder para contemplar cualquier objeto con una mirada libre que aún no se haya comprometido. Sin embargo, ese interés privado y egoísta está tan sobrecargado que, si un hombre busca un compañero que sea Capaz de mirar las cosas por sí mismas, sin afecto y sin referirlas a sí mismo, apenas encontrará a unen pocos que puedan darle esa satisfacción, mientras que a la mayoría de los hombres los aflige la frialdad y la falta de curiosidad tan pronto como el objeto no tiene nada que ver con su amor propio. Aunque hablen de las cosas que tienen delante, piensan en sí mismos y su vanidad tiende pequeñas trampas a vuestra admiración. Cuando un hombre descubre que hay límites al interés que su historia particular tiene para la humanidad, aún puede seguir hablando con su familia o unos cuantos compañeros, tal vez media docena de personalidades famosas en su comunidad. En Boston, la cuestión vital se refiere a los nombres de ocho o diez hombres. ¿Habéis visto al señor Allston, al doctor Channing, al señor Adams, al señor Webster, al señor Greenough? ¿Habéis oído a Everett, a Garrison, al padre Taylor, a Theodore Parker? ¿Habéis hablado con los messieurs Turbinwheel, Summitlevel y Lacofrupee? Entonces ya os podéis morir. En Nueva York, esa cuestión se refiere a otros ocho, o diez, o veinte. ¿Habéis visto a unos cuantos abogados, comerciantes y corredores de bolsa, a dos o tres hombres de letras, a dos o tres capitalistas, dos o tres editores de periódicos? Nueva York es una naranja exprimida. La conversación termina cuando nos descargamos de la docena de personalidades domésticas o importadas que forman nuestra existencia americana. No podemos esperar que nadie sea más que una buena copia de esos héroes. La vida es muy limitada. Reunid un club o grupo de hombres inteligentes tras diez años de separación y, si la presencia de un genio penetrante y tranquilo los dispone a la franqueza, ¡cuántas confesiones de locuras habrá! Las «causas» por las que nos sacrificamos, aranceles o democracia, whiggismo o abolición, moderación o socialismo, parecerán raíces de amargura y dragones de ira; nuestros talentos serán tan perversos como si un ave de presa los hubiera atrapado y apartado del celo y la inclinación por la fortuna, la verdad, la querida sociedad de los poetas, hasta que envejezcan, se aflojen las garras y despierten a percepciones más sobrias. La cultura sugiere, por medio de pensamientos mejores, que el hombre tiene una serie de afinidades que le permiten modular la violencia de cualquier tono que predomine monótonamente en su escala y que acuden en su ayuda. La cultura recompone su equilibrio, lo pone entre sus iguales y superiores, revive el delicioso sentimiento de simpatía y le advierte de los peligros de la soledad y la repulsión. No es un cumplido, sino un descrédito consultar a un hombre sólo en cuestiones de caballos, o de vapor, o de teatros, o de comida, o de libros, o, cuando aparece, dirigir la conversación hacia el muchacho del que sabemos que está orgulloso. En el cielo noruego de nuestros precursores, la casa de Thor tenía quinientos cuarenta pisos y la casa del hombre tiene quinientos cuarenta pisos. La excelencia humana reside en la facilidad de adaptación y transición a muchos puntos, a amplios contrastes y extremos. La cultura mata la exageración, la presunción de la aldea o ciudad. Hemos de dejar nuestras mascotas en casa cuando salimos a la calle y encontrarnos con los demás en terrenos de significado más amplios y con buen sentido. Nada justifica la pérdida de la afabilidad. Pagamos un precio cruel por ciertos bienes fantásticos a los que llamamos bellas artes y filosofia. En la leyenda noruega, Allfadir no bebe de la fuente de Mimir (la fuente de la sabiduría) hasta que deja su ojo en prenda. Fijaos en ese pedante que no puede dejar sus trucos ni ocultar su ira, cuando los mejores lo interrumpen, si su conversación no se ajusta a su impertinencia, y que nos aflige con sus cuestiones personales. Es inherente a los escolares imaginarse que son odiosos para su comunidad. Saquémoslos de ese limbo de irritabilidad. Limpiemos con una sangre saludable su piel cuarteada. Les devolveréis los ojos que dejaron en prenda en la fuente de Mimir. Si sois victimas de lo que hacéis, ¢a quién le importará lo que hagáis? Podremos prescindir de vuestra Opera, de vuestra opinión, de vuestro análisis químico, de vuestra historia, de vuestros silogismos. Vuestro hombre de genio paga cara su distinción. Su cabeza gira en espiral y, en lugar de un hombre sano, alegre y sabio, será un loco sabihondo. La naturaleza es imprudente con los individuos. Si tiene que salirse con la suya, lo hará. Morar en marjales y marismas es el destino de algunas aves y están tan preparadas para ello que son prisioneras de esos lugares. Cualquier animal fuera de su hábitat moriría de hambre. Para el médico, hombres y mujeres son ampliaciones de un órgano. El soldado, el herrero, el contable y el bailarín no pueden cambiar sus funciones. Somos víctimas de la adaptación. Los antídotos contra ese egoísmo orgánico son el rango y la variedad de las atracciones que nos proporciona el trato con el mundo, los hombres de mérito, las clases sociales, los viajes, las personas eminentes y los elevados recursos de la filosofía, el arte y la religión: libros, viajes, sociedad, soledad. Ni siquiera el escéptico más empedernido que haya visto un potro domado, un perro adiestrado O haya visitado un zoológico o una exhibición de pulgas amaestradas negará la validez de la educación. «Un muchacho», dice Platón, «es la más viciosa de las bestias salvajes», y, en el mismo sentido, el antiguo poeta inglés Gascoigne dice: «Es preferible que no nazca un niño a que no se le eduque». La ciudad fomenta una manera de hablar y comportarse; el campo tendrá otro estilo; el mar otro, el ejército un cuarto. Sabemos que un ejército en que se pueda confiar será un ejército disciplinado y que todos los hombres podrían ser héroes con una disciplina sistemática. El mariscal Lannes le dijo a un oficial francés: «Ya sabe, coronel, que sólo un cobarde se jacta de no tener miedo». Una gran parte del coraje es el coraje de haber hecho antes la proeza. En todas las acciones humanas, las facultades más fuertes serán las más usadas. Roben Owen dijo: «Dadme un tigre y lo educaré». Seria inhumano no tener fe en el poder de la educación, puesto que mejorar es la ley de la naturaleza y valoramos a los hombres en la medida en que demuestran una fuerza que les lleva adelante y los mejora. La cobardía, por el contrario, es el reconocimiento de que la inferioridad es incurable. La incapacidad para mejorar es la única enfermedad mortal. Hay gente que nunca podrá entender una metáfora ni el sentido doble o figurado que dais a vuestras palabras, ni el humor, y que siempre se atendrá al sentido literal, pese a haber pasado setenta u ochenta años oyendo música, poesía, retórica y muestras de ingenio. Ni el cirujano ni el clérigo podrían ayudarla. ¡Sin embargo, entiende la horca y el grito de fuego! En alguno de ellos he observado un marcado disgusto por los terremotos. Hagamos nuestra educación valiente y preventiva. La política es un remiendo y un pobre parche. Siempre llegamos tarde. El mal está hecho, la ley ha quedado obsoleta y empezamos a protestar por aquello que tendríamos que haber impedido que sucediera. Algún día aprenderemos a sustituir la política por la educación. Lo que llamamos nuestras reformas radicales en materia de esclavitud, guerra, juego, insolencia, es una mera atención a los síntomas. Memos de empezar por lo más elevado, es decir, por la educación. Nuestras artes y herramientas dan a quien sepa manejarlas tanta ventaja sobre el novicio como si prolongarais su vida diez, cincuenta o cien años. Creo que sería sensato proporcionar a las almas más hermosas tanta cultura que no pudieran decir, a los treinta o cuarenta años: «Me faltan armas para hacer lo que quiero». Es verdad que nuestra preparación no tiene efecto, que el éxito es azaroso y raro, que una gran parte de nuestro esfuerzo y de lo que nos cuesta se pierde. La naturaleza toma el asunto en sus manos y, aunque no omitamos ni un ápice de nuestro sistema, no podemos estar seguros de que sirva de mucho o de que no se hubiera podido conseguir lo mismo con otro sistema. Los libros, que contienen los recuerdos más valiosos del ingenio humano, siempre formarán parte de nuestra noción de cultura. Las mejores cabezas que ha habido, Pericles, Platón, Julio César, Shakespeare, Goethe, Milton, eran hombres de vastas lecturas y educación universal, demasiado sabios para menospreciar las letras. Su opinión tiene peso porque tuvieron los medios para conocer la opinión contraria. Nos damos cuenta de que un gran hombre debe ser un gran lector o, en proporción al poder espontáneo, un poder de asimilación. La buena crítica es rara y siempre preciosa. Me hace muy feliz encontrarme con gente que advierte la superioridad trascendente de Shakespeare respecto a los demás escritores. Me gusta la gente a la que le gusta Platón. Este amor no consiente la presunción. Los libros, sin embargo, son buenos en la medida en que un muchacho está preparado para leerlos. A veces su preparación es muy lenta. Enviáis a vuestro muchacho al maestro, pero lo educarán sus compañeros. Lo enviáis a la clase de latín, pero buena parte de su aprendizaje proviene de los escaparates que ve camino de la escuela. Preferís reglas estrictas y largos plazos, pero él encuentra su propia dirección siguiendo un atajo y rechaza a los compañeros que no ha escogido. Odia la gramática y el Gradus y ama las pistolas, las cañas de pescar, los caballos y las embarcaciones. El muchacho está en lo cierto y vosotros no seréis los adecuados para dirigir su educación si vuestra teoría deja fuera ese entrenamiento gimnastico. El tiro con arco, el criquet, la pistola, la caña de pescar, el caballo y el bote son educadores, liberadores, como el baile, el vestido y el habla de la calle; en el supuesto de que el muchacho tenga recursos y sea de una casta noble y sincera, no le servirán menos eme los libros. Aprende a jugar al ajedrez, a las cartas, a bailar y a actuar. El padre observa que otro muchacho, en ese tiempo, ha aprendido álgebra y geometría. Pero el suyo ha adquirido mucho más de lo que esos pobres juegos le han proporcionado. Durante semanas se ha aficionado a las cartas y el ajedrez, pero ahora descubre, como vosotros, que cuando se levanta de la mesa de juego el exceso le ha dejado vacío y triste, y se desprecia a sí mismo. En adelante el juego ocupa un lugar entre otras cosas y tiene el peso debido en su experiencia. Esos logros y habilidades menores, como el baile, son billetes de entrada en los palcos de la humanidad y la maestría en ellos capacita al joven para juzgar con inteligencia muchos asuntos a los que, de otra manera, daría un sesgo pedante. Landor dijo: «He sufrido más por no saber bailar que por todas las otras desgracias y miserias de mi vida juntas». Si el muchacho es capaz de aprender (pues no se trata de hacer una estatua de un inútil), el fútbol, el críquet, el tiro con arco, la natación, el patinaje, la escalada, la esgrima o montar a caballo serán lecciones en el arte del poder, que es lo más importante eme tiene que aprender; montar a caballo, en especial: lord Herbert de Cherbury dijo que «un buen jinete en un buen caballo está todo lo que el mundo le permite estar por encima de sí mismo y de los demás». La pistola, la caña de pescar, el bote y el caballo constituyen, para quienes los usan, masonerías secretas. Todos ellos Pertenecen al mismo club. También hay un valor negativo en esas artes. Su mayor utilidad para el joven no es la diversión, sino la de darse a conocer por lo que son, en lugar de reservarse para los momentos de amargura. Estamos llenos de supersticiones. Cada clase se fija en las ventajas de las que carece: los retinados en la fuerza bruta: los demócratas en el nacimiento y la crianza. Uno de los beneficios de la educación universitaria es mostrarle al muchacho lo poco que vale. Conocí a un hombre importante en una ciudad importante que, habiendo puesto todo su empeño en tener una educación universitaria sin haberla conseguido, nunca pudo sentirse a la altura de sus hermanos que habían ido a la universidad. Su superioridad instintiva sobre multitud de hombres preparados no contrarrestaba, en su opinión, ese defecto imaginario. Bailes, paseos a caballo, fiestas y billares son, para un muchacho pobre, algo hermoso y romántico, lo que no son; y que le admitieran en pie de igualdad en ellos, una o dos veces si fuera posible, valdría diez veces su coste si le desengañaran. No soy muy aficionado a los viajes; he observado que los hombres se marchan a otros países porque no son buenos en el suyo y vuelven al suyo porque no han servido de mucho en lugares nuevos. Por lo común, sólo los caracteres ligeros viajan. ¿Quiénes sois vosotros si no tenéis nada que hacer en casa? Se me han imputado afirmaciones capciosas sobre los viajes, pero yo quiero hacer justicia. Creo que hay un desasosiego entre nosotros que delata falta de carácter. Todos los americanos educados, antes o después, van a Europa; tal vez porque sea su hogar mental, como los hábitos valetudinarios de este país podrían sugerir. Un eminente profesor de señoritas elijo que «la idea de la educación de una señorita consiste en aprender todo aquello que la prepare para ir a Europa». ¿No podremos nunca extraer ese gusano de Europa del cerebro de nuestros compatriotas? Vemos muy bien cuál será su hado. Quien no encuentre un lugar en casa no podrá viajar. Sólo lo hará para ocultar su insignificancia en una multitud más amplia. ¿No os dais cuenta de que no encontraréis nada que no hayáis visto en casa? Todos los países están hechos de la misma materia. ¿Pensáis que habrá algún país donde no calienten el cazo de la leche ni pongan pañales a los niños ni quemen la maleza ni asen el pescado? Lo que es verdad en un sitio es verdad en todas partes. Dejémosle ir donde quiera: sólo encontrará la belleza y el valor que lleve consigo. Por supuesto, a algunos hombres les será útil viajar. Se nace naturalista, descubridor y marinero. Otros hombres están hechos para ser carteros, mensajeros, enviados, misioneros, portadores de despachos, como otros los están para ser granjeros y obreros. Si la índole de un hombre es ligera y social y la naturaleza se ha propuesto crear un ser dotado de piernas y alado, dispuesto para la locomoción, hemos de obedecer su sugerencia y darle una crianza que lo ponga en circulación con la misma diligencia con la que le daría valor. No seamos pedantes y dejemos que el viaje cause su efecto. Se dice en el campo que un muchacho que ha crecido en una granja de la que nunca ha salido carece de oportunidades, y muchachos y hombres de esa condición consideran el trabajo en el ferrocarril o en una tienda de la ciudad como una oportunidad. Los pobres muchachos de los pueblos de Vermont y Connecticut debían su conocimiento a sus viajes como buhoneros a los estados del sur. California y la costa del Pacífico son ahora su universidad, como Virginia lo fue entonces. «Tener una oportunidad» es su lema y la frase «conocer mundo», o viajar, es sinónimo de las ideas de ventaja y superioridad. Sin duda, viajar ofrece ventajas a un hombre sensato. Será hombre en la medida en que conozca lenguas, tenga amigos y ejerza artes y oficios. Un país extranjero es un término de comparación respecto al propio. Una utilidad de los viajes es la de recomendar nuestros libros y obras, pues vamos a Europa para americanizarnos, y otra la de conocer a otros hombres. Igual que la naturaleza ha dispuesto los frutos en latitudes distintas, un fruto nuevo por cada latitud, ha alojado el conocimiento y las más refinadas cualidades morales en hombres muy separados entre sí. De los seis o siete maestros que cada hombre cuenta entre sus contemporáneos, uno o dos de ellos viven en el otro lado del mundo. Hay, por otra parte, cierto solsticio en cada constitución, cuando las estrellas guardan la distancia en nuestro firmamento interior y se requiere una fuerza exterior, una diversión o alternativa que impida el estancamiento. El viaje parece uno de los mejores remedios médicos. Igual que, cuando un hombre observa el admirable efecto del éter para amortiguar el dolor y medita sobre las contingencias de las heridas, del cáncer, del tétano, se congratula del beneficioso descubrimiento del doctor Jackson, cuando ve París, Nápoles o Londres dice: «Si he de ser apartado de mi casa, aqui, al menos, mis pensamientos se consuelan con la diversión y las ocupaciones más pródigas que la raza humana ha proporcionado y acumulado durante siglos». Semejante al beneficio de viajar por el extranjero, el valor estético del ferrocarril consiste en unir las ventajas de la vida de la ciudad y el campo, de las que no podemos prescindir. Los hombres deberían vivir en una gran ciudad o cerca de ella, porque, sea cual sea su genio, resultará tan repelente como atractivo para el talento afable y valioso y, en una ciudad, la simia de la atracción de todos los ciudadanos vencerá, antes o después, esa repulsión y arrastrará al ermitaño más obstinado dentro de sus límites, al menos un día al año. En la ciudad encontrará la escuela de natación, el gimnasio, al maestro de baile, la galería de tiro, la Ópera, el teatro y los panoramas, la droguería, el museo de historia natural, el museo de bellas artes, a los oradores nacionales en gira, a viajeros extranjeros, bibliotecas y su club. En el campo tendrá soledad y lectura, trabajo viril, una vida barata y sus viejas botas, páramos por juego, montañas por geología y arboledas para la devoción. Aubrey escribe: «Oí decir a Thomas Hobbes que, en casa del conde de Devon, en Derbyshire, había una buena biblioteca y libros suficientes para él, y que su señor guardaba en la biblioteca los libros que consideraba oportuno comprar. Pero la ausencia de una buena conversación era un gran inconveniente y, aunque pensaba que el conde podía ordenar sus pensamientos tan bien como cualquiera, consideraba esa falta un gran defecto. Una larga temporada en el campo sin una buena conversación enmohece el entendimiento y la invención, como si fuera un muro en el huerto». Las ciudades producen colisiones. Se ha dicho que Londres y Nueva York extirpan el sinsentido del hombre. Una gran parte de nuestra educación es simpática y social. Los muchachos y las muchachas que se han criado entre personas cultivadas y superiores se comportan con una gracia inestimable. Fuller dice que «William, conde de Nassau, le ganaba un súbdito al rey de España cada vez que se quitaba el sombrero». No tendríamos hombres tan bien criados si no hubiera una sociedad semejante. Mutuamente se señalan el punto más alto, en especial las mujeres: hacen falta muchas mujeres cultivadas, salones de mujeres brillantes, elegantes, leídas, acostumbradas a las comodidades y el refinamiento, a los espectáculos, a la pintura, a la escultura, a la poesía y la sociedad elegante para tener una Madame de Staél. El jefe de una casa comercial o un abogado o politico influyentes estan en contacto diario con multitud de personas de todos los rincones del pais y con las ruedas motrices, los hombres de negocios de cada zona, y no podriamos pedir una cultura mas escrutadora en un hombre perspicaz. Por otra parte, hemos de tener en cuenta las elevadas posibilidades sociales de un millón de hombres. El mayor soborno que Londres ofrece en la actualidad a la imaginación es que, en una variedad tan vasta de gente y condiciones, podríamos creer que hay sitio para personas de carácter romántico y que el poeta, el místico y el héroe tendrán sus contrapartidas. Me gustaría que las ciudades enseñaran su principal lección: un modo tranquilo de comportarse. El punto débil de la juventud americana es su presunción. La marca de un hombre de mundo es la ausencia de presunción. No da discursos, emplea un tono bajo, evita la jactancia, no es nadie, viste con sencillez, no promete nada y hace mucho, habla con monosílabos, se atiene a los hechos. Se refiere a su ocupación con el nombre más humilde y así le quita a la lengua que malsina su arma más afilada. Su conversación trata del tiempo y las noticias, aunque se permite aventurarse con el pensamiento y franquear lo que ha aprendido y su filosofía. Las anécdotas de grandes hombres que han pasado de incógnito estimulan la imaginación: reyes vestidos de calle, Napoleón afectando sencillez en una brillante recepción, Burns, Scott, Beethoven, Wellington, Goethe, o cualquiera que albergue un poder trascendente, tratando de pasar inadvertidos; Epaminondas, «que nunca decía nada y que siempre escuchaba»; Goethe, que prefería los asuntos triviales y las expresiones comunes cuando conversaba con extranjeros, la ropa usada a una ropa mejor y mostrarse más caprichoso de lo que era. Hay ventajas en el sombrero y el capote gastados. He oído que, en este país, se rinde cierto respeto a los buenos tejidos, pero el atuendo causa cierta restricción: los hombres no pueden encargarse a sí mismos como un traje. El capote gastado es como el vino: desata la lengua y los hombres dicen lo que piensan. Un viejo poeta dice: Sigue y ahorra hasta que encuentres que, cuanto más pobre y humilde parezcas, más sereno parecerás. H4 Milnes escribe casi lo mismo en su Elogio del humilde. Para mí los hombres son lo que son, no usan máscaras conmigo. Es extraño que nuestro pueblo no tenga agua en el cerebro, sino gas. Un buen observador elijo de los americanos que «todo lo que dicen tiene el aire de un discurso». Sin embargo, uno de los rasgos que aparecen en los libros como propio de los anglosajones es el hábito de despreciarse a sí mismos. Es cierto que, en países viejos y densos, no se distinguirá una chaqueta hermosa entre un millón de buenas chaquetas, y que habrá humoristas. En una reunión inglesa, un hombre cuyos modales o rasgos no se destacan del resto y con una cara rubicunda, de repente, da muestras de ingenio, de educación, habla de un amplio abanico de temas y se refiere con familiaridad a hombres buenos de cualquier parte del mundo, lo que os hace pensar que se trata de un personaje ilustre. ¿Será que en el bosque americano han brotado las semillas de la antigua barbarie pietista sólo para extinguirse: el amor de la pluma escarlata, de los abalorios y el oropel? A los italianos les encantan las ropas rojas, las plumas de pavo y los bordados. Recuerdo una lluviosa mañana en la ciudad de Palermo, en que las calles destellaban con paraguas escarlata. Los ingleses tienen un gusto sencillo. El equipaje de los grandes señores es sencillo. Una librea magnífica delata a un nuevo rico. El señor Pitt, como Pym, pensaba que el título de señor bastaba contra cualquier rey en Europa. Ambos rivalizaban en gobernar el mundo entero en la pobre, sencilla y oscura sala de reuniones en la que se sentaban en la Cámara de los Comunes, delante del fuego. Mientras consideramos las ciudades centros donde se halla lo mejor, las ciudades nos degradan con menudencias magníficas. El hombre del campo toma la ciudad por un restaurante o una barbería. Ha perdido de vista las líneas de grandeza del horizonte, las colinas y llanuras y, con ellas, la sobriedad y la elevación. Se ha confundido en medio de una tribu sumisa y lenguaraz, que vive para las apariencias, servil a la opinión pública. La vida se ve arrastrada a un fracaso de lastimosos desvelos y desastres. Decís que los dioses deberían respetar una vida que les pertenece, pero os han abandonado en las ciudades a una nube de molestias insignificantes: Mirmidons, race féconde, mirmidons, enfins nous commandons; Jupiter livre le monde aux mirmidons, aux mirmidons.|!5! Terribles condiciones, contrarias a los dioses, cuando se comparan con los mirmidones. Nosotros, los vastagos de los mirmidones, ¡es nuestra ocasión! Tomamos el relevo, Júpiter les ha puesto el globo en las manos a los mirmidones, a los mirmidones. ¿Qué es más odioso que el ruido y la gente que chilla y llora? Esa gente cuya veleta señala siempre el este, que vive para cenar, llama al médico, indulgente consigo misma, que se ca lienta los pies en la estufa, que intriga para asegurarse la poltrona y un rincón a salvo de las corrientes de aire. Dejad que empiecen a contaros sus dolencias y el sol se pondrá antes de que terminen. Dejad que esos chanceros nos libren de la presunción de las pequeñas necesidades. Para un hombre que está trabajando, la escarcha es un color: olvida la lluvia y el viento cuando llegan. Aprendamos a vivir con dificultades, a vestir con sencillez y a acostarnos en una cama dura. El menor hábito de dominio sobre el paladar tiene efectos benéficos que no suelen estimarse. No resultemos tampoco quisquillosamente abstemios. Es una superstición insistir en una dieta especial. Todo está hecho de los mismos átomos químicos. Un hombre que persigue la grandeza no tiene necesidades pequeñas. ¿Cómo os va a importar la dieta, el lecho, el vestido, los saludos o los cumplidos, ni siquiera lo que habéis llevado a cabo, cuando pensáis lo pobres que resultan la maquinaria y los trabajadores? Wordsworth fue alabado en mi presencia, en Westmoreland, por haber dado a sus vecinos un ejemplo de modestia en su hogar, donde la comodidad y la cultura estaban aseguradas sin derroche. Un muchacho que lleva una gorra deslustrada y una chaqueta gastada para asegurarse la plaza que desea en la universidad y el derecho a usar la biblioteca ha sido educado con cierto propósito. Hay una buena parte de abnegación y firmeza en las casas humildes y de clase media, en la ciudad y en el campo, que no se ha reflejado en la literatura y que nunca lo hará, pero que conserva la dulzura de la tierra; que ahorra en lo superfluo y gasta en lo esencial, que parece tosca y educa al muchacho, que vende el caballo y construye una escuela, que trabaja de sol a sol, empleada en los telares de las fábricas para pagar la hipoteca de la granja Paterna y volver luego alegremente al trabajo. No podemos prescindir de los grandes beneficios sociales de las ciudades; hay que aceptarlos con cautela y a cierta distancia: entonces proporcionaran toda su utilidad a aquel que podria pasar sin ellos. Id a la ciudad de vez en cuando; los habitos han de formarse en el retiro. La soledad, salvaguarda de la mediocridad, es el amigo fiel del genio, el frio y oscuro abrigo donde mudara las plumas de las alas que le llevarán más allá de los soles y las estrellas. Quien haya de inspirar y dirigir a su raza no habrá de viajar con las almas de otros hombres, ni vivir, respirar, leer o escribir a tenor del diario y gastado yugo de sus opiniones. «Por la mañana, soledad», decía Pitágoras, para que la naturaleza le pueda hablar a mi imaginación como no lo haría en compañía y conozca las fuerzas divinas que se revelan al pensamiento serio y abstracto. Es cierto que Platón, Plotino, Arquímedes, Hermes, Newton, Milton, Wordsworth no vivían entre multitudes, pero a veces descendían a ellas como benefactores. Un instructor sabio tratará de asegurar, en la disposición del tiempo y los cuidados de la vida de un alma joven periodos y hábitos de soledad. Podríamos decir que la gran ventaja de la vida universitaria es, a menudo, mecánica: una habitación propia y caldeada, que los padres no dudarán en darle al muchacho en Cambridge, aunque no la hubieran juzgado necesaria en casa. Decimos soledad para acentuar el carácter del tono del pensamiento, pero si pudiera ser compartida por dos o más de dos sería más feliz y no menos noble. «Nosotros cuatro», escribió Neandro a sus amigos sagrados, «disfrutaremos en Halle de la bendición interior de una civitas Dei, cuyo fundamento será la amistad eterna. Cuanto más os conozco, menos me satisfacen y aún menos lo harán los demás compañeros. Su presencia me aturde. El entendimiento vulgar se retira del único centro de toda existencia». La soledad reduce la presión de las impertinencias presentes para que pueda haber relaciones más universales y humanas. El santo y el poeta buscan la intimidad con los fines más públicos y universales: el secreto de la cultura es interesar al hombre en sus cualidades públicas más que en las privadas. He aquí un nuevo poema, que suscita muy buenos comentarios en la prensa y en las conversaciones. Gracias a ellos sería sencillo deducir el veredicto de los lectores, que ha sido desfavorable. Al poeta, como al artesano, sólo le interesa la alabanza, no la censura, aunque sea justa. El pobre poeta sólo atiende a eso y rechaza la censura, que demuestra la incapacidad del crítico. Pero el poeta cultivado se convierte en propietario de ambas compañías, dice el señor Clarín, en la compañía Clarín y en la compañía de la humanidad. Al cabo, está exultante con la demostración de la superficialidad de Clarín en la misma medida en que sus intereses le causan placer en el éxito de la compañía, pues la depreciación de sus valores en Clarín sólo pone de relieve el inmenso valor de sus reservas de humanidad. Tan pronto como se pone de parte de su crítico, con alegría, contra sí mismo, es un hombre cultivado. Hemos de tener una cualidad intelectual en toda propiedad y en toda acción, o no valdrán nada. Debo tener hijos, debo participar en los acontecimientos, debo tener un estado social e historia, o mi pensamiento y mi habla carecerán de cuerpo O base. Pero, para darle valor a esos accesorios, he de saber que son posesiones tan ostentosas como contingentes, más atractivas para los demás que para mí. Podemos ver esta abstracción en el escolar, como una cuestión de hecho, pero cobra un encanto mayor cuando la descubrimos en los hombres prácticos. Bonaparte, como César, fue un intelectual y podía contemplar sin emoción los objetos en sí mismos. Aunque egoísta à |’outrance, podía criticar una obra, un edificio o un carácter con fundamentos universales y dar una opinión justa. Un hombre al que conozcamos sólo como una celebridad en política o en los negocios gana en nuestra estimación si descubrimos que posee un gusto o destreza intelectuales, como cuando nos enteramos de que a lord Fairfax, el general del Parlamento Largo, le apasionaba el estudio de las antigtiedades; o de que el regicida francés Carnot tenía un talento sublime para las matemáticas; o del éxito en poesía de un banquero contemporáneo; o de la devoción por la ornitología de un periodista parcial. De igual modo, si al viajar por los melancólicos desiertos de Arkansas o Texas observáramos que, en el asiento contiguo, un hombre lee a Horacio o a Marcial o a Calderón, querríamos abrazarlo. En profesiones que requieren una energía firme, como los soldados, capitanes navales e ingenieros civiles, se manifiesta a veces una hermosa penetración, aunque sólo sea en cierta gentileza fuera del servicio, una admisión bienintencionada de que hay ilusiones. ¿Quién diría que no es ese su esparcimiento? Variamos la frase, no la doctrina, cuando decimos que la cultura franquea el sentido de la belleza. Es un mendigo el que sólo vive para lo útil y, aunque sirviera de alfiler o remache en la máquina social, no podría decirse que ha llegado a la posesión de sí mismo. Sufro todos los días por la falta de percepción de la belleza en la gente. Las personas no se dan cuenta del encanto con el que pueden embellecerse todos los momentos y objetos, el encanto de los modales, del dominio de uno mismo, de la benevolencia. La tranquilidad y la jovialidad son el equipaje del caballero, el reposo en medio de la energia. Las grandes piezas bélicas de los griegos transmiten calma; los héroes, comprometidos en acciones violentas, conservan un aspecto sereno, como decimos de las cataratas del Niagara, que caen sin apresurarse. Un rostro jovial e inteligente es el fin de la cultura y un éxito suficiente. Indica que se ha logrado alcanzar el propósito de la naturaleza y la sabiduría. Nos domesticamos cuando nuestras facultades más elevadas están activas; la torpeza y la incomodidad ceden su sitio a movimientos naturales y gráciles. Es sabido que la contemplación de los grandes periodos y espacios de la astronomía nos presta dignidad e indiferencia a la muerte. La influencia de un hermoso escenario, la presencia de las montañas, apacigua nuestra irritación y eleva nuestras amistades. Incluso una cúpula elevada y el extenso interior de una Catedral tienen un efecto notorio en nuestro comportamiento. He oído decir que las personas inflexibles pierden algo de su rigor bajo techos altos y en salas espaciosas. Creo que la pintura y la escultura nos enseñan a comportarnos y derogan la prisa. Pero, sobre todo, la cultura tendría que reforzar, por medio de una influencia superior, las habilidades empíricas de la elocuencia, la política, el comercio y las artes útiles. Hay cierta elevación de pensamiento y poder de ordenar y ajustar cuestiones particulares que sólo puede darse por la intuición de todas sus conexiones. El orador que ha visto alguna vez las cosas en su orden divino no las perderá de vista y tendrá un fundamento más sólido para referirse a sus asuntos; aunque no mencione la filosofía, tendrá cierta maestría en tratar con ellos y será difícil confundirle o atemorizarle, lo que distinguirá su manera de tratar las cosas de la de los abogados y apoderados. Un hombre que esté en pie de igualdad con las cabezas de los partidos en Washington leerá los rumores de los periódicos y los vaticinios de los políticos de provincias con una clave de lo verdadero y lo falso de cada afirmación y sabrá cómo acabará todo. Arquímedes se daría cuenta, de un vistazo, de lo adecuada que es vuestra maquinaria de Connecticut. Alguien que no sólo supiera lo que Platón, sino lo que San Juan podría enseñarle, solventaría sus asuntos con cierta majestad. Platón dice que Pericles debía su elevación a las lecciones de Anaxagoras. Burke descendía de una esfera superior cuando influia en los asuntos humanos. Franklin, Adams, Jefferson, Washington mostraban una hermosa humanidad ante la cual los alborotadores de los senados modernos semejan politicos de taberna. Hay elevados secretos de la naturaleza que no son para los aprendices, sino para los aventajados. Hay lecciones que solo aprenden los valientes. Tenemos que reconocer a nuestros amigos bajo mascaras horribles. Nuestros amigos son las calamidades. Ben Jonson lo especifica en su oración a las musas: Quitadle la inquina del tiempo, la mala voluntad de los tribunales, y, reconciliado, mantenedlo en suspenso, hacedle perder a sus amigos y, lo que es peor, casi todos los caminos que podrían mejorarlo; conmigo habéis dejado una musa mejor que has traído contigo, bendita pobreza. Deseamos aprender filosofía de memoria y jugar al heroísmo. Pero Dios, que es más sabio, dice: «Adopta la vergüenza, la pobreza y la penosa soledad que pertenecen a quienes dicen la verdad. Prueba el cáliz de la amargura además de la dulzura. El cáliz de la amargura puede enseñar lecciones dignas de ser conocidas». Cuando el Estado se agita, las cualidades personales son más decisivas que nunca. No temáis una revolución que os obligará a vivir cinco años en uno. No seáis tan remisos a hacer enemigos. Id a Coventry y que el populacho os arroje su frío desprecio. El perfecto hombre de mundo debe probar todas las manzanas. Tiene que mantener sus odios a raya, sin rencor. No tiene amigos ni enemigos, sino que valora a los hombres como canales de poder. Quien se propone algo elevado ha de temer un hogar tranquilo y modales populares. En ocasiones, el cielo rodea un carácter raro de falta de gracia y odio, como el zurrón que protege el fruto. Si hay algo grande y bueno reservado para vosotros, no acudirá a la primera o segunda llamada ni tendrá la forma de los plácidos grabados de moda en la ciudad. La popularidad es para las muñecas. «Pendiente y escarpado», dijo Porfirio, «es el camino de los dioses». Abrid vuestro Marco Aurelio. En opinión de los antiguos, el gran hombre desdeñaba la distinción y se oponía a las adversidades de la fortuna. Preferían un barco noble, sorprendido por la marea, en lucha con los vientos y el oleaje, desmantelado y desarbolado, a otro abrigado en el puerto, con los colores ondulantes y toda su artilleria. Bettine replicó a la madre de Goethe, que le reprendia por su torpeza en el vestir: «Si no puedo vestirme como imagino, en nuestra pobre Francfort, no llevaré las cosas mas lejos». La juventud debe tener en cuenta en lo que vale la inconcebible levedad de la opinión local. Cuanto más vivimos, más hemos de soportar la existencia elemental de hombres y mujeres. Un corazón valiente tiene que tratar a la sociedad como a un niño y no dejarle que sea ella la que dicte lo que hay que hacer. «Todas esas virtudes severas y restrictivas», dijo Burke, «son demasiado costosas para la humanidad». ¿Quién querría ser severo? ¿Quién querría resistirse a la eminencia y el refinamiento en aras de la pobreza, de lo ordinario y falto de refinamiento? ¿Quién, que se atreviera a ello, mantendría la dulzura de su temperamento y el ánimo jovial? Las virtudes más altas no son joviales y obtienen su recompensa en una fama posterior. ¡Procuramos bosques de laureles, y las lágrimas de la humanidad, a quienes se mantienen firmes contra la opinión de sus contemporáneos! La medida del maestro es su éxito en atraer a todos los hombres a su opinión veinte años después. Dejadme decir aquí que la cultura no podría empezar demasiado pronto. Al hablar con los hombres de letras, observo que perdieron con compañías más rudas los años de juventud que podrían haberle dado, en su estimación, una cualidad religiosa e infinita a la literatura de imaginación. He descubierto, también, que las oportunidades de la apreciación aumentan siendo hijo de quien haya practicado la apreciación y que esos muchachos que ahora crecen no sólo llegan años tarde, sino dos o tres nacimientos tarde, para convertirse en hombres de letras. Uno de los motivos del hombre de letras es que, igual que en una vieja comunidad un propietario de buena familia, tras el ímpetu de la juventud, se convierte en un marido solícito y siente el deseo habitual de que su administración no menoscabe su hacienda y pueda entregársela al siguiente heredero en condiciones tan favorables como él la recibió, un hombre considerado se reconocerá sujeto a la mejora secular que ha mitigado, curado y refinado a la humanidad y evitará cualquier ejercicio de su fuerza, por placer o ganancia, que ponga en peligro esa acumulación social y secular. Los fósiles estratificados nos enseñan que la naturaleza comenzó con formas rudimentarias y se elevó a las más complejas tan pronto como la tierra estuvo preparada para ser su morada y que los seres inferiores perecen cuando aparecen los superiores. Pocos especimenes de nuestra raza podrian considerarse hombres acabados. Aún llevamos adheridos restos de la organización cuadrupeda precedente. Llamamos hombres a todos esos millones, pero aún no son hombres. Medio enterrado, escarbando para liberarse, el hombre necesita toda la música que se le pueda proporcionar para ser libre. ¡Ojalá el amor, el amor apasionado, con lágrimas y gozo; la necesidad con su látigo, la guerra con sus cañones, el cristianismo con su caridad, el comercio con su dinero, el arte con sus grabados, la ciencia con sus telégrafos tendidos por el espacio y el tiempo pudieran poner a punto sus torpes nervios y, golpe a golpe, romper los muros de la crisálida y dejar que la nueva criatura emergiera erecta y libre, para ponerse en camino y cantar su pean! La época del cuadrúpedo ha pasado y empieza la época del cerebro y el corazón. Llegará el día en que las formas del mal que hemos conocido ya no puedan organizarse. La cultura del hombre no puede prescindir de nada, necesita todos los materiales. Tiene que convertir todos los impedimentos en instrumentos, todos los enemigos en poder. El formidable mal será el esclavo más útil. Si pudiéramos leer el futuro de la raza insinuado en el esfuerzo orgánico de la naturaleza por acumular y mejorar, y el impulso correspondiente hacia lo mejor del ser humano, nos atreveríamos a decir que no habrá nada que el hombre no supere y transforme, hasta que, al final, la cultura absorba el caos y la gehena. El hombre convertirá las furias en musas y los infiernos en beneficio. V COMPORTAMIENTO La gracia, la belleza y el capricho construyeron este portal dorado; graciosas mujeres, hombres elegidos, deslumbran al mortal: el dulce y noble rostro de aquellos es su encantador alimento; no necesita ir tras ellos, su forma a solas le asedia. Rara vez los mira a la cara, sus ojos exploran el terreno, la verde hierba es un espejo donde halla aquellos rasgos. Apenas les dice nada danza el corazón en su pecho, y la serenidad le priva de ingenio, palabras, reposo. Demasiado débil para vencer y cariñoso para rehuir a los tiranos de su condena, el defraudado Endimión se desliza a la tumba. El alma que anima la naturaleza no resulta menos significaba en la figura, movimiento y gesto de cuerpos animados que en su último vehículo de expresión articulada. Este silencioso y sutil lenguaje conforma los modales; no qué, sino cómo. La vida expresa. Una estatua no tiene lengua y no la necesita. Los buenos cuadros no precisan declamación. La naturaleza cuenta cada vez un secreto. SÍ, pero en el hombre lo cuenta todo el tiempo, por la forma, actitud, gesto, porte, la cara y sus facciones, y por toda la acción de la máquina. Llamamos modales a la acción o conducta visible del individuo que resulta de la combinación de su organización y voluntad. ¿Qué somos sino pensamiento que penetra manos y pies, que controla los movimientos del cuerpo, el habla y el comportamiento? Siempre hay una manera mejor de hacerlo todo, incluso de cocer un huevo. Los modales son las maneras felices de hacer las cosas; primero un golpe de genio o de amor, luego repetido y endurecido por el uso. Al final forman un rico barniz con el que se limpia la rutina de la vida y se adornan sus detalles. Si son superficiales, también lo son las gotas de rocío que otorgan esa profundidad a los prados matinales. Los modales son comunicables; los hombres los captan mutuamente. Consuelo, en el romance, se jacta de las lecciones que ha dado a los nobles en cuestión de modales sobre el escenario, y en la vida real. Taima enseñó a Napoleón las artes del comportamiento. El genio inventa modales excelentes, que el barón y la baronesa copian de inmediato y, con la ventaja del palacio, mejoran la instrucción. Estereotipan en cierto modo la lección que han aprendido. El poder de los modales es incesante: se trata de un elemento tan inocultable como el fuego. La nobleza no puede disimularse en ningún país, no más en una república o una democracia que en un reino. Ningún hombre puede resistir su influencia. Hay ciertos modales que se aprenden en la buena sociedad, con tal fuerza que, si una persona los tiene, él o ella deben ser tratados con consideración y bien recibidos en tocias partes, aunque no posean belleza, riqueza o genio. Dad a un muchacho habilidad y talento y le habréis dado la maestría de palacios y fortunas dondequiera que vaya. No tendrá la inquietud de adquiridos o deberlos a nadie; es solicitado por ellos para entrar en su posesión. Enviamos muchachas con una disposición tímida y retraída al internado, a la escuela de equitación, a la de baile, o allí donde puedan conocer a personas destacadas de su propio sexo; donde puedan aprender modales y tenerlos a mano. El poder de una mujer a la moda para guiar, y también para intimidar y repeler, deriva de que las demás crean que conoce recursos y comportamientos que les están vedados; pero cuando estas conocen su secreto, aprenden a enfrentarse a ella y recuperan el dominio de sí mismas. Cada día es testigo de su gentil regla. La gente que impondría, ahora ya no impone. El círculo mediocre aprende a exigir lo que pertenece a un estado superior de naturaleza o de cultura. Vuestros modales están siempre sometidos a examen por comités que no levantan sospechas —como un policia de paisano—, y que os otorgan o niegan los mayores premios cuando menos pensais en ello. Hablamos mucho de empresas, pero nos asociamos por nuestros modales. Durante los negocios, nos dirigimos a aquel que conoce, tiene o hace esto o aquello que necesitamos, y no permitimos que nuestro gusto o sentimiento sea un obstaculo. Pero, acabada esa actividad, volvemos al estado indolente y deseamos a aquellos con los que estamos a gusto, que iran donde vayamos, cuyos modales no nos ofendan, cuyo tono social esté de acuerdo con el nuestro. Cuando reflexionamos sobre su fuerza alegre y persuasiva; sobre cOmo recomiendan, preparan y arrastran a las personas; sobre cómo, en todos los clubes, los modales hacen a los miembros; sobre cómo los modales suponen la fortuna del joven ambicioso; sobre el hecho de que, casi siempre, sus modales se casan con él y él con ellos; cuando Pensamos en la llave que suponen y respecto a qué secretos; sobre qué elevadas lecciones e inspirados toques de carácter transmiten y qué adivinación se nos exige para leer este hermoso telegrama, entonces vemos la importancia del asunto y sus relaciones con la conveniencia, el poder y la belleza. Su primer servicio es muy bajo; son la moralidad menor, aunque se trata del principio de la cortesía: hacernos, supongo, soportables unos a otros. Los apreciamos por su áspera y plástica fuerza purificadora: para sacar a la gente de su estado cuadrúpedo, lavarla, vestirla y ponerla erguida; para mudar sus cascaras y hábitos animales, obligarla a estar limpia, intimidar su rencor y mezquindad, enseñarle a ahogar la expresión vulgar y escoger la generosa y hacerla saber cuán feliz es el comportamiento generoso. Las leyes no pueden alcanzar al mal comportamiento. La sociedad está infestada de personas groseras, cínicas, inquietas y frívolas que hacen presa en los demás, a las que una opinión pública concentrada en los buenos modales — formas aceptadas por el sentido común— puede alcanzar: los contradictores y denigrantes en mesas públicas y privadas que son como terriers, que consideran que el deber de un perro es aullar a cada peatón y honrar la casa ladrándole aun cuando ya esté lucia (lela vista; he visto hombres que relinchan como un caballo cuando se los contradice o se dice algo que no entienden; luego los osados, que se invitan a sí mismos a entrar en vuestro hogar; el hablador perseverante que os brinda su compañía en dosis grandes y saturadas; los que se compadecen a sí mismos, una clase peligrosa; el frívolo Asmodeo que confía en que consigáis atarle con cuerdas de arena; los monótonos: en suma, todo tipo de absurdo que supone un castigo social del que el juez no os podrá defender ni curar y que debe ser confiado a la fuerza restrictiva de la costumbre, de los proverbios y de las reglas familiares del comportamiento impresas en los jóvenes desde su época escolar. En los hoteles a las orillas del Misisipí publican, o solían publicar, entre las normas de la casa, que «no se permitirá a ningún caballero sentarse a la mesa sin chaqueta»; y en el mismo país, en los bancos de las iglesias, pequeños letreros advierten al devoto contra una ruidosa expectoración. Charles Dickens, de manera mortificante para sí mismo, emprendió la reforma de los modales americanos en incontables particulares. Pienso que la lección no se perdió del todo, pues atacaba los malos modales para que los patanes pudieran ver la deformidad. Por desgracia, el libro tenía su propia deformidad. No debería ser necesario informar en una sala de conferencias a los extranjeros de que no hablen en voz alta; ni a personas que contemplan hermosos grabados de que no deben manosearlos como telarañas y alas de mariposa; ni a personas que miran una estatua de mármol de que no han de golpearla con bastones. No obstante, incluso en la perfecta civilización de esta ciudad, tales avisos no resultan por completo innecesarios en el ateneo y la biblioteca pública. Los modales son artificiales y se deben tanto a la circunstancia como al carácter. Si contempláis los retratos de patricios y de campesinos de diferentes épocas y países, comprobaréis cómo se corresponden con las mismas criases en nuestras ciudades. El moderno aristócrata no está sólo bien dibujado en los dogos venecianos de Tiziano y en las monedas y estatuas romanas, sino también en las pinturas que el comodoro Perry trajo al país de dignatarios del Japón. Las amplias tierras y grandes intereses no sólo llegan a las cabezas que pueden manejarlos, sino que forman modales de poder. Una mirada aguda verá también hermosas gradaciones de rango, o verá en los modales el tipo de homenaje que el grupo suele recibir. Un príncipe que se acostumbra a diario a ser cortejado por las mayores dignidades adquiere una expectación correspondiente y el modo apropiado de recibir y responder a este homenaje. Siempre hay modos y personas excepcionales. Grandes ingleses afectan ser granjeros. Un chismoso es un mequetrefe y, bajo el acabado del atuendo y la ligereza del comportamiento, oculta el terror de su guerra. Pero la naturaleza y el destino son sinceros y nunca olvidan dejar su marca, imponer un signo para todas y cada una de las cualidades. Conquistar la propia cara es mucho y, tal vez, el joven ambicioso cree que posee todo el secreto cuando ha aprendido los modales desenvueltos y dominantes. No os dejéis engañar por una fácil apariencia. Los hombres tiernos a veces tienen fuerte voluntad. En Massachusetts teníamos un viejo estadista que se sentó toda su vida en los tribunales y escaños del estado sin ser Capaz de superar una extrema irritabilidad de rostro, voz y porte; cuando hablaba, su voz no le servía; crujía, se quebraba, resollaba, cantaba; poco le importaba; sabía que la tenía para cantar, resollar o chirriar su argumento y su indignación. Una vez se sentaba, tras haber hablado, parecía víctima de un ataque y se agarraba a la silla con ambas manos; pero por debajo de esa irritabilidad había una voluntad pujante, firme y progresiva, y una memoria en que se depositaba con orden y método, como estratos geológicos, cada hecho de su historia bajo el control de su voluntad. Los modales son en parte artificiales, pero, en lo principal, debe haber Capacidad para la cultura en la sangre. De lo contrario, la cultura sería en vano. El obstinado prejuicio en favor de la sangre que reside en la base de las fábricas feudales y monárquicas del Viejo Mundo tiene cierta razón de ser en la experiencia común. Todo hombre —matematico, artista, soldado o mercader— busca confiadamente en su hijo algunos de sus rasgos y talentos, que no se atrevería a suponer en el hijo de un extranjero. Los orientalistas son muy ortodoxos al respecto. «Coge un espino», dijo el emir Abdel-Kader, «y rocíalo con agua durante un año; sólo dará espinas. Coge una palmera, déjala a su cuidado y siempre producirá dátiles. La nobleza es la palmera y el populacho árabe es el espino». Un hecho destacado en la historia de los modales es la maravillosa expresividad del cuerpo humano. Si estuviera hecho de cristal o de aire y los pensamientos estuvieran escritos en tablas de acero, no podría publicar con mayor verdad que ahora su significado. Los sabios leen con agudeza vuestra historia privada en la mirada, el paso y el comportamiento. Toda la economía de la naturaleza se inclina a la expresión. El cuerpo revelador es todo lenguas. Los hombres son como relojes ginebrinos con caras de cristal que exhiben todo el movimiento. El licor de la vida sube y baja por ellos en hermosas botellas y anuncia a los curiosos cómo se encuentra. El rostro y los ojos revelan lo que el espiritu esta haciendo, su edad y su objetivo. Los ojos indican la antigtiedad del alma, o a través de cuantas formas ha ascendido. Casi se violaria la conveniencia si dijéramos en voz alta lo que la mirada confesora no duda en decir a todo transeunte. El hombre no puede fijar la mirada en el sol, y esa es su imperfección. En Siberia, un viajero descubrió hace poco a hombres que podían ver los satélites de Júpiter a simple vista. En ciertos aspectos los animales nos superan. Las aves tienen mayor vista junto a la ventaja del elevado observatorio de sus alas. Una vaca puede indicar a su ternero con una señal secreta, probablemente del ojo, que huya o yazca y se esconda. Los jinetes dicen que ciertos caballos pueden «dominar el terreno con la mirada». La vida exterior y la caza y el trabajo dan un vigor igual al ojo humano. Un granjero os mira con tanta fortaleza como un caballo; su mirada es como el golpe de un garrote. El ojo puede amenazar como una pistola cargada o insultar como un silbido o una patada; o, con humor alterado, por destellos de amabilidad, puede hacer que el corazón baile de gozo. El ojo obedece con exactitud a la acción del espíritu. Cuando un pensamiento nos impresiona, la mirada se fija y queda prendida a lo lejos; al enumerar los nombres de personas O países, como Francia, Alemania, España, Turquía, los ojos pestañean a cada nombre. No hay belleza del aprendizaje buscado por el espíritu que los ojos no traten de adquirir. «Un artista», dijo Miguel Ángel, «debe tener sus herramientas en el ojo, no en la mano», y el catálogo de sus realizaciones no tiene fin, ya sea en la visión indolente (de la salud y la belleza) o en la visión esforzada (del arte y el trabajo). Los ojos son osados como leones: vagan, corren, saltan aquí y allá, cerca y lejos. Hablan todos los lenguajes. No esperan presentación alguna; no son ingleses; no piden permiso por rango o edad; no respetan la pobreza ni la riqueza, ni el saber o el poder, ni la virtud o el sexo, sino que interrumpen y vuelven de nuevo y os atraviesan al instante. ¡Qué inundación de vida y pensamiento se descarga de un alma a otra a través de ellos! La mirada es magia natural. La misteriosa comunicación que se establece en una casa entre dos completos desconocidos mueve todas las fuentes del asombro. La comunicación por la mirada, en su mayor parte, no está sujeta al control de la voluntad. Es el símbolo corporal de la identidad de la naturaleza. Miramos a los ojos para saber si esta nueva forma es otra identidad, y los ojos no mentirán, sino que harán una fehaciente confesión de quién habita alli. A veces las revelaciones son terrorificas. Si se admite que existe un demonio vulgar y usurpador, el observador parecerá sentir la agitación de búhos, murciélagos y pezuñas donde buscaba inocencia y sencillez. Es notable también que el espíritu que aparece en las ventanas de una casa se invista de pronto de una nueva forma propia para el que la contempla. Los ojos de los hombres conversan tanto como sus lenguas, con la ventaja de que el dialecto ocular no necesita diccionario, sino que se entiende en todo el mundo. Cuando los ojos dicen una cosa y la lengua otra, el hombre experimentado confía en el lenguaje de los primeros. Si un hombre está descentrado, la mirada lo muestra. Podéis leer en los ojos del compañero si vuestro argumento le alcanza aunque su lengua no lo confiese. Hay una mirada por la que el hombre muestra que va a decir algo bueno, y otra mirada cuando lo ha dicho. Todos los excelentes oficios y ofertas de la hospitalidad son vanos y olvidados si no hay alegría en la mirada. ¡Cuántas furtivas inclinaciones admitidas por ella, aunque disimuladas por los labios! Suele ocurrir que se haya estado con otras personas sin decir nada y sin oír ninguna observación importante y, sin embargo, si se está en sintonía con la sociedad, no se tendrá conciencia de este hecho por la corriente de vida que fluye hasta la persona y sale de ella a través de la mirada. A buen seguro hay ojos que no permiten más la entrada en el hombre que arándanos. Unos son líquidos y profundos: pozos en los que el hombre podría caer. Otros son agresivos y devoradores y parecen avisar a la policía, llamar demasiado la atención y exigir avenidas atestadas y la seguridad de millones para proteger a los individuos contra ellos. Conozco el ojo militar, que resplandece oscuramente bajo cejas rústicas o clericales. Es la ciudad de Lacedemonia; es un montón de bayonetas. Hay ojos interrogativos, ojos afirmativos, ojos merodeadores y ojos Henos de hado: unos de buen y otros de siniestro presagio. El supuesto poder para calmar la locura o la ferocidad en las bestias es un poder tras la mirada. Tiene que ser una victoria lograda en la voluntad antes de que pueda significar algo en los ojos. Es muy cierto que cada hombre lleva en su mirada la indicación exacta de su rango en la inmensa escala de los hombres, y siempre estamos aprendiendo a leerla. Un hombre completo no debería necesitar auxiliares en su presencia personal. Cualquiera que le mirara consentiría en su voluntad tras comprobar que sus objetivos fueran generosos y universales. La razón por la que los hombres no nos obedecen es porque ven el fango al fondo de nuestros ojos. Si el órgano de la vista es tal vehículo de poder, los otros rasgos tienen el suyo. Un hombre encuentra espacio en las pocas pulgadas de la cara para las facciones de todos sus antepasados, para la expresión de toda su historia y sus necesidades. El escultor Winckelmann y Lavater pueden deciros lo significativa que es una nariz; cómo su forma expresa la fuerza o debilidad de la voluntad y el buen o mal humor. La nariz de Julio César, de Dante y de Pitt sugiere «los terrores del pico». ¡Qué refinamiento y qué limitaciones revelan los dientes! «Cuídate de reír», decía la madre sabia, «porque mostrarás todos tus defectos». Balzac dejó en manuscrito un capítulo que llamó Théorie de la démarche, en que dice: «La mirada, la voz, la respiración y la actitud o el paso son idénticos. No obstante, como no le ha sido dado al hombre el poder de estar en guardia a la vez sobre estas cuatro expresiones simultáneas y diferentes de su pensamiento, observad la que dice la verdad y conoceréis al hombre completo». Los palacios nos interesan sobre todo por la exhibición de los modales que en la ociosa y cara sociedad que reside en ellos se elevan a un arte superior. La máxima de las corles es que los modales son poder. Un porte tranquilo y resuelto, un habla pulida, un embellecimiento de naderías y el arte de ocultar todo sentimiento desagradable son esenciales para el cortesano; y Saint-Simon, y el Cardenal de Retz, y Roedeger y una enciclopedia de Mémoires os instruirán, si lo deseáis, en esos potentes secretos. Es un punto de orgullo en los reyes recordar caras y nombres. Se cuenta de un príncipe cuya cabeza tenía el aire de cierta inclinación a fin de no humillar a la multitud. Hay gente que llega siempre como un niño con un recorte de buenas noticias. Del fallecido Lord Holland se decía que siempre bajaba a desayunar con el aspecto de un hombre que acaba de tener una señal de buena suerte. En Notre Dame, el noble ocupa su lugar en la tarima con la mirada del que está pensando en otra cosa. Pero no debemos mirar ni escuchar a hurtadillas a la entrada del palacio. Los buenos modales necesitan el apoyo de los buenos modales en los demás. Un hombre de letras puede ser un hombre bien criado o no. Cuando un entusiasta se presenta en la sociedad de los literatos se encuentra helado y silenciado por no sentirse en su elemento. Ellos tienen algo que él no tiene y que, según parece, debería tener. Pero si se encuentra con el hombre de letras aparte de sus compañeros, entonces es el turno del entusiasta y aquel no tiene defensa y debe tratarlo en sus términos. Ahora deben pelear en la batalla segun su fuerza personal. ¿Cuál es el talento de ese personaje tan común, el exitoso hombre de mundo, en los mercados, senados y salones? Modales: modales de poder; juicio para entender su ventaja y modales a la altura. Ved cómo se aproxima su hombre. Sabe que las tropas se comportan tal como se las maneja desde el principio; ese es su secreto barato: precisamente lo que les ocurre a dos personas que se encuentran en cualquier asunto; una percibe al instante que tiene la clave de la situación, que su voluntad comprende la de la otra, como el gato y el ratón, y sólo tiene que usar la cortesía y proporcionar razones naturales a su víctima para ocultar la cadena, de modo que no le avergiience oponer resistencia. El teatro donde esta ciencia de los modales tiene una importancia formal para nosotros no es la corte, sino el palco, donde, tras los negocios del día, hombres y mujeres se hallan ociosos para el mutuo entretenimiento en salones decorados. Por supuesto, el lugar tiene diversos méritos y atractivos, pero no podemos alabarlo en exceso si pensamos en las personas serias, en los jóvenes que abrigan grandes esperanzas en su corazón. Se trata de una compañía elegante, habladora, donde cada uno se inclina a divertir al otro; sin embargo, el turco linajudo se imaginó que todas las mujeres parecían sufrir en busca de un asiento; que los conversadores estaban trastornados y agotados por falta de oxígeno; que aquello echaba a perder a las mejores personas y todo lo ponía sobre zancos. Sin embargo, aquí se escriben y leen las biografías secretas. El aspecto de aquel hombre es repulsivo; no deseamos tratar con él. El otro es irritable, retraído y está a la defensiva. El joven parece humilde y varonil: lo elegimos. Fijaos en esa mujer. No os brinda belleza, frases brillantes ni distinción, pero todos la ven alegre; su aire y aspecto es saludable. Aquí vienen los sentimentales y los inválidos. Aquí está Elise, que se resfrió al nacer y siempre ha ido a peor desde entonces. Aquí hay modales de ratón y modales de ladrón. «Mirad a Northcote», decía Fuseli, «parece un ratón que ha visto a un gato». En la compañía superficial, que se excita y cansa fácilmente. Bernard está como una columna: los Alleghanies no expresan más reposo que su comportamiento. Aquí está la dulce mirada persecutoria de Cecile; siempre parece preguntar al corazón. Nada puede resultar más excelente que la gracia corintia de los modales de Gertrude y, sin embargo, Blanche, que no tiene modales, tiene mejores modales que ella; porque los movimientos de Blanche son los arranques de un espíritu que basta por el momento y puede permitirse expresar cualquier pensamiento por la accion instantanea. Los modales han sido definidos de manera algo cinica como el logro de los sabios para mantener a distancia a los necios. La moda es astuta para reconocer a aquellos que no estan en su onda y rara vez despilfarra sus atenciones. La sociedad es muy rápida en sus instintos y, si no pertenecéis a ella, se resiste y se burla de vosotros u os deja atrás sin cuidado. La primera arma enfurece al partido atacado; la segunda es aún más efectiva, pero no es posible oponerse a ella, ni se descubre fácilmente la fecha de la transacción. La gente creció y envejeció ion esta herida y nunca sospechó la verdad, adscribiendo la soledad que actúa en ellos de manera injuriosa a cualquier causa, salvo la justa. La base de los buenos modales es la confianza en sí mismo. La necesidad es la ley de todos los que no se dominan a sí mismos. Los que no se dominan a sí mismos se imponen a nosotros y nos perjudican. Algunos hombres se sienten como si pertenecieran a una casta paria. Temen ofender, se inclinan y se excusan, y Caminan por la vida con paso tímido. Así como a veces soñamos que nos encontramos en compañía de personas elegantes sin chaqueta, Godfrey actúa como si siempre sufriera por alguna circunstancia mortificante. El héroe debería encontrarse como en casa allí donde estuviera; debería impartir comodidad por su sola seguridad y buena condición a cuantos le contemplaran. El héroe ha de sufrir por ser él mismo. Una persona fuerte percibe que tiene garantizada la inmunidad mientras rinda a la sociedad algún servicio que le resulte natural y apropiado: una inmunidad frente a todas las observancias y deberes que la sociedad impone tiránicamente a sus soldados rasos. «Eurípides», dice Aspasia, «no tiene los hermosos modales de Sófocles, pero los conductores y maestros de nuestra alma», añade con buen humor, «tienen seguramente el derecho a extender sus ramas con tanto descuido como quieran en un mundo que les pertenece y ante criaturas que han animado»!**], Los modales exigen tiempo y nada es más vulgar que la prisa. La amistad debería estar rodeada de ceremonias y respeto y no aplastada en las esquinas. La amistad exige más tiempo del que por lo general tienen los pobres hombres afanados. Aquí viene Roland hasta mí con un sentimiento delicado que le guía y envuelve como una nube divina o un espíritu santo. Resulta mezquino para ambos que esto no sea ociosamente comprendido, sino que, por el contrario, sea frustrado por asuntos importunos. No obstante, a través de este lustroso barniz, la realidad brilla siempre. Es dificil preservar el qué sin romper esta hermosa pintura del cómo. El corazón saldra a la superficie. La fuerte voluntad y la aguda percepcion superan los viejos modales y crean los nuevos, y el pensamiento del presente tiene un valor mayor que todo el pasado. Con personas de carácter no reparamos en los modales por su naturaleza instantánea. Nos sorprenden las cosas logradas, al margen de la Capacidad para observar su camino. Sin embargo, nada es más encantador que reconocer el gran estilo que atraviesa tales acciones. La gente se oculta tras la mascarada de sus fortunas, títulos, cargos y relaciones, como los presidentes académicos o civiles, o los senadores, los profesores o los grandes abogados, y se impone a los frívolos, y a buena parte de los demás, con su fama. Al menos es cuestión de buenos y prudentes modales tratar tal reputación con delicadeza, como si lo mereciera. Pero el triste realista conoce a esos tipos nada más verlos, y ellos a él, como cuando en París el jefe de la policía entra en un salón de baile y los engalanados pretendientes se encogen y pasan tan inadvertidos como pueden o le dirigen una mirada suplicante. «He recibido por nacimiento el don de la adivinación», dijo la sibila, y siempre nacen Casandras semejantes. Los modales impresionan cuando indican un poder real. Un hombre que está seguro de algo tiene una expresión amplia y satisfecha que todos leen. Y no se puede enseñar a nadie correctamente un aire y unos modales sino haciendo que sea el tipo de hombre para quien tales modales son la expresión natural. La naturaleza da siempre gran valor a la realidad. Lo que se hace por el efecto, se ve que se hace por el efecto; lo que se ha hecho por amor se siente que se ha hecho por amor. Un hombre inspira afecto y honor porque no mentía al esperarlos. Aquello por lo que visitamos a un hombre se hizo en la oscuridad y el frío. Un poco de integridad es mejor que cualquier carrera. Tan profundas son las fuentes de esta acción superficial que incluso el tamaño de vuestra compañía parece variar con su libertad de pensamiento. Ninguna regla de carpintero, ni vara ni cadena medirán las dimensiones de una casa o un solar; entrad en la casa. Si el propietario resulta forzado y evasivo, no importa lo grande que sea la casa, lo hermosos que sean sus cimientos; rápidamente llegaréis al final. Pero si el hombre tiene dominio de sí mismo, es feliz y está a gusto, la casa está bien cimentada, es infinitamente grande e interesante, y el tejado y la cúpula se sostienen como el cielo. Bajo la techumbre mas humilde, la persona más corriente, vestida con sencillez, se sienta alli imponente, gozosa, formidable como los colosos egipcios. Ni Aristóteles, ni Leibniz, ni Junius ni Champollion han fijado las reglas gramaticales de este dialecto, mas antiguo que el sanscrito, pero los que atin no han aprendido a leer el inglés pueden leerlo. Los hombres se toman la medida mutuamente cuando acaban de conocerse y cada vez que se encuentran. ¿Cómo logran ese rápido conocimiento, aun antes de hablar, de la capacidad y disposición recíproca? Se diría que la persuasión de su discurso no está en lo que dicen o que los hombres no convencen por su argumento, sino por su personalidad, por +o que son y lo que han dicho y hecho hasta ese momento. Se escucha a un hombre fuerte y cuanto dice es aplaudido. Otro se le enfrenta con un sólido argumento, y el argumento es examinado hasta que alcanza al espíritu de una persona notable; luego se propaga a la comunidad. La confianza en sí mismo es la base del comportamiento, como garantiza el hecho de que los poderes no se derrochan por una demostración excesiva. En este país, donde la educación escolar es universal, tenemos una cultura superficial y profusión de lectura, escritura y expresión. Hacemos alarde de nuestras cualidades nobles en poemas y oraciones, en lugar de ponerlas a trabajar en la felicidad. Hay un susurro de los tiempos para aquel que pueda comprenderlo: «Aquello que sólo tú conozcas tendrá siempre un gran valor». Hay razón para creer que, cuando un hombre no escribe su poesía, esta escapa a través de él por otros respiraderos en lugar del respiradero de la escritura; se aferra a su forma y sus modales, mientras que los poetas rara vez tienen nada más poético que sus versos. Jacobi decía que «cuando un hombre ha expresado plenamente su pensamiento, es menos dueño de él». Se diría que la regla es que aquello que a un hombre le urge decir irresistiblemente le ayuda a él y a nosotros. Al explicar su pensamiento a los demás, se lo explica a sí mismo; pero cuando lo abre para ostentarlo, le corrompe. La sociedad es el escenario en que se muestran los modales; las novelas son su literatura. Las novelas son el diario o registro de los modales y la nueva importancia de estos libros deriva del hecho de que el novelista empieza a penetrar la superficie y trata esta parte de la vida con mayor dignidad. Todas las novelas solían ser iguales y tenían un tono vulgar. Las novelas nos conducían con un interés estúpido por la fortuna del chico y la chica que describían. Él carecía de esposa y castillo, y el objetivo de la historia era suministrarle una o las dos cosas. Observábamos con simpatía su ascensión, paso a paso, hasta que lograba su meta, se fijaba el día de la boda y seguíamos la procesión de gala desde la casa hasta el festoneado pórtico, y entonces las puertas se cenaban de golpe y el pobre lector quedaba fuera, a la intemperie, sin el beneficio de una idea o un impulso virtuoso. Pero las victorias del carácter son instantáneas y son victorias para siempre. Su grandeza lo aumenta todo. Toda anécdota heroica nos fortifica. Las novelas son tan útiles como biblias si os enseñan el secreto de que lo mejor de la vida es la conversación y el mayor éxito la confianza o el entendimiento perfecto entre personas sinceras. Una definición francesa de amistad es rien que s*entendre, buen entendimiento. El mayor pacto que podemos sellar con nuestro prójimo es el que reza: «Que siempre esté la verdad entre nosotros». Ese es el encanto de todas las buenas novelas, así como el de todas las buenas historias: que los héroes se entiendan mutuamente desde el principio y se traten con lealtad y una profunda confianza mutua. Es algo sublime sentir y decir de otra persona: no necesito encontrarla, hablarle o escribirle. Confío en ella como en mí mismo. Si ha hecho esto o aquello, sé que ha sido lo correcto. En todas las personas superiores que he conocido advierto el carácter directo, la verdad expresada con mayor sinceridad, como si toda obstrucción o malformación hubiera sido apartada. ¿Qué tienen que ocultar? ¿Qué tienen que mostrar? Entre personas nobles y sencillas siempre hay una inteligencia rápida; se reconocen a primera vista y se encuentran en un terreno mejor que el de los talentos y habilidad que puedan poseer, es decir, en la sinceridad y la rectitud. Porque la cuestión no es qué talentos o genio posee un hombre, sino cómo es él respecto a sus talentos, lo que constituye la amistad y el carácter. El hombre que se sostiene a sí mismo tiene al universo de su lado. Se cuenta que el monje Basle, excomulgado por el Papa, cuando murió fue puesto bajo la tutela de un ángel que había de encontrar un lugar para él en el infierno; pero tal era la elocuencia y el buen humor del monje que allí donde fuera era recibido con alegría y tratado con cortesía, aun por los ángeles más desagradables, y cuando conversaba con ellos, en lugar de contradecirle o someterle, se ponían de su parte; incluso los ángeles buenos vinieron de lejos para verle y llevarle a su morada. El ángel que fue enviado a buscar un lugar tic tormento para él intentó conducirle a un abismo aún peor, pero sin éxito. Pues tal era el espíritu satisfecho del monje, que siempre encontraba algo digno de elogio en todo lugar y compañía, aunque estuviera en el infierno, del que hizo una especie de cielo. Al final, el ángel guardián volvió con su prisionero junto a los que le habían enviado y dijo eme no podía hallarse ningún río de fuego en el que ardiera, ya que, en cualquier caso. Basle seguía siendo incorregiblemente Basle. La leyenda dice que su sentencia fue revocada y que se le permitió ir al cielo y fue canonizado como un santo. Hay un toque de magnanimidad en la correspondencia de Bonaparte con su hermano José cuando era rey de España quejaba de que echaba en falta en las cartas de Napoleón el tono afectuoso que había marcado su trato en la infancia. «Siento que creas», replicó Napoleón, «que no volverás a encontrar a tu hermano de nuevo salvo en los Campos Elíseos Es natural que a los cuarenta años no sienta por ti lo mismo que a los doce. Pero mis sentimientos por ti tienen mayor fuerza y verdad. La amistad tiene los rasgos del espíritu». ¡Cuánto perdonamos en aquellos que nos proporcionan el raro espectáculo de los modales heroicos! Les perdonaremos la falta de libros, de artes e incluso de las virtudes más gentiles. ¡Con qué tenacidad los recordamos! He aquí una lección que llevo conmigo desde la infancia en la Escuela de Latín y que se sitúa entre las mejores anécdotas romanas. Marco Escauro fue acusado por Quinto Vario Hispano de haber alentado a los aliados a levantarse en armas contra la república. Pero aquel, lleno de firmeza y gravedad, se defendió a sí mismo de este modo: «Quinto Vario Hispano alega que Marco Escauro, presidente del Senado, alentó a los aliados a tomar las armas; Marco Escauro, presidente del Senado, lo niega. No hay testigos. ¿A quién creéis, romanos?». Utri creditis, Quirites? Cuando hubo dicho estas palabras, fue absuelto por la asamblea del pueblo. He visto modales que producen una impresión similar a la belleza personal, que confieren la misma alegría y nos purifican de igual modo; en experiencias memorables, son repentinamente mejores que la belleza y la tornan superflua y fea. Pero deben ser señalados por una percepción excelente, el conocimiento de la auténtica belleza. Deben mostrar siempre el dominio de sí mismo: no resultaréis fáciles, apologéticos o indiscretos, sino que reinaréis sobre vuestra palabra, y todo gesto o acción indicará poder en reposo. Los modales deben estar inspirados por un buen corazón. Nada embellece mas la complexión, la forma o el comportamiento que el deseo de esparcir gozo, y no dolor, a nuestro alrededor. Es bueno proporcionar comida a un extranjero, o un alojamiento nocturno. Es mejor ser hospitalario con su buen sentido y pensamiento y animar a la compañía. Debemos ser tan corteses con un hombre como lo somos con un cuadro al que damos la ventaja de una buena iluminación. No hay que pensar en preceptos especiales: el talento de obrar bien los contiene todos. Cada hora mostrará un deber tan principal como el de mi capricho actual; sin embargo, diré que hay un tópico superficialmente prohibido a todos los mortales bien criados y racionales, a saber: su malhumor. Si no habéis dormido, o si habéis dormido, o si os duele la cabeza, o tenéis ciática, o lepra, o apoplejía, os imploro por todos los ángeles que os calméis, que no mancilléis la mañana, a la que todos los huéspedes traen pensamientos serenos y agradables, con gemidos y corrupción. Salid al azul, amad el día, no dejéis al cielo fuera del paisaje. La persona mayor y más meritoria ha de trabar, con mucha modestia, nuevas relaciones, respetando las comunicaciones divinas de las que se supone que ha de proceder lo nuevo. Un anciano, que añadía una elevada cultura a una larga experiencia de vida, me dijo: «Cuando entres en la habitación, trataré de lograr que la humanidad te resulte bella». En lo que respecta a la delicada cuestión de la cultura, no creo que puedan establecerse sino reglas negativas. Las reglas positivas, las sugerencias, sólo las inspira la naturaleza. ¿Quién se atreverá a guiar a una joven, a una doncella, con perfectos modales? El término medio es muy delicado, difícil, digámoslo francamente: inalcanzable. ¿Qué hermosas manos no resultarán torpes al esbozar los geniales preceptos del comportamiento de la joven? El azar parece infinito contra el éxito y, sin embargo, el éxito se alcanza continuamente. No debe haber una condición secundaria, y apuesto mil contra uno a que su aire y sus modales revelarán que ella no es la primera, sino que hay otra, o muchas otras de su clase, a las que habitualmente se somete. Sin embargo, la naturaleza la eleva, sin que lo sepa, sobre estas imposibilidades, y continuamente nos sorprende con gracias y felicidades que no sólo no pueden enseñarse, sino tampoco describirse. VI CULTO Él es quien, abrumado por los enemigos, se alzó ileso, renovado por la lid; fue vendido como cautivo: pero no lo contendrán los barrotes de la prisión. Aunque lo aferraron a una roca puede abrir cadenas montañosas. Arrojado como cebo a los leones la fiera besó postrada sus pies: alado a la estaca, las llamas no le aterraron, sino que formaron una bóveda honorífica. Por error, los hombres le llamaron hado, atravesó oscuros caminos, a última hora, pero siempre a tiempo para coronar la verdad y derrocar a los malhechores. Es el más antiguo y mejor conocido, tan próximo como si fueras tú mismo, mas, saludado por otra mirada desconcierta con amable sorpresa. Es Júpiter, que, sordo a súplicas, inunda con inesperadas bendiciones. Traza, si puedes, la línea mística, recta divisoria de lo suyo y lo tuyo, de qué es humano, qué divino. Algunos amigos míos se han quejado, tras oír las páginas anteriores, de que hablamos del hado, el poder y la riqueza en un plano demasiado bajo; de que cedimos demasiado al mal espíritu de la época; de que dimos demasiados pasteles a Cerbero; de que corrimos el riesgo de Cudworth, quien, por exceso de candor, fortaleció el argumento del ateísmo hasta el punto de no poder responder a él. No temo verme obligado, a pesar mio, a interpretar el papel, por asi decirlo, de abogado del diablo. Mi fe no es débil; no creo que sea de gran importancia lo que yo o cualquiera pueda decir: estoy seguro de que cierta verdad seria dicha a través de mi aunque fuera mudo o intentara decir lo contrario. Tampoco temo el escepticismo en un alma buena. Un pensador justo permitira el pleno apogeo de su escepticismo. Mojo mi pluma en la tinta mas negra porque no me asusta caer en el tintero. No comprendo al pobre hombre que, cuando abundaban los suicidios, me decia que no osaba mirar su navaja. Tenemos diferentes opiniones a horas diferentes, pero podemos decir que siempre estamos de corazón al lado de la verdad. No entiendo por qué deberíamos darnos aires de santo. Si la divina providencia no ha ocultado a los hombres la enfermedad, la deformidad ni la sociedad corrupta, sino que se ha afirmado en las pasiones, en la guerra, en el comercio, en el amor del poder y el placer, en el hambre y la necesidad, en las tiranías, literaturas y artes, no seamos tan delicados como para no poder escribir sobre estos hechos tan ásperos, o dudar de que haya una afirmación contraria tan poderosa a la que podamos llegar y que, al ser enunciada, vuelva todo satisfactorio. El sistema solar no se preocupa por su reputación y el crédito de la verdad y la honestidad está a salvo; no siento temor alguno de que surja una tendencia escéptica por inclinarnos hacia el hado, el poder práctico o el comercio que la doctrina de la fe no pueda doblegar. La fuerza de aquel principio no se mide por onzas y libras; tiraniza en el centro de la naturaleza. Podemos consentir el escepticismo tanto como queramos. El espíritu volverá y nos colmará. Conduce a los conductores. Contrapesa toda acumulación de poder. El cielo consintió en dar a nuestra sangre un flujo moral. Hemos nacido leales. Toda la creación está hecha de ganchos y de ojos, de Calafate, de esparadrapo, y ya esté vuestra comunidad en Jerusalén o en California, compuesta de santos o de náufragos, resulta coherente en una bola perfecta. Los hombres fabrican de manera tan natural un Estado o una Iglesia como las orugas tejen una red. Si fueran más refinados, resultaría menos formal, sería un estado de inquietud como el de los Tembladores, quienes, por el largo hábito de pensar y sentir juntos, según se dice, se ven afectados del mismo modo, en el mismo momento, para trabajar y para jugar; y así como acuden con perfecta simpatía a las tareas del campo o de la tienda, al instante se sienten inclinados a salir de cabalgata o de viaje, y los caballos vienen con el carruaje familiar hasta la puerta sin que se los llame. Hemos nacido creyentes. Un hombre tiene creencias como un árbol da manzanas. Cada partícula posee un equilibrio propio y cada uno su propia rectitud, que es la Némesis y protectora de toda sociedad. Mis vecinos y yo hemos sido criados en la noción de que, a menos que entremos pronto en una buena Iglesia —la de los calvinistas, o boéhmenistas, o católicos, o mormones—, habrá una disolución y descomposición universal. No ha llegado ningún Isaías o Jeremías. Nada puede sobrepasar la anarquía que ha sucedido en nuestros cielos. Toda fe vieja y firme se ha pulverizado. La población entera de damas y caballeros va en busca de religiones. Hay tal anarquía en nuestros pagos eclesiásticos como la que había en Massachusetts durante la revolución, o la que hay ahora en la pendiente de las montañas Rocosas o de la cima de Pike. Sin embargo, nos las arreglamos para vivir. Los hombres son leales. La naturaleza tiene un equilibrio propio en todas sus obras; ciertas proporciones en que se combinan el oxígeno y el nitrógeno y una armonía no menor en las facultades, una adecuación en el resorte y el regulador. El declive de la influencia de Calvino, Fenelon, Wesley o Channing no ha de inquietarnos. El arquitecto del cielo no ha construido tan mal a su criatura como para que la religión, es decir, la naturaleza pública, haya de perderse: el elemento público y el privado, como norte y sur, como interior y exterior, como centrífugo y centrípeto, se adhieren a toda alma y no pueden ser sometidos excepto si el alma se disipa. Dios construye su templo en el corazón de las ruinas de las iglesias y las religiones. En los últimos capítulos hemos tratado aspectos particulares de la cuestión de la cultura, pero todo el estado del hombre es el estado de la cultura y su florecimiento e integridad puede describirse como religión o culto. Siempre hay alguna religión, algún temor y esperanza que se extiende a lo invisible, desde el ciego presentimiento que clava una herradura en un mástil o en el umbral, hasta la canción de los ancianos en el Apocalipsis. Pero la religión no puede elevarse sobre el estado del devoto. El cielo siempre guarda cierta proporción con la tierra. El dios de los caníbales será un caníbal, el de los cruzados un cruzado y el de los mercaderes un mercader. En todas las épocas han nacido almas fuera de tiempo, extraordinarias, proféticas, que se refieren antes al sistema del mundo que a su momento y localidad particular. Anuncian verdades absolutas que, al margen de la reverencia con que se las reciba, se hunden rápidamente con una salvaje interpretación. Las tribus interiores de los indios y de ciertos isleños del Pacífico flagelan a sus dioses cuando las cosas toman un cariz desfavorable. Los poetas griegos tampoco dudan en aplicar su ingenio petulante a sus deidades. Laomedonte, en su ira por Apolo y Neptuno, que habían edificado Troya para él y exigido su recompensa, no duda en amenazarlos con que les cortará las orejas!!”!, Entre nuestros antepasados noruegos, el modo en que el rey Olaf convirtió a Evynd al cristianismo consistió en poner una sartén con ascuas sobre su vientre, que se hizo pedazos. «¿Creerás ahora en Cristo, Evynd?», pregunta Olaf con una excelente fe. Otro argumento consistió en colocar una víbora en la boca del discípulo reluctante, Rand, que rehusaba creer. El cristianismo, en las épocas caballerescas, significaba la cultura europea: el árbol injertado o mejorado en un bosque silvestre. Tener una esposa o un marido pagano era casarse con la bestia y dar voluntariamente un paso atrás hacia el babuino. Hengist tenía en verdad una hija hermosa y gentil, pero era una pagana sarracena, y Vortigern, enamorado, la tomó por esposa y compañera y se condenó de por vida, porque unió con lo pagano lo cristiano [18] y corrompió nuestra sangre como carne y mathen La crónica de la cruzada de Ricardo I, de Ricardo de Devizes, en el siglo xu, puede mostrar la mezcla gótica que extrajo el credo cristiano de las fuentes paganas. El rey Ricardo reprochó a Dios que le hubiera abandonado: «¡Qué vergüenza! Contra mi voluntad te habría yo abandonado en una situación tan temible y desolada, si fuera tu abogado y señor, como tú eres el mío. En realidad, mi modelo en el futuro será despreciado, no por mi culpa, sino por la tuya; en realidad, no ha sido por mi cobardía en la guerra, por la que tú, mi rey y mi Dios, has conquistado este día, y no Ricardo, tu vasallo». La religión de los poetas ingleses primitivos es anómala, tan devota y tan blasfema con el mismo aliento. Tal es la extraordinaria confusión de Chaucer del cielo y la tierra en la imagen de Dido: Era tan bella, tan joven, tan fuerte, con su alegre mirada, que si el Dios que hizo el cielo y la tierra sintiera amor por la belleza y la bondad, y lo femenino, la verdad y la decencia, ¿a quién, sino a esta joven dama, amaría? No habría hallado a otra mujer igual. Con estas groserías comparamos complacientemente nuestro gusto y decoro. Pensamos y hablamos con mayor templanza y gradación, pero ¿no es la indiferencia tan mala como la superstición? Vivimos en un periodo de transición en que la vieja fe que consolaba a las naciones, y no sólo eso, sino que forjaba naciones, parece haber perdido su fuerza. No me parece que las religiones de los hombres resulten en este momento muy creíbles, sino infantiles e insignificantes, o poco varoniles y afeminadas. El rasgo fatal es el divorcio entre la religión y la moralidad. Hay aquí religiones de ignorancia o iglesias que proscriben el intelecto; religiones de escolta, religiones que defienden la esclavitud y comercian con ella e incluso, en poblaciones decentes, idolatrías en que la blancura del ritual oculta una indulgencia escarlata. El amante de la vieja religión se queja de que nuestros contemporáneos, tanto los escolares como los mercaderes, sucumben a una gran desesperación, se han corrompido en un conservadurismo timorato y no creen en nada. En nuestras graneles ciudades, la población vive sin dios, pendiente de lo material, sin vínculos, sentimiento de compañerismo ni entusiasmo. Estos no son hombres, sino hambre, sed, fiebre y apetitos ambulantes. ¿Cómo se las arregla la gente para vivir sin ningún objetivo? Tras ganar su grano de pimienta, parece como si sólo la Cal de los huesos los mantuviera unidos y no un propósito digno. No hay fe en el universo intelectual ni en el moral. Hay fe en la química, en la carne, en el vino, en la riqueza, en la maquinaria, en el vapor, en las baterías galvánicas, en las turbinas, en las sembradoras y en la opinión pública, pero no en las causas divinas. Una revolución silenciosa ha atenuado la tensión de las viejas sectas religiosas y, en lugar de la gravedad y permanencia de aquellos grupos de opinión, estos incurren en caprichos y extravagancias. Nunca hubo tal ligereza en los credos; lo atestiguan los elementos paganos en el cristianismo, los periódicos «despenares», la matemática milenarista, los rituales del pavo real, el retroceso al papismo, la divagación de los mormones, la escualidez del mesmerismo, el delirio de los golpecitos, la revelación del gato y el ratón, los golpes en los tableros y la magia negra. La arquitectura, la música y la oración comparten la locura: las artes se hunden en el cambio y la simulación. Sin saber qué hacer, imitamos a los antepasados; las Iglesias regresan tambaleantes a la mascarada de la edad oscura. Junto a la irresistible maduración general, las tradiciones cristianas han perdido su asidero. Al haberse desprendido el dogma de los oficios místicos de Cristo y al quedar como un maestro moral, es imposible mantener el antiguo énfasis de su personalidad, la cual retrocede, como suele ocurrir, ante la sublimidad de las leyes morales. Desde que se produjo este cambio, y a falta de un genio religioso que pueda compensar la inmensa actividad material, da la sensación de que la religión se ha desvanecido. Cuando Paul Leroux ofreció su artículo Dieu al director de un notable periódico francés, le dijeron: La question de Dieu manque d’actualité. En Italia, el señor Gladstone dijo del difunto rey de Nápoles: «Es proverbial que ha convertido la negación de Dios en un sistema de gobierno». En este país se respira una estupefacción similar y la frase «ley superior» se ha convertido en una burla política. ¿Qué mayor prueba de infidelidad que la tolerancia y propaganda de la esclavitud? ¿O que la dirección de la educación? ¿O que la facilidad de la conversión? ¿O que el carácter exterior de las Iglesias que antes se nutrían de las raíces del bien y el mal y han acabado por perecer hasta volverse una mancha de enjalbiego en el muro? ¿Qué mayor prueba de escepticismo que el mezquino grado que se aplica a los dones morales y mentales superiores? Dejad que un hombre adquiera la más amplia cultura que un americano pueda poseer y luego muera en una tormenta, en una colisión ferroviaria u otro accidente, y toda América afirmará que es lo mejor que podía pasarle; que, después de haber llevado tan lejos la educación, esa es la carestía de América; que el mejor uso que se puede hacer de una persona excelente es ahogarle para salvar su barca. Otra cicatriz del escepticismo es la desconfianza en la virtud humana. Elegantes propietarios creen que no hay más virtud que la que poseen; que la parte sólida de la sociedad existe por las artes de la comodidad; que la vida consiste en poner algo entre la mandíbula superior e inferior. ¡Qué rauda es la sugerencia de un motivo vulgar! Ciertos patriotas en Inglaterra se dedicaron durante años a crear una opinión pública que aboliera las leyes del cereal y estableciera el libre comercio. «Bien», dice el hombre de la calle. «Cobden obtuvo así su estipendio». Kossuth cruzó el océano para intentar despertar en el Nuevo Mundo la simpatía por la libertad europea. «Ay», dice Nueva York, «hizo algo hermoso, lo suficiente para lograr una vida cómoda». Observad la tolerancia de la clase pudiente y respetable con el vicio. Si un carterista se introduce en la sociedad de los caballeros, estos ejercen cuanta fuerza moral tienen y el carterista se encuentra incómodo y contento de escapar. Pero si un aventurero respeta las formas, si procura ser elegido para un puesto de confianza, como senador o presidente —aunque con las mismas artes que detestamos en la guarida de los ladrones—, los mismos caballeros que estaban de acuerdo en desaprobar al pícaro privado se disponen a dar muestras de educación y respeto al público, y ninguna prueba de sus crímenes les impedirá ovacionarle, invitarle a comer y abrirle la puerta de su casa y expresar el orgullo de conocerle. No nos engañábamos con las confesiones del aventurero privado: cuanto más alto hablaba de su honor, más rápido contábamos las cucharas; pero apelamos al preámbulo santificado de los mensajes y proclamaciones del pecador público como prueba de sinceridad. Debe de ser que los que le rinden este homenaje se han dicho a sí mismos: en conjunto, no sabemos nada de lo que llamáis honestidad: es mejor pájaro en mano. El mismo tipo de infidelidad influye en personas con buena disposición que, en la acción valiente y franca, aplican compromisos y paños calientes. Tras olvidar que una pequeña medida es un gran error, que un buen mecánico usa una herramienta apropiada, siguen eligiendo a los hombres muertos de la rutina. Pero los hombres oficiales no pueden en modo alguno ayudaros en las cuestiones de hoy, pues dependen por completo de viejas cosas muertas. Sólo pueden ayudaros con su consejo o conducta aquellos que no han tomado partido para defender esto o aquello, a los que señaló Dios Todopoderoso, antes de venir al mundo, para mantener lo que defienden. Se ha dicho que la falta de sinceridad en los hombres destacados es un vicio general en toda la sociedad americana, pero la multitud de los enfermos no nos hará negar la existencia de la Salud. A pesar de nuestra imbecilidad y nuestros terrores y de la «universal decadencia de la religión», etcétera, el sentido moral reaparece hoy con la misma novedad matinal que ha presidido siempre la fuente de la belleza y la fuerza. Decis que ahora no hay religión. Es como decir que no hay sol cuando llueve, cuando somos testigos de uno de sus efectos superlativos. La religión de la clase culta consiste ahora, a buen seguro, en evitar actos y compromisos que antes asumían por su religión. Esto producirá formas espontáneas en su debido mol mentó. Hay un principio que es la base de las cosas, que todos los discursos quieren expresar y todas las acciones desarrollar, una presencia sencilla, tranquila, no descrita, indescriptible, que reside pacíficamente en nosotros, nuestro legítimo señor; no tenemos que hacer, sino que dejar hacer; no trabajar, sino ser trabajados, y para este homenaje hay un consentimiento de todos los hombres justos y pensativos en toda época y condición. A este sentimiento pertenecen vastas y súbitas cantidades de poder. Es notable que nuestra fe en el éxtasis consista en una total inexperiencia al respecto. El orden del mundo es educar con exactitud los sentidos y el entendimiento, y la ingeniería que establece estos poderes según su prioridad tiene, sin duda, su oficio. Pero no nos faltan indicios de que tales poderes son mediatos y serviles y que un día habremos de tratar con el ser real: esencias con esencias. Incluso la furia de la actividad material produce ciertos resultados afines a la salud moral. La acción aislada de los tiempos desarrolla el individualismo y lo religioso parece aislado. Creo que este es un paso en la dirección acertada. El cielo no trata con nosotros por un sistema representativo. Las almas no se salvan en grupo. El espíritu dice al hombre: «¿Tú mismo, cómo estás? ¿Estás bien o mal?». Para una gran naturaleza es una felicidad escapar de una enseñanza religiosa; tan susceptible de ser invadida es la religión del carácter. La religión tiene que ser un fruto silvestre; su belleza salvaje no puede recogerse y guardarse. «He visto la naturaleza humana en todas sus formas», dijo un viajero que había llegado a los extremos de la sociedad; «en todas partes es la misma, pero cuanto más salvaje, más virtuosa». Decimos que las viejas formas de la religión decaen y que el escepticismo devasta la comunidad. No creo que pueda curarse o detenerse con una modificación de los credos teológicos y mucho menos con disciplina teológica. La cura para la falsa teología es el sentido común. Olvidad vuestros libros y tradiciones y obedeced vuestras percepciones morales en esta hora. Lo que se quiere decir con las palabras «moral» y «espiritual» es una esencia eterna y, cualesquiera que sean las ilusiones que hemos depositado en ellas, las palabras volverán, época tras época, a su antiguo significado. No conozco palabras que signifiquen tanto. En nuestras definiciones, buscamos a tientas lo espiritual al describirlo como invisible. El auténtico significado de espiritual es real: una ley que se ejecuta a sí misma, que trabaja sin medios y que no puede concebirse como inexistente. Los hombres hablan de «mera moralidad», que es lo mismo que si alguien dijera: «Pobre Dios, sin nadie que le ayude». Encuentro la omnipresencia y omnipotencia en la reacción de cada átomo de la naturaleza. Puedo indicar mejor con ejemplos las reacciones por las que cada parte de la naturaleza replica al propósito del actor, beneficiosamente para lo bueno, penosamente para lo malo. Remplacemos el sentimentalismo con el realismo y osemos descubrir aquellas sencillas y terribles leyes que, sean visibles o invisibles, lo penetran y gobiernan todo. Los hombres tratan de que su vecino no los engañe, pero lega un día en que empiezan a tratar de no engañar a su vecino. Entonces todo va bien. Han cambiado su carro por el carruaje del sol. ¡Menudo día amanece cuando hemos llevado hasta el corazón la doctrina de la fe! Hemos preferido, como una mejor inversión, ser a hacer, ser a parecer, la lógica al ritmo y a la ostentación, el año al día, la vida al año, el carácter a la actuación, y hemos llegado a saber que se nos hará justicia y, si nuestro genio es lento, el periodo será largo. Es cierto que el culto está en cierta relación dominante coa la salud del hombre y con sus poderes supremos, de modo que resulta, en cierta manera, la fuente de la inteligencia. Todas las grandes épocas han sido épocas de creencia. Cuando hubo un poder extraordinario de actuación, cuando comenzaron grandes movimientos nacionales, cuando aparecieron las artes, cuando existieron los héroes, cuando se compusieron los poemas, el alma humana era algo serio y había fijado sus pensamientos en certidumbres espirituales con un asimiento tan estricto como el de las manos sobre la espada o el lápiz o el palustre. Es verdad que el genio obtiene su estímulo de montañas de rectitud; que toda la belleza y poder que los hombres codician nace, en cierto modo, de un distrito alpino; que todo grado extraordinario de belleza en el hombre o la mujer implica un encanto moral, A mi juicio, admitimos con reluctancia en otro hombre un grado de sentimiento moral superior al nuestro, una conciencia más fima, más impresionable o que indique grados más precisos; un oído más agudo que el nuestro para oír las notas de lo justo e injusto. Escuchamos con suspicacia toda prueba al respecto. Pero una vez satisfechos sobre tal superioridad, no ponemos limite a la expectación de su genio, porque tales personas están más cerca que otras del secreto de Dios; se bañan en aguas más dulces, oyen noticias y tienen visiones, mientras que otros quedan vacantes. Caemos que la santidad confiere cierta intuición, ya que no es por nuestra fuerza privada, sino por la pública, por la que podemos compartir y conocer la naturaleza de las cosas. Hay una íntima interdependencia de la inteligencia y la moral. Dada la igualdad de la inteligencia, ¿quién formará juicios más dignos de confianza, el que tiene buen o mal corazón? «El corazón tiene sus razones, que la razón no conoce». El corazón es a la vez consciente del estado de salud o enfermedad, que es el estado supervisor, es decir, el de la sensatez o la locura, anterior, desde luego, a toda cuestión sobre el ingenio de los argumentos, la cantidad de hechos o la elegancia de la retórica. Tan cerrada es la alianza de la mente y el carácter que el talento se sume uniformemente en el carácter. La tendencia de errores de principio lleva a los hombres a carreras peligrosas tan pronto como su voluntad no domina su pasión o talento. De aquí los errores extraordinarios y la equivocada dirección final que siguen, por lo general, los hombres echados a perder por la ambición. De ahí que el remedio de todos los errores, la cura de la ceguera, la cura del crimen, sea el amor. «Tanto amor, tanto espíritu», decía el proverbio latino. La superioridad que no tiene superior; el redentor e instructor de las almas, así como su primera esencia, es el amor. La moral debe ser la medida de la salud. Si tu mirada está en lo eterno, tu inteligencia crecerá y tus opiniones y acciones tendrán una belleza con la que no podrán rivalizar la formación o las ventajas combinadas de otros hombres. El momento de la pérdida de fe y de la aceptación del modelo lucrativo quedará señalado por la pausa o solsticio del genio, el consiguiente retroceso y la inevitable pérdida de atracción sobre los demás. Los vulgares serán sensibles al cambio que se produce en ti y en tu descendencia, aunque te den palmadas en la espalda y te feliciten por tu sentido común. Nuestra cultura reciente ha consistido en la ciencia natural. Hemos aprendido las maneras del sol y de la luna, de los ríos Y de las lluvias, del reino mineral y elemental, de las plantas y los animales. El hombre ha aprendido a pesar el sol, y su peso ni pierde ni gana. El recorrido de una estrella, el momento de un eclipse pueden determinarse hasta en una fracción de segundo. El libro de la historia, el libro del amor, la atracción de la pasión y los mandamientos del deber están abiertos para él. La siguiente lección aprendida es la continuación de la inflexible ley de la materia en el sutil reino de la voluntad y del pensamiento. Si la gravedad y la proyección se mantienen vigentes en ciclos siderales y la bola no se extravía a través del espacio, una gravitación más secreta, una proyección más secreta rige de manera no menos tiránica en la historia humana y mantiene íntegro el equilibrio de poder de una época a otra. Aunque se haya admitido el nuevo elemento de la libertad y lo individual, sin embargo, los átomos primordiales están prefigurados y predeterminados respecto a fines morales y van en busca de la justicia, y así se consigue el bien último. La religión o culto es la actitud de los que ven esta unidad, intimidad y sinceridad; de quienes ven que, en contra de las apariencias, la naturaleza de las cosas trabaja siempre por la verdad y el bien. Resulta miope limitar nuestra fe a las leyes de la gravedad, la química, la botánica y otras por el estilo. Esas leyes no se detienen donde nuestra mirada las pierde, sino que promueven la misma geometría y química en el plano invisible de la vida social y racional, de modo que, dondequiera que miremos, a un juego de niños O a la lucha de las razas, la reacción perfecta, el juicio perpetuo se mantienen atentos y protectores. Y esto aparece en una serie de hechos que concierne a todos los hombres, dentro y fuera de su credo. Los hombres superficiales creen en la suerte, creen en las circunstancias: era por el nombre de alguien, o porque estaba allí entonces, o fue así y otro día habría sido de otro modo. Los hombres fuertes creen en la causa y el efecto. El hombre nació para hacerlo, y su padre nació para ser su padre y el de su hecho, y, al mirarlo de cerca, veréis que no fue cuestión de suerte, sino que todo fue un problema de aritmética o un experimento químico. La curva del vuelo de la polilla está preordenada y todas las cosas obedecen al número, la regla y el peso. El escepticismo es la incredulidad en la causa y el efecto. Un hombre no entiende que, tal como come, piensa; así como trata, es, y así aparece; no entiende que su hijo es el hijo de sus pensamientos y de sus acciones; las fortunas no son excepciones, sino frutos; la relación y la conexión no están en cierto tiempo y lugar, sino siempre y en todas partes; no hay miscelánea, exención o anomalía, sino un método e incluso una red, y lo que sale es lo que se puso. Así como somos, obramos, y asi como obramos, obran con nosotros, somos los constructores de nuestra fortuna; la hipocresia y la mentira, asi como el intento de asegurar un bien que no nos pertenece, resultan, de una vez por siempre, frustrados y vanos. Pero en los hombres se mantiene vivo el vinculo de la fe. La ley es la base del espíritu humano. En nosotros, es la inspiración; fuera, en la naturaleza, vemos su fuerza fatal. Lo llamamos sentimiento moral. Debemos a las escrituras hindúes una definición de la ley comparable con la de nuestros libros occidentales: «La ley es lo que carece de nombre, color, manos o pies: es lo menor de lo menor y lo mayor de lo mayor; todo, y lo que conoce todo; lo que oye sin oídos, ve sin ojos, se mueve sin pies y ase sin manos». Si algún lector me censura por usar frases vagas y tradicionales, permitidme que le sugiera con unos pocos ejemplos qué tipo de confianza es esta y cuán real. Permitidme mostrarle que los dados están cargados: que los colores son rápidos, porque se trata de los colores originales del vellón; que el globo es una batería porque cada artículo es un imán, y que la policía y la sinceridad del universo están aseguradas porque Dios delega su divinidad a cada partícula; que no hay lugar para la hipocresía ni margen para la elección. Quien abandona su tierra natal por vez primera y sale al extranjero descubre que sus hábitos se quiebran. En una nueva nación, con un nuevo lenguaje, su secta, cuáquera o luterana, se pierde. ¡Cómo! ¿No es entonces necesaria para el orden y existencia de la sociedad? Echa en falta esto, así como la mil rada vigilante del vecino que lo reducía al decoro. Ese es el peligro para los jóvenes de Nueva York, de Nueva Orleans, de Londres, de París. Tras una breve experiencia, descubre que no] hay grandes ciudades, ninguna lo bastante grande para esconderse; que los censores de la acción son tan numerosos y están tan próximos en París como en Littletown o Portland; que los chismes son igual de raudos y vengativos. No hay ocultamiento; para cada ofensa hay una venganza; la reacción, o el nada por nada, o las cosas son tan anchas como largas, no es una regla de Littletown o Portland, sino del universo. No podemos prescindir de los más rudos documentos de la virtud. Nos disgustan los chismes; sin embargo, es importante respetar la propiedad de los ángeles. La ínfima mosca chupará la sangre y el chisme es un arma a la que no podemos hurtar lo más privado, supremo y selecto. La naturaleza creó una policía de muchos rangos. Dios ha delegado en un millón de diputados. Desde estos inferiores castigos externos, la escala asciende. Luego vienen los resentimientos, los temores convocados por la injusticia, las falsas relaciones con otros hombres atribuidas al ofensor y la reacción de su defecto sobre si mismo, en la soledad y devastación de su espíritu. No podéis ocultar secreto alguno. Si el artista acude en su languidez al opio o el vino, su trabajo se caracterizará como el efecto del opio o el vino. Si hacéis el retrato de una estatua, trasladáis al espectador al estado en que os encontrabais mientras la hacíais. Si gastáis para ostentar, en arquitectura, jardines, pinturas o equipaje, lo parecerá. Todos somos fisonomistas y descubridores del carácter, y las cosas mismas son detectives. Si seguís la moda suburbana al construir una casa suntuosa con poco dinero, a la mirada le resultará una casona barata. No hay intimidad en que no pueda penetrarse. En el mundo civilizado no puede guardarse secreto alguno. La sociedad es un baile de máscaras donde cada uno oculta su verdadero carácter y lo revela al ocultarlo. Si un hombre desea ocultar algo que lleva consigo, aquellos a quienes se encuentra saben que oculta algo y, por lo general, saben qué oculta. ¿Seria de otro modo si fuera una creencia O propósito lo que entierra en su pecho? Es tan difícil de ocultar como el fuego. Aquel que puede sojuzgar su opinión es un hombre fuerte. Nadie puede pronunciar dos o tres oraciones sin revelar a oídos inteligentes dónde se sitúa respecto a la vida y el pensamiento, es decir, en el reino de los sentidos y el entendimiento, o en el de las ideas y la imaginación, en el reino de las intuiciones y el deber. La gente no parece entender que su opinión sobre el mundo es también una confesión de carácter. Sólo podemos ver lo que somos y, si nos comportamos mal, sospechamos de los demás. La fama de Shakespeare o de Voltaire, de Thomas de Kempis o Bonaparte caracteriza a quienes se la confieren. Así como la luz de gas es la mejor policía nocturna, el universo se protege a sí mismo con una publicidad despiadada. Cada uno debe armarse, pero no necesariamente con mosquete y pica. Feliz aquel que, al verlos, puede sentir que tiene mejores armas en su energía y constancia. Para cada criatura, su propia arma, por arteramente oculta que esté para sí misma, es un buen momento. Su trabajo es espada y escudo. No dejéis que acuse a nadie, no dejéis que hiera a nadie. El modo de enmendar el mal mundo es crear el buen mundo. He aquí una vulgar economía política que trama cortarle el cuello a la competencia extranjera y establecer la propia; excluir a los otros por la fuerza o declararles la guerra. La manera de conquistar al artesano extranjero no es matarle, sino superar su trabajo. Y los Palacios de Cristal y las Ferias Mundiales, con sus comités y premios para todo tipo de industria, son el resultado de este sentimiento. El trabajador americano que golpea diez veces con su martillo por cada golpe que da el extranjero lo vence de manera tan real como si los golpes fueran dirigidos a su persona. Considero feliz al hombre que, cuando se trata del éxito, busca una réplica en su trabajo, no en el mercado, la opinión o el patronazgo. En todo tipo de empleo humano, en las bellas artes y en las artes mecánicas, en la navegación, en la agricultura, en la legislación, hay quienes hacen su tarea superficialmente o, tal como decimos, por cumplir, y tan mal como osan; hay hombres trabajadores, en los que recae la carga del negocio, aquellos a los que les gusta trabajar y ver bien hecho el trabajo, que acaban su tarea por sí misma, y el Estado y el mundo se felicitan por contar en su mayoría con tales hacedores. Al cabo, el mundo siempre les hará justicia; no puede ser de otro modo. El que ha adquirido la habilidad puede esperar con seguridad la ocasión de que se sienta y aprecie, y saber que no estará ocioso. Los hombres hablan como si la victoria fuera algo afortunado. El trabajo es la victoria. Allí donde se hace el trabajo se obtiene la victoria. No hay azar ni vacío. Sólo os hace falta un veredicto; si tenéis el vuestro, estáis seguros del resto. Y, sin embargo, si hacen falta testigos, hay testigos cerca. Nunca hubo un hombre tan sabio o bueno que no tuviera uno o más compañeros que vinieran con él al mundo y disfrutaran con su facultad y la propagaran. No puedo ver sin estupor que ningún hombre piensa solo y ningún hombre actúa solo, sino que los divinos asesores que entraron con él en la vida —ahora con un disfraz, luego con otro—, como policías de paisano, caminan a su lado, paso a paso, a través del reino del tiempo. Esta reacción, esta sinceridad son la propiedad de todas las cosas. Para hacer sublime nuestra palabra o acto, hemos de hacerla real. Lo que cuenta es nuestro sistema, no la sola palabra o acción aislada. Usad el lenguaje que queráis: nunca podéis decir sino lo que sois. Lo que soy y lo que pienso os lo transmito a pesar de mis esfuerzos para postergarlo. Lo que soy se lo he transmitido secretamente al otro mientras me decidía en vano a decírselo. Ha oído de mí lo que nunca he dicho. A medida que los hombres viven, adquieren el amor por la sinceridad y muestran menos solicitud por ser seducidos o divertidos. En el progreso del caracter hay una fe creciente en el sentimiento moral y una fe decreciente en las proposiciones. La gente joven admira los talentos y las excelencias particulares. Cuando crecemos, valoramos los efectos y poderes totales como el espiritu o la cualidad del hombre. Tenemos otra visión y un nuevo modelo: una visión que omite lo que se hace para la mirada y traspasa al hacedor; un oído que no oye lo que los hombres dicen, sino que oye lo que no dicen. Hubo un hombre sabio y devoto en la Iglesia católica, llamado san Felipe Neri, de cuyo discernimiento y benevolencia se contaban muchas anécdotas en Nápoles y Roma. Entre las monjas de un convento no lejos de Roma, apareció una que reclamaba ciertos raros dones de inspiración y profecía, y la abadesa advirtió al Santo Padre en Roma sobre los maravillosos poderes mostrados por su novicia. El Papa no sabía qué hacer con esta nueva exigencia y, cuando un día llegó Felipe de viaje, le consultó. Felipe se propuso visitar a la monja y conocer su carácter. Se subió a su mula y, con su habitual prontitud, se apresuré a través del barro y el lodo hasta el convento. Refirió a la abadesa los deseos de su Santidad y le pidió que le llevara hasta la novicia sin demora. Se hizo llamar a la monja y, tan pronto como entró en la habitación, Felipe extendió la pierna salpicada de barro y le pidió que le quitara las botas. La joven monja, que se había convertido en objeto de gran atención y respeto, retrocedió con disgusto y se negó a ello. Felipe salió de allí, montó en su mula y volvió a Roma de inmediato para decirle al Papa: «No os inquietéis más, Santo Padre: aquí no hay milagro alguno, porque no hay humildad». No debemos preocuparnos mucho por lo que la gente quiera decir, sino por lo que debe decir; lo que su naturaleza dice aunque su entendimiento ocupado, artero y yanqui intente ocultar y ahogar esa palabra y articular algo diferente. Si nos sentamos tranquilamente, dirá lo que debe decir, con su voluntad o contra ella. No nos preocupamos por vosotros, sea lo que sea lo que pretendamos; siempre estamos buscando a través de vosotros al borroso dictador que hay detrás. Mientras habla vuestro hábito o capricho, nosotros esperamos con paciencia y educación hasta que ese sabio superior hable de nuevo. Ni siquiera los niños se engañan con las falsas razones que sus padres les dan en respuesta a sus preguntas cuando afectan a los hechos naturales, la religión o las personas. Cuando el padre, en lugar de pensar lo que es en realidad, se los quita de encima con una respuesta tradicional o hipócrita, los niños perciben que es tradicional o hipócrita. A una constitución sana, el defecto de otra le resulta manifiesto de inmediato y sus señales sólo permanecen ocultas por nuestra propia dislocación. Un observador anatómico advierte que las simpatías del pecho, el abdomen y la pelvis se revelan al fin en el rostro y las facciones. No sólo se agota nuestra belleza, sino que deja recado de cómo iba a agotarse. La fisonomía y la frenología no son ciencias nuevas, sino declaraciones de que el alma es consciente de nuevas fuentes de información. Otras ciencias de más amplio alcance asoman tras ellas. Así, respecto a nosotros, es realmente de poca importancia que cometamos errores al expresarnos mientras no nos apartemos voluntariamente de la verdad. ¡Cómo viene a la mente la verdad de un hombre mucho después de que hayamos olvidado sus palabras! ¡Cómo llega en horas silenciosas, pues la verdad es nuestra única armadura en todos los trances de la vida y la muerte! El ingenio es barato y la ira es barata, pero si no podéis argumentar o explicaros a la otra parte, dividid la verdad contra mí y contra vosotros y alcanzaréis una posición de la que no podrán desalojaros. La otra parte olvidará las palabras que dijisteis, pero la parte asumida será vuestra defensa. ¿Por qué debería apresurarme a resolver todos los acertijos que la vida me ofrece? Estoy seguro de que el Interrogados que me suministra tantos problemas, traerá las respuestas a su debido tiempo. Como es un Donador muy rico, muy potente y muy alegre, me proporcionará todo a su manera. ¿Por qué debería renunciar a mi pensamiento si no puedo responder a una objeción? Considero sólo si se mantiene en mi vida lo mismo que había. Sólo podemos ver fuera lo que tenemos dentro. Si no conocemos a los dioses, es porque no acogimos a ninguno. Si tenéis grandeza, hallaréis la grandeza en porteros y deshollinadores. Sólo es legítimamente inmortal aquel para quien las cosas son inmortales. En alguna parte he leído que nadie es perfecto mientras alguien sea incompleto; que la felicidad de uno no puede consistir en la miseria de otro. El budista dice: «Ninguna semilla morirá». Toda semilla crecerá. ¿Dónde hay un servicio que quede sin remunerar? ¿Qué es lo vulgar, y la esencia de la vulgaridad, sino la avaricia de la recompensa? Es la diferencia entre el artesano y el artista, el talento y el genio, el pecador y el santo. El hombre cuya mirada está fija, no en la naturaleza de su acto, sino en la paga, sea el dinero, un cargo o la fama, es ruin casi por igual. Es grande aquel cuyos ojos están abiertos para ver que la recompensa de las acciones no puede evitarse, porque se transforma en su acción y adquiere su naturaleza, que da su propio fruto, como cualquier otro árbol. Un gran hombre no puede escapar al efecto de su acto porque es inmediato. El genio de la vida es amigo de lo noble y en la oscuridad trae amigos de muy lejos. Temed a Dios y dondequiera que vayáis los hombres pensarán que habéis recorrido catedrales venerables. Observo los sentimientos que suponen la gloria del ser humano, el amor, la humildad y la fe, como la intimidad de la divinidad en los átomos; tan pronto como el hombre es justo, garantías y previsiones emanan del interior de su cuerpo y su espíritu. Así, cuando las flores alcanzan la madurez, exhalan incienso y se genera una hermosa atmósfera en el planeta por las emanaciones regulares de sus rocas y suelos. El hombre se iguala a todo acontecimiento. Puede hacer frente al peligro por lo justo. Con el deber como guía, puede adentrarse en las llamas, las balas o la pestilencia con su pobre, tierno y doliente cuerpo. Siente la seguridad de un empleo justo. No me asustan los accidentes mientras esté en mi lugar. Es extraño que personas superiores no sientan que tienen mejor resistencia al cólera que evitar guisantes y ensaladas. La vida no es respetable —¿acaso lo es?— si carece de una tarea generosa, garantía de deberes o afectos que constituyen una necesidad de la existencia. La tarea de un hombre es su seguro de vida. Le defiende la convicción de que su trabajo es querido por Dios y no puede omitirse. El pararrayos que desarma la amenaza de la nube es su cuerpo al cumplir con su deber. Un objetivo elevado reacciona sobre los medios, sobre los días y sobre los órganos del cuerpo. Un objetivo elevado es tan curativo como el árnica. «Napoleón», dice Goethe, «visitaba a los enfermos de la plaga para demostrar que el hombre que podía vencer al temor podía vencer también a la plaga, y tenía razón. Es increíble la fuerza que la voluntad tiene en tales casos; penetra el cuerpo y lo induce a tal estado de actividad que repele toda influencia perniciosa, mientras que el temor invita a ella». Se cuenta que, mientras Guillermo de Orange asediaba una ciudad en el continente, llegó un caballero a su campo a tratar de un asunto y, al saber que el rey estaba ante la muralla, se arriesgó a ir allí. Le encontró dirigiendo la operación de sus artilleros y, al explicarle su venida y obtener su respuesta, el rey dijo: «¿No sabéis, señor, que a cada momento que pasáis aquí ponéis en riesgo vuestra vida?». «No corro un riesgo mayor que su majestad», replicó el caballero. «Es cieno», dijo el rey, «pero mi deber me trajo aqui y el vuestro no». A los pocos minutos, una bala de cañón cayó en el lugar y mató al caballero. El estudiante confiado puede invenir los avisos de su primer instinto bajo la guía de un instinto más profundo. Aprende a dar la bienvenida a la desgracia, aprende que la adversidad es la prosperidad de los grandes. Aprende la grandeza de la humildad. Trabajara en la oscuridad, trabajará contra el fracaso, el dolor y la malevolencia. Si recibe un insulto, puede ser insultado; todo su cometido es no insultar. Hafiz escribe: En el último día, los hombres llevarán polvo en la cabeza, como insignia y ornamento de su vulgar confianza. La moral iguala a todos; enriquece, empobrece a todos. Es la moneda que todo lo compra y que todos encuentran en su bolsillo. Bajo el látigo del conductor, el esclavo se sentirá igual que los santos y héroes. En la peor ruina y calamidad, el hombre se sorprende por un sentimiento de elasticidad que reduce a nada la pérdida. Recuerdo ciertos rasgos de una persona notable, cuya vida y doctrina revela muchas inspiraciones de este sentimiento, benito siempre fue grande en el momento presente. No acaparó nada del pasado, ni en su gabinete ni en su memoria. No tenía planes de futuro, ni respecto a lo que haría a los hombres ni respecto a lo que ellos le harían a él. Decía: «Nunca me superan salvo cuando sé que me superan. Conozco gente brutal y poderosa a la que no sé cómo replicar. Creen que me han derrotado. Así aparece en la sociedad, en los periódicos; soy derrotado de este modo, a la vista de todos los hombres, tal vez en una docena de líneas diferentes. Mi libro de cuentas puede mostrar que estoy en deuda, pero no puede hacer que los extremos se toquen y vencer así al enemigo. Puede que mi carrera no prospere: estamos enfermos, somos feos, oscuros e impopulares. Mis hijos pueden malograrse. También parece que fracaso con mis amigos y clientes. En todos los encuentros que han tenido lugar, no he sido armado para esa ocasión en particular y he sido derrotado históricamente; sin embargo, sé todo el tiempo que nunca he sido derrotado; nunca he luchado y lucharé, por cierto, cuando llegue mi hora, y venceré». El Vishnu Sarma dice: «El hombre que, tras haber comparado su propia fuerza o debilidad con la de los demas no conoce la diferencia, es superado facilmente por sus enemigos». «Pasé diez meses en el campo», dijo. «La estrellada Orión fue mi única compañía. Allá donde podía ir una ardilla o una abeja, podía ir yo. Comía cuanto se me brindaba; cogí la hiedra y el cornejo. Cuando salí al extranjero, caminé junto a todo hombre, porque sabía que mi bien y mi mal no vendrían de allí, sino del Espíritu al que servía. No podía rebajarme a sal una circunstancia, como los demás, que ponían su vida en su fortuna y su compañía. No me degradaba a mí mismo buscando en mi memoria un pensamiento ni estando a la espera de otro. Si llegaba el pensamiento, lo entretenía. Debía entrar en mis manos y pies, pero si no venía espontáneamente no resultaba legítimo. Si podía prescindir de mí, estaba seguro de que podía prescindir de él. Lo mismo ocurría con mis amigos. Nunca cortejaba al más encantador. No solicitaba amistad o favor alguno. Cuando fuera yo mismo, ambos lo sabríamos. Nada había de ser pedido o garantizado». Benito salió a buscar a su amigo y lo encontró en el camino, pero no expresó sorpresa por la coincidencia. Por lo demás, si llamaba a la puerta de su amigo y no estaba en casa, ya no volvía; concluía que había malentendido las insinuaciones. Se empeñaba en no pedir excusas al mismo individuo al que había perjudicado. Esto, según decía, era una muestra de vanidad personal; no obstante, corregiría su conducta en aquel aspecto en que se hubiera equivocado con vistas a la siguiente persona que conociera. Así se satisfacía, a su parecer, la justicia universal. Mira fue a preguntarle qué debía hacer con la pobre mujer de Genesse que se había puesto a su servicio a un chelín al día y a quien, tras enfermar, ella misma había tenido que encamar. ¿Había de cuidarla o despedirla? Benito dijo: «¿Por qué preguntas? Una cosa se aclara cuando se hace, cuando llega su hora. Dudas sobre si ponerla en la calle. Piensa en arrojar a la calle a la pequeña Jenny que llevas en brazos. Si arrojas a la mujer, arrojas a la pequeña, aunque no te lo parezca». En los llamados Tembladores encuentro una creencia, en la doctrina que fielmente profesan, que los anima a abrir sus puertas a todo caminante que se proponga vivir con ellos, porque, según dicen, el Espíritu se manifestará de inmediato al hombre y se manifestará a la sociedad qué clase de persona es y si es uno de ellos. No le reciben ni le rechazan. No en vano han ido sucios de barro, han trabajado sufridamente en sus campos y se han revuelto con sus danzas de oso, de año en año, si en verdad han alcanzado tanta sabiduría. Honrad a aquel cuya vida sea perpetua victoria, a aquel que, por simpatía con lo invisible y lo real, encuentra apoyo en el trabajo, en lugar de la alabanza; que no brilla y que preferiría no hacerlo. Tal es el hombre que, con los ojos abiertos, elige la virtud que ultraja al virtuoso, y la religión ante la cual frenan las Iglesias sus discordias con el fin de quemar y exterminar. Pues la virtud suprema está siempre contra la ley. El milagro acude siempre al milagroso, no al aritmético. El talento y el éxito me interesan sólo moderadamente. La clase superior, los que afectan a nuestra imaginación, los hombres que no pueden abarcar sus objetos con sus manos, los extraviados, los perdidos, los locos de las ideas, sugieren lo que no pueden ejecutar. Hablan a las épocas y son oídos desde lejos. El Espíritu no ama las parálisis o las malformaciones. Si alguna vez hubo un buen hombre, tened por seguro que hubo otro y habrá más. Así ocurre en relación con la hora futura, el espectro ataviado con la belleza en la cortina por la noche, en la mesa por el día: la aprehensión, la seguridad de un cambio venidero. La raza humana siempre ha mostrado al menos este agradecimiento implícito por el don de la existencia, es decir, por su continuación. Toda revelación digna de nosotros, la confianza gentil que hallamos en nuestra experiencia, cubrirá de flores las vertientes de este abismo. El alma, cuando ha sido bien empleada, no siente curiosidad por la inmortalidad. Se halla tan complacida que está segura de que seguirá estándolo. No pregunta por el poder supremo. El hijo de Antíoco preguntaba a su padre cuándo entraría en la batalla. «¿Acaso temes ser el único en el ejército que no oiga la trompeta?», replicó el rey. Es algo supremo confiar en que, si es mejor que vivamos, viviremos: mejor abrigar esta convicción que tener el arrendamiento de indefinidos siglos y milenios y eones. Superior a la cuestión de nuestra duración es la cuestión de nuestro mérito. La inmortalidad vendrá a los que resulten adecuados a ella y el que será un alma grande en el futuro debe ser un alma grande ahora. Es una doctrina demasiado notable para depender de leyenda alguna, es decir, de nada que no sea la propia experiencia. Debe probarse por nuestra actividad y proyectos, que implican un interminable futuro para su despliegue. Lo que llamamos religión afemina y desmoraliza. Tal como sois, los dioses no pueden ayudaros. Demasiado a menudo los hombres son incapaces de vivir por la olvidadiza desigualdad respecto a sus necesidades, o sufren por la política, la mala vecindad o la enfermedad, y se alegrarían de saber que quedan exentos de los deberes de la vida. No obstante, el sabio instinto pregunta: «¿Cómo los ayudará la muerte?». Esos no quedarán exentos cuando mueran. No desearéis la muerte por pusilanimidad. El peso del universo presiona sobre los hombros de Cada agente moral para sostenerle en su tarea. El único modo conocido de escapar en todos los mundos de Dios es la acción. Debes hacer tu trabajo antes de que seas liberado. En la medida en que se trata de una cuestión de hecho respecto al gobierno del universo, Marco Antonio lo resumió todo en una palabra: «Es grato morir si hay dioses; es triste vivir si no los hay». Pienso que la última lección de la vida, el canto coral que surge de todos los elementos y de todos los ángeles, es una obediencia voluntaria, una libertad necesitada. El hombre está hecho de los mismos átomos que el mundo, comparte las mismas impresiones, predisposiciones y destino. Cuando su espíritu se ilumina, cuando su corazón es amable, se lanza gozosamente al orden sublime y hace con conocimiento lo que hacen las piedras por su estructura. La religión que ha de guiar y satisfacer en la época presente y venidera, cualquiera que sea, debe ser intelectual. La mente científica debe tener fe en la ciencia. «Hay dos cosas que aborrezco», dijo Mahoma, «el sabio en su infidelidad y el necio en su devoción». Nuestra época se muestra impaciente con ambos y en especial con el último. No admitamos nada ahora que no sea su propia prueba. Seguramente hay bastante para el corazón y la imaginación en la religión misma. No nos molestemos con aserciones y medias verdades, con emociones y resuello. Habrá una nueva Iglesia fundada en la ciencia moral, al principio fría y desnuda, de nuevo un niño en un pesebre, el álgebra y las matemáticas de la ley ética, la iglesia de los hombres por venir, sin caramillos, salterios o sacabuches; pero tendrá el cielo y la tierra como vigas y pares; la ciencia como símbolo e ilustración; reunirá rápidamente la belleza, la música, la pintura y la poesía. Nunca ha habido un estoicismo tan firme y exigente como este. Enviará al hombre a su soledad central, hará que se avergtience de los modales sociales, suplicantes, y le hará saber que mucho de cuanto tiene se lo debe a su amigo. No esperará cooperación, caminará sin compañía. El pensamiento anónimo, el poder anónimo, el corazón superpersonal serán su único reposo. Necesita sólo su propio veredicto. La buena fama no puede ayudarle ni la mala fama herirle. Las leyes son su consuelo, pues las buenas leyes están vivas, saben si las hemos observado y le animan con la guía de un gran deber y un horizonte infinito. El honor y la fortuna existen para aquel que reconoce siempre la vecindad de las grandes causas, que siempre se siente en presencia de causas elevadas. VII CONSIDERACIONES TEMPESTIVAS Oid lo que cantó el britano Merlin, con la mirada aguda, la lengua sincera. No digáis que los ladrones, al llegar, usurpan los asientos por los que luchamos; los antepasados que hallaron esta tierra no tuvieron ventaja alguna; siempre del que mañana vendrá esperan buen préstamo los hombres. Pero si pensáis en medir vuestro camino, fijaos en que lleváis el peso más ligero. El que tiene poco puede dar al que tiene menos, y también tú, hijo de Cyndyllan, cuídate de llevar el oro poderoso y aprestos, de vacilar antes de dar fin a tu tarea; sólo los de armas ligeras suben la colina. El más rico de los señores es el uso y la musa más rubicunda, la salud. Vive al sol, nada en el mar, bebe la salubridad del viento: donde brilla en mayo la estrella Canope los pastores son agradecidos, felices las naciones. La música que llega a lo profundo y todo lo cura es una palabra cordial: oculta tu saber con deleite, juega con el arco, pero da en el blanco. De los usos del ingenio, el primero es vivir bien con quien no tiene. Divide tu acre; el año entero hará brotar aquí frutos y virtudes: necio y enemigo pueden vagar indemnes, amados y amantes aguardan en casa. Un día para el esfuerzo, una hora para la caza, pero la vida es muy breve para un amigo. Aunque la locuacidad de aconsejar nace con nosotros, confieso que la vida es más una cuestión de asombro que de didáctica. Hay tanto hado, tanto irresistible dictado del temperamento y de la inspiración desconocida en ella, que dudamos de poder decir nada sobre nuestra experiencia que sirva de ayuda a los demás. Todas las profesiones son agentes tímidos y expectantes. El sacerdote se alegra si sus oraciones o su sermón alcanzan a un alma; si alcanzan a dos, o a diez, es un notable triunfo. No obstante, camina hacia la iglesia sin la seguridad de conocer el malhumor o ser capaz de curarlo. El médico prescribe vacilante, según sus recursos, el mismo tónico o sedante que ha aplicado antes a cien hombres con diverso resultado a una constitución nueva y peculiar. Si el paciente sana, se alegra y se sorprende. El abogado aconseja al cliente y cuenta y confía su historia al jurado, y se muestra tan contentó y aliviado como su cliente si el veredicto es favorable. El juez sopesa los argumentos, pone cara seria y, ya que ha de haber una decisión, decide como puede y espera haber hecho justicia y dado satisfacción a la comunidad; pero al cabo es sólo un abogado. La vida es un tímido e inexperto espectador. Hacemos lo que podemos y le damos los mejores nombres. Nos gusta mucho recibir alabanzas por nuestra acción, pero nuestra conciencia dice: «No es para nosotros». Poco podemos hacer por los demás. Acompañamos al joven con simpatía, y con múltiples y antiguos dichos de los sabios, hasta la puerta de la arena, pero lo cierto es que resistirá o caerá no por nuestra fuerza, o por los antiguos dichos, sino sólo por su propia fuerza, desconocida para nosotros. Lo que un hombre conquista en cualquier paso es un profundo secreto para los demás seres del mundo, y sólo le sobreviene lo bueno cuando nos da la espalda a nosotros y a todos los hombres y extrae algo de su sabiduría privada. Lo que tenemos que decir de la vida, por tanto, es descripción o, si lo preferís, celebración, antes que reglas aplicables. Sin embargo, el vigor es contagioso y todo cuanto nos hace pensar o sentir con fuerza se añade a nuestro poder y aumenta nuestro campo de acción. Tenemos una deuda con el gran corazón, con el noble genio, con todos los que arriesgan la vida y la fortuna en un acto justo, con los que han descubierto nuevas ciencias; con los que han refinado la vida con búsquedas elegantes. Nos sirven lo que llamamos almas buenas, no la buena sociedad. La buena sociedad es sólo la propia protección contra las vulgaridades de la calle y la taberna. La buena sociedad, en el sentir común, no tiene ideas ni objetivos. Proporciona el servicio de una perfumería o una lavandería, no de una granja o una factoría. Es una exclusión y un precinto. Sydney Smith dijo: «Unas yardas en Londres cimientan o disuelven la amistad». Se trata de un decoro sin principios; un asunto de ropas y carruajes limpios, de guantes, tarjetas y elegancia en naderías. Hay otras medidas de respeto para un hombre diversas con el número de camisas limpias que se pone a diario. La sociedad quiere ser divertida. Yo no deseo ser divertido. No deseo que la vida sea barata, sino sagrada. Deseo que los días sean como siglos, cargados, fragantes. Ahora los contamos como cifras bancadas por alguna deuda que han de pagarnos o que hemos de pagar, o por algún placer que vamos a probar. ¿Todo lo que tenemos que hacer es inspirar y luego espirar? Es mejor la definición de Porfirio: «La vida es lo que mantiene unida la materia». Un niño en brazos es un canal por el que fluyen visiblemente las energías que llamamos hado, amor y razón. Mirad qué estela cometaria de auxiliares lleva el hombre consigo, animales, plantas, piedras, gases y elementos imponderables. Hagamos la inferencia de los fines por esta pompa de medios. Mirabeau dijo: «¿Por qué habríamos de sentirnos como hombres, sino para triunfar en todas las cosas y lugares? De nada has de decir: Está por debajo de mí; ni sentir que algo pueda estar más allá de tu capacidad. Xada es imposible para el hombre que puede desearlo. ¿Es eso necesario? Lo conseguiré. Esta es la única ley del triunfo». Quienquiera que lo diga está en el buen camino. Pero ese no es el tono y genio del hombre de la calle. En la calle nos volvemos cínicos. Los hombres que encontramos son groseros y torpes. El ingenio más tino tiene su sedimento. ¡De qué gran cantidad de frívolos, pobres, inválidos, epicúreos, anticuarios, políticos, ladrones y veleidosos de ambos sexos podría prescindirse con provecho! La humanidad se divide en dos clases: benefactores y malhechores. La segunda clase es vasta, la primera es un puñado. Una persona enferma raramente, pero los espectadores se animan con la vaga esperanza de que morirá: hay muchas pobres vidas, muchos inválidos desalentadores, casos dignos de una pistola. Franklin dijo: «Los hombres son muy superficiales y ruines: empiezan con algo, pero, a la primera dificultad, huyen asustados; si la emplearan, sabrían que tienen capacidad». ¿Juzgaremos a un país por la mayoría o por la minoría? Por la minoría, a buen seguro. Es una pedantería apreciar a las naciones por el censo, o por millas cuadradas de tierra, o por lo que no sea su importancia para el espíritu de la época. Dejemos esta hipócrita cháchara sobre las masas. Las masas son rudas, débiles, incompletas, perniciosas en sus exigencias e influencia, y no necesitan ser halagadas, sino escolarizadas. No quiero concederles nada, sino domarlas, perforarlas, divididas y romperlas y extraer de ellas individuos. Lo peor de la Caridad es que las vidas que os piden preservar no lo merecen. ¡Masas! La calamidad son las masas. No quiero masas en absoluto, sino sólo hombres honestos, sólo mujeres encantadoras, dulces, competentes, y no millones de calzonazos o gandules bisoños, cerriles, alcoholizados. Si el gobierno supiera cómo hacerlo, yo querría ver a la población frenada, no multiplicada. Cuando alcance su auténtica ley de acción, todo hombre que nazca será saludado como esencial. Apartemos esta hurra de las masas; tengamos el voto considerado de hombres sencillos que hablan por su honor y su conciencia. En el antiguo Egipto, se estableció por ley que el voto de un profeta hiera equivalente al de cien manos. Creo que estaba muy subestimado. «El barro difiere en dignidad», tal como descubrimos en nuestras preferencias diarias. ¡Qué viciosa práctica, la de nuestros políticos en Washington, de emparejarse! Como si un hombre que, al marcharse, vota equivocadamente, pudiera excusaros a vosotros, que pretendéis votar correctamente, por marcharos; o como si vuestra presencia no contara de otro modo más que con vuestro voto. Suponed que los trescientos héroes de las Termópilas se hubieran emparejado con trescientos persas. ¿Habría sido lo mismo para Grecia y para la historia? A Napoleón sus hombres le llamaban Cent Mille. Si hubieran dicho la verdad, tendrían que haberle llamado Cien Millones. La naturaleza hace cincuenta melones insípidos por uno bueno y agita el árbol lleno de manzanas rugosas, agusanadas, verdes, antes de que podáis dar con una docena que sirvan de postre; dispersa naciones de indios desnudos y naciones de cristianos vestidos, con dos o tres buenas cabezas entre ellos. La naturaleza trabaja muy duro y sólo acierta una vez entre un millón. Entre los hombres, le basta si produce un maestro en un siglo. Cuanto más difícil resulte crear buenos hombres, mejor uso se hará de ellos cuando aparezcan. Una vez hice un recuento en una pequeña vecindad y hallé que por cada hombre sano había de doce a quince personas que dependían de su ayuda material, respecto a las que era cuchara y cántaro, patrocinador y padrino, guardería y hospital, y otras muchas funciones. No parece importar mucho si se trata de un soltero o de un patriarca. Si no declina violentamente los deberes que recaen sobre él, toda esa amabilidad le sera retribuida de un modo u otro. Ese es el impuesto que pagan sus habilidades. Los hombres buenos son empleados en centros de uso privados y con vistas a la mayor influencia. Son las personas sin lares, no la comunidad, quienes reciben todas las revelaciones, sean de la ciencia mecanica, intelectual o moral. Todo acontecimiento señalado de nuestra época, todas las ciudades, todas las colonizaciones se remontan en su origen a un cerebro particular. Las hazañas que componen nuestra civilidad fueron pensamientos de unas pocas cabezas nobles. Mientras tanto, la productividad multiplicadora no es nociva ni superflua. Tal vez digáis que podría prescindirse de esa chusma de naciones. No es así: todas cuentan y dependen entre sí. El hado lo mantiene todo vivo mientras la fibra más sutil de la necesidad pública lo vincule al árbol. La clase fatua, peleona y ladrona es tolerada como proletaria, y cada uno de sus vicios es el exceso o la acritud de una virtud. La masa es animal, en cuanto a pupilaje, y está próxima al chimpancé. Pero las unidades de las que la masa se compone son abejas obreras, y cada una puede crecer hasta convertirse en una reina. La regla es que somos usados como átomos brutos hasta que pensamos; luego usamos todo lo demás. La naturaleza hace buena toda fechoría. La naturaleza provee para necesidades reales. Ningún hombre sano desconfía en última instancia de sí mismo. Su existencia es una respuesta perfecta a las cavilaciones sentimentales. Si él es, se le necesita y tiene las propiedades que son requeridas. Que estemos aquí es la prueba de que debíamos estar aquí. Tenemos tanto derecho, y del mismo tipo, a estar aquí, como el cabo Cod o Sandy Hook lo tienen a estar allí. Decir, por tamo, que la mayoría es malvada no implica malicia ni mal corazón en el observador, sino simplemente que la mayoría es inmadura, que aún no se conoce y no tiene una opinión formada. Una vez sabido, eso sería un oráculo para ella y para todos. No obstante, en el momento pasajero, el interés cuadrúpedo tiende a prevalecer y esta fuerza bruta, mientras forja la disciplina del mundo, la escuela de los héroes, la gloria de los mártires, ha provocado en toda época la sátira de los ingenios y el llanto de los hombres buenos. Consideran que los periódicos, los clubes, los gobiernos y las Iglesias resultan del interés y la paga del diablo. Hay hombres sabios que se han enfrentado al obstáculo en su época, como Sócrates, con su famosa ironía; como Bacon, con su disimulo de por vida; como Erasmo, con su Elogio de la locura; como Rabelais, con una sátira que desgarra a las naciones. «Diréis que eran necios los que me abucheaban», escribió el Chevalier de Boufflers a Grimm. «Ay, pero los necios tienen la ventaja del número y eso es lo que decide. No tiene sentido que les declaremos la guerra; no los debilitaremos; siempre serán los amos. No se introducirá una práctica o uso de la que no sean autores». Frente a estos hechos siniestros, la primera lección de la historia es lo bueno del mal. El bien es un buen doctor, pero a veces el mal es mejor. Fueron la opresión de Guillermo el Normando, las leyes forestales y el aplastante despotismo los que hicieron posible la inspiración de la Carta Magna bajo Juan. Eduardo I necesitaba dinero, soldados, castillos, tantos como Pudiera conseguir. Fue necesario convocar al pueblo por un camino más breve y rápido, y surgió la Cámara de los Comunes. Para obtener subsidios, pagó con privilegios. En el vigésimo cuarto año de su reinado, decretó «que no se aprobara impuesto alguno sin el consentimiento de los Lores y los Comunes»: la base de la Constitución británica. Plutarco afirma que las crueles guerras que siguieron al avance de Alejandro introdujeron la civilización, el lenguaje y las artes de Grecia en el salvaje Oriente; introdujeron el matrimonio, construyeron setenta ciudades y unieron a naciones hostiles bajo un gobierno. Los bárbaros que arrasaron el Imperio romano no llegaron demasiado pronto. Schiller dice que la Guerra de los Treinta Años hizo de Alemania una nación. Déspotas rudos, egoístas, sirven inmensamente a los hombres, como Enrique VIII en su disputa con el Papa, así como las infatuaciones de Cromwell, no menos que su sabiduría, o la ferocidad de los zares de Rusia y el fanatismo de los regicidas franceses de 1789. La helada que acaba con la cosecha de un año salva las cosechas de un siglo al destruir el gorgojo o la langosta. Guerras, fuegos, plagas quiebran la inmóvil rutina, limpian el campo de razas podridas y cubiles de rencor y preparan el terreno a hombres nuevos. Hay una tendencia en las cosas a mejorar por sí mismas, y la guerra, la revolución o la bancarrota que rompe un sistema podrido permiten que todo adquiera un orden nuevo y natural, los males más agudos se inclinan a tal periodicidad que las desviaciones de los planetas y las fiebres y malos humores de los hombres se limitan a sí mismos. La naturaleza se sostiene por antagonismo. Las pasiones, la resistencia y el peligro son educadores. Adquirimos la fuerza que hemos superado. Sin guerra no hay soldados; sin enemigos no hay héroes. El sol seria insípido si el universo no fuera opaco. La gloria del carácter consiste en afrontar los horrores de la depravación, en extraer de ahí los nuevos rasgos nobles de poder, igual que el arte y estimula por un nuevo uso y combinación de los contrastes, minando siempre en la oscuridad tras pozos de noche aún más lúgubres. ¿Qué haría el pintor, o el poeta, o el santo, si no fuera por las crucifixiones e infiernos? Siempre existe en el mundo un maravilloso equilibrio de belleza y disgusto, de magnificencia y ratas. No fue Antonio, sino una pobre limpiadora, la que dijo: «Cuanto más fastidioso, más feroz; ese es mi principio». No guardo mucho respeto por los propósitos ni los hechos de la gente que fue a California en 1849. Fueron una fiebre y una contienda de aventureros necesitados y, en el territorio occidental, una amnistía general de todos los pendencieros de las riberas. Algunos acudieron con buenas intenciones, otros con malas, y todos con el vulgar deseo de hallar el camino más corto a la riqueza. Pero la naturaleza los vigiló a todos y convirtió esa fechoría en bondad. California resultó poblada y sometida, civilizada de manera inmoral y, con esta ficción, arraigó y creció una auténtica prosperidad. Fue un reclamo de patos; botes lanzados para distraer a la ballena; pero los auténticos patos, las ballenas que proporcionan aceite, fueron cazados. De raptos de sabinas y de correrías de ladrones proceden las Romas reales y su heroísmo. En América, la geografía es sublime, pero los hombres no lo son; las invenciones son excelentes, pero a veces nos avergonzamos de los inventores. Los agentes que propiciaron acontecimientos tan notables como la colonización de California, de Texas, de Oregón y la unión de los dos océanos fueron el grosero y miserable egoísmo, el fraude y la conspiración. La mayoría de los grandes resultados de la historia se logra por medios desacreditados. El beneficio obtenido en Illinois y en el Gran Oeste de los ferrocarriles es inestimable y excede con mucho toda filantropía intencionada de la que se tenga constancia. ¿Cuál fue el beneficio logrado por el buen rey Alfredo, o por Howard, o Pestalozzi, o Elizabeth Fry, o Florence Nightingale, o todo amante, mayor o menor, comparado con la bendición involuntaria forjada en las naciones por los capitalistas egoístas que construyen el Illinois, Michigan y la red de las carreteras del valle de Misisipí, que han evocado no sólo la riqueza del suelo, sino la energía de millones de hombres? Una sentencia de vieja sabiduría reza que «Dios cuelga los mayores pesos de los alambres más finos». Lo que ocurre a las naciones ocurre cada día en las casas particulares. Cuando los amigos de un hombre rico le hicieron saber las locuras de sus hijos y le informaron de los peligros que los acechaban, les replicó que él había cometido los mismos errores en su juventud y los había superado de tal modo que no le alarmaba la disipación de sus vástagos; eran aguas turbulentas, pero, según creía, pronto tocarían fondo y saldrían a la superficie. Esa es una práctica osada y, por cada escapatoria que tiene éxito, hay muchos fracasos. Sin embargo, se diría que un buen entendimiento basta tanto como la sensibilidad moral para mantenernos erguidos: al instante se ve que la gratificación de las pasiones es perjudicial y —lo que menos gusta los hombres— socialmente degradante. Luego el talento se hunde con el carácter. Voltaire dijo: Croyez moi, l’erreur aussi a son mérite. Vemos a quienes, por cierto egoísmo o infatuación, superan obstáculos ante los que retrocede el hombre prudente. El buen partidario es un hombre embriagador y estrecho de miras que, por el hecho de no ver muchas cosas, ve alguna ion calor exageración y, si se junta con otros como él, o se aplica a objetos de poca importancia, como cierto negocio o política del momento, los prefiere al universo y parece inspirado y como llovido del cielo para los que desean magnificar la cuestión y decidirla. Resulta mejor, por cierto, si podemos asegurar la fuerza y el ardor que hombres rudos y apasionados aportan a la sociedad sin sus vicios. Pero ¿quién se atreverá a extraer la pezonera de la rueda del vagón? Resulta manifiesto que no se trata de una deformidad moral, sino de una buena pasión fuera de lugar. No hay hombre que no esté en deuda con sus manías: según el viejo oráculo, «las Furias son los vínculos de los hombres»; los venenos son las medicinas principales para acabar con la enfermedad y salvar la vida. Con el elevado estilo profético, El causa la ira del hombre para ensalzarlo, y tuerce y convierte nuestro mal en nuestro bien. Shakespeare escribió: Se dice que los mejores hombres son moldeados con sus defectos. Grandes educadores y abogados y, en especial, generales y líderes de las colonias, confían principalmente en esta materia prima y consideran que los hombres de fuerza pasional e irregular son los mejores. Cierto hombre juicioso y enérgico, el último director de la Escuela de Agricultura del puerto de Boston, me dijo: «No quiero a ninguno de vuestros buenos chicos: dadme los malos». Esa es la razón, supongo, por la que tan pronto como adivinan que los niños son buenos, las madres se asustan y piensan que van a morir. Mirabeau dijo: «Sólo los hombres de fuertes pasiones son capaces de alcanzar la grandeza; sólo ellos son capaces de merecer la gratitud pública». La pasión, aunque sea un mal regulador, es una fuente poderosa. Toda pasión absorbente tiene el efecto de liberarnos de los pequeños problemas y cuidados de cada día; es el calor lo que hace girar nuestros átomos humanos, lo que supera la fricción al cruzar el umbral y lo que nos dirige primero en la sociedad y nos reporta un buen principio y velocidad, fácil de mantener una vez se ha empezado. En suma, no hay hombre alguno que no esté en algún momento en deuda con sus vicios, así como no hay planta que no se nutra del estiércol. Sólo insistimos en que el hombre mejora y en que la planta crece y convierte la naturaleza mezquina en algo mejor. El trabajador sabio no lamentará la pobreza o la soledad que puso de relieve su laborioso talento. Al joven le encantan los cumplidos y el hermoso aspecto de los niños de la fortuna, pero los grandes hombres provienen de las clases medias. Es mejor para la cabeza: es mejor para el corazón. Marco Antonio cuenta que Frontón le dijo que «los supuestamente bien nacidos carecen en su mayoría de corazón». Nada es tan indicativo de una profunda cultura como una solícita consideración del ignorante. Charles James Fox dijo de Inglaterra: «La historia de este país prueba que no hemos de esperar de los hombres en circunstancias corrientes la vigilancia, energía y decisión sin las que la Cámara de los Comunes perdería su mayor fuerza y peso. La naturaleza humana tiende a la indulgencia y los servicios públicos más meritorios siempre han sido llevados a cabo por personas con un nivel de vida exento de opulencia». Sin embargo, lo que pedimos a diario es ser convencionales. ¡Amables dioses, remediad este defecto en mi discurso, en mi forma, en mi fortuna, que me sacan un poco del círculo! ¡Remediadlo y permitidme ser como aquellos a los que admiro y estar en buen trato con ellos! Pero los sabios dioses dicen: no, tenemos algo mejor para ti. Por humillaciones, por derrotas, por pérdida de simpatía, por abismos de disparidad, aprende una verdad y una humanidad superiores a las de cualquier excelente caballero. Un señor de la Quinta Avenida, un propietario del West End, no son el estilo supremo del hombre; aunque no hay condición para los corazones buenos y las mentes sanas, quien sea considerado sabio por muchos no debe ser un protegido. Debe conocer las chozas en que yacen los pobres, las faenas que llevan a cabo. Los espíritus de primera clase, Homero, Esopo, Sócrates, Alfred, Cervantes, Shakespeare, Franklin poseyeron el sentimiento y la mortificación del hombre pobre. Un hombre rico nunca fue insultado en su vida; pero este hombre debe ser herido. El frío, el hambre, la guerra o los rufianes no han puesto nunca en peligro a un hombre rico, y comprobaréis que tampoco la moderación de sus ideas. Resulta una desventaja fatal estar demasiado custodiado y comer demasiado pastel. ¿Qué pruebas de humanidad podría soportar? Despojadle de sus protecciones. Es un buen contable; un sagaz consejero de una oficina de seguros: tal vez podría aprobar un examen y lograr un título; tal vez aconsejará bien en un tribunal de justicia. Ponedlo ahora entre los granjeros, los bomberos, los indios y los inmigrantes. Enfrentadle a un perro, a un salteador de caminos; ponedle a prueba con la muchedumbre; enviadle a Kansas, a la cima de Pike, a Oregón y, si tiene auténticas facultades, ese será el elemento que le haga falta y saldrá de allí con mayor sabiduría y un poder varonil. Esopo, Saadi, Cervantes, Regnard fueron apresados por corsarios, condenados a muerte, vendidos como esclavos y conocieron las realidades de la vida humana. Los malos tiempos tienen valor científico. Son ocasiones que un buen aprendiz no desperdiciará. Así como nos encaminamos alegremente a Faneuil Hall para entretenemos con los vientos borrascosos y los fuertes dedos del patriotismo airado, las persecuciones fanáticas, la guerra civil, la bancarrota nacional o la revolución son más ricas en tonos centrales que lánguidos años de prosperidad. Lo que fue, desde que nos vale la memoria, un continente sólido, bosteza y despliega su composición y génesis. Aprendemos geología la mañana siguiente al terremoto, sobre atroces diagramas de montañas hendidas, tierras solevantadas y el lecho seco del mar. En nuestra vida y cultura todo se desarrolla y procede del uso, la pasión, la guerra, la revuelta, la bancarrota y no menos de la insensatez y los errores, el insulto, el tedio y la mala compañía. La naturaleza es un trapero que transforma los jirones, sobras y cabos en nuevas creaciones; como un buen químico a quien vi el otro día en su laboratorio convirtiendo sus camisas viejas en puro azúcar blanco. La vida es un privilegio ilimitado y, cuando compráis el billete y subís al coche, no tenéis ni idea de la buena compañía que encontraréis allí. Adquirís mucho más de lo que indicaba el precio. Los hombres alcanzan cierta grandeza sin saberlo cuando trabajan por otro objetivo. Si ahora, a estas alturas, nos aventuramos a fijar las primeras normas obvias de la vida, no repetiré aqui la primera regla de la economia, ya propuesta una y otra vez, por la que todo hombre debe mantenerse a si mismo, sino que diré: tened salud. No deben escatimarse esfuerzos, dolores, abstinencia, pobreza ni ejercicio por los que pueda ganarse. La enfermedad es un canibal que consume toda la vida y juventud que pueda conseguir y devora a sus propios hijos e hijas. La imagino como un fantasma palido, aullador, distraido, sumamente egoista, sin preocupacion por lo bueno y grande, atento a las sensaciones, que ha perdido su alma y aflige a otras almas con la mezquindad y la melancolia e invita a ser voraz por fruslerías. El doctor Johnson dijo severamente: «Todo hombre es un bribón tan pronto como enferma». No seáis hipócritas y tratadle con cordura. Al hablar con un borracho no simulamos estar ebrios. Debemos tratar a los enfermos con la misma firmeza, ofreciéndoles por descontado toda la ayuda, pero con contención. Una vez pregunté a un clérigo de un pueblo retirado quiénes eran sus compañeros, a qué hombres hábiles frecuentaba. Me contestó que pasaba su tiempo con los enfermos y los moribundos. Le dije que me parecía que necesitaba otra compañía, más aún porque tenía aquella, ya que, si esas personas enfermaran y murieran por cieno propósito, debíamos dejarlo todo e ir junto a ellas, pero, por lo que había observado, eran tan frívolas como los demás y a veces más. Comprometámonos sin echarnos a perder. Conocía a una mujer sabia que decía a sus amigos: «Cuando envejezca, guiadme». La mejor parte de la salud es una buena disposición. Resulta más esencial que el talento, incluso en las obras del talento. Nada sustituirá a la falta de sol en los melocotones y, para que el conocimiento sea apreciable, debéis tener el gozo de la sabiduría. Siempre que estáis sinceramente agradecidos, os nutrís. La alegría del espíritu indica su fuerza. Todas las cosas sanas son afables. El genio opera deportivamente y la bondad saluda al cabo; por esta razón: el que entiende la ley que distribuye las cosas no se desalienta, sino que se anima con grandes deseos y esfuerzos. El desalentado revela que no la entiende. Un proverbio holandés dice que «la pintura no cuesta nada»; tal es su capacidad de conservación en climas húmedos. La luz del sol cuesta menos y, sin embargo, es un pigmento más hermoso. Lo mismo ocurre con la alegría, con el buen humor: cuanto más se gasta, más queda. El calor latente de una onza de madera o piedra es inagotable. Podéis frotar la misma astilla de pino hasta hacerla arder cien veces; la capacidad de felicidad de un alma no puede calcularse o drenarse. Se ha observado que los espiritus deprimidos desarrollan los gérmenes de una plaga en individuos y naciones. Una antigua recomendación de buen comportamiento reza: Aliis lætus, sapiens sibi, que el proverbio inglés traduce: «Sed alegres y sabios». Sé lo fácil que es para hombres de mundo parecer graves y burlarse de vuestra juventud sanguínea y sus brillantes sueños. Sin embargo, considero los más alegres castillos en el aire que se hayan edificado más confortables y útiles que las mazmorras en el aire que a diario excavan y habitan personas gruñonas y descontentas. Conozco, y odio, a esos tipos miserables que siempre ven una estrella negra que atraviesa las ligeras y matizadas nubes en lo alto del cielo; olas de luz pasan y la ocultan por un momento, pero la negra estrella se apresura hasta el cénit. Sin embargo, el poder vive con la alegría; la esperanza nos vuelve laboriosos, mientras que la desesperación no es una musa y embota los poderes activos. Si un hombre no hace la naturaleza y la vida más felices para nosotros, mejor sería que no hubiera nacido. Cuando el economista político tiene en cuenta a las clases improductivas, debería poner a la cabeza la clase de los que se compadecen a sí mismos, imploran simpatía y lamentan desastres imaginarios. Así he traducido unos antiguos versos franceses: Habéis curado ciertas penas y sobrevivido a las más agudas; ¡pero qué tormentos de dolor soportasteis por males que nunca llegaron! Hay tres necesidades que nunca podrán ser satisfechas: la del rico, que quiere algo más; la del enfermo, que quiere algo diferente, y la del viajero, que dice: «Dondequiera salvo aquí». El cadí turco dijo a Layard: «Al modo de los tuyos, vagaste de un lugar a otro y ya no estás feliz y contento en ninguno». Mis compatriotas no están menos encaprichados con el juguete rococó de Italia. Toda América parece a punto de embarcar hacia Europa. Pero no siempre atravesaremos mares y tierras a la ligera y por gusto, como decimos. Algún día nuestra pasión por América nos hará expulsar nuestra pasión por Europa. La cultura reportará gravedad y descanso doméstico a los que ahora sólo viajan por no saber dónde gastar su dinero. ¿Quién suscita más compasión que ese excelente grupo familiar que acaba de llegar en su puntual coche, más lejos que nunca de casa y de todo fin honesto? Cada nación ha preguntado sucesivamente: «¿Para qué han venido?»; hasta que, al final, el grupo se avergilenza y se plantea la misma pregunta a las puertas de cada ciudad. Los modales geniales son buenos, así como el poder de acomodación a toda circunstancia, pero el premio supremo de la vida, la fortuna que corona a un hombre, es haber nacido con tendencia a cierto propósito por el que logra empleo y felicidad, ya sea fabricar cestas o sables, canales, estatuas o canciones. No dudo de que esto fuera lo que quiso decir Sócrates cuando afirmó que los artistas eran en realidad, no en apariencia, los únicos sabios auténticos. En la infancia nos imaginamos atrapados por el horizonte como por una campana de cristal y no creíamos que, tras un largo viaje, llegaríamos al lugar donde se bañan el sol y las estrellas descendentes. Al intentarlo, el horizonte huye ante nosotros y nos deja en un terreno interminable, sin el cobijo de una campana de cristal. Sin embargo, es extraño cuánto nos aferramos con la astronomía a esta campana de un horizonte doméstico y protector. Encuentro la misma ilusión en la búsqueda de la felicidad que observo cada verano en esta vecindad tan pronto como los pájaros se han apareado. A los jóvenes no les gusta la ciudad, no les gusta la costa; viajan tierra adentro: encuentran una casa acogedora en lo profundo de las montañas, tan secreta como sus corazones. Emprenden sus viajes en busca de un hogar: llegan a Berkshire; llegan a Vermont; miran las granjas, buenas granjas, altas laderas. Pero ¿dónde está la reclusión? Una granja está cerca de otra; esta cerca de aquella; están lejos de Boston, pero cerca de Albany, de Burlington o de Montreal. Exploran la granja, pero la casa resulta pequeña, vieja, escasa: gente descontenta vivió allí y se marchó; hay demasiado cielo, demasiado mundo exterior; es demasiado público. El joven anhela la soledad. Cuando llega a la casa, la atraviesa. No resulta el hondo retiro que buscaba. «Ah, ahora lo entiendo», dice, «ganará en profundidad con las personas; sólo los amigos le darán profundidad». Sí, pero este año hay gran escasez; es difícil encontrarlos y difícil, después, conservarlos. Siempre se marchan: también están en el torbellino del mundo huidizo y tienen compromisos y necesidades. Se van a Wisconsin; escriben desde Bremen; os verán pronto. Lenta, muy lentamente aprende la lección: sólo hay una profundidad, sólo un interior: su propósito. Cuando la alegría, la calamidad o el genio se lo enseñen, entonces los bosques, las granjas, los tenderos y los taxistas de la ciudad, como profetas o amigos, indiferentemente, le devolveran el reflejo de su insondable cielo, de su poblada soledad. La utilidad de un viaje es breve y ocasional, pero su mejor fruto, cuando se halla, es la conversación; resulta una función principal de la vida. ¡Qué diferencia hay en la hospitalidad del espíritu! Es inestimable aquel a quien podemos decir lo que no podemos decirnos a nosotros mismos. Otros resultan involuntariamente hirientes y nos privan del poder del pensamiento, nos embargan y aprisionan. Así como cuando hay simpatía sólo se necesita a un hombre sabio para que todos parezcan sabios, un zoquete convierte en tal a su compañero. Una asombrosa capacidad de entumecimiento posee a este hermano. Cuando ocupa un cargo o una posición pública, la sociedad se disuelve, Unos tras otros van desapareciendo sin aviso y el lugar queda a su disposición. ¿Qué hay más incurable que un hábito frívolo? Una mosca es tan indomable como una hiena. Sin embargo, la necedad, en el sentido de la diversión, la payasada o la holgazanería se soportan fácilmente; como dijo Talleyrand: «Los disparates resultan singularmente reparadores». Pero un tonto agresivo, virulento, turba la razón de toda la casa. He visto a toda una familia de gente tranquila y sensata desquiciada y fuera de sí, víctima de un pícaro; porque la firme obstinación de una persona perversa irrita a los mejores, ya que hemos de resistir al absurdo. La resistencia sólo exaspera al acre necio, que piensa que la naturaleza y la gravedad están equivocadas y sólo él en lo cierto. Así, todos los reos se pervierten pronto, a pesar de sus virtudes y habilidades, al contradecir, acusar, justificar o reparar al malhechor. Como en el caso de una barca o un coche que puede volcar, no sólo el necio piloto o conductor, sino todo el mundo a bordo está obligado a asumir actitudes extrañas o ridículas, a equilibrar la carga y evitar el accidente. Para remediarlo, mientras aún es posible, os recomiendo flema y sinceridad: dejad que toda la verdad con que se hable o actúe resida en el cero de la indiferencia, o la verdad misma será una tontería. Pero cuando el caso se halla en estado avanzado y resulta maligno, lo único seguro es efectuar una amputación; como dicen los marineros, cortar y zarpar. ¿Cómo vivir con compañeros tan incapaces? Así la vida se despilfarra en su mayor parte; la experiencia enseña poco más que nuestro primer instinto de defensa propia: no os comprometáis, no os mezcléis con ellos en modo alguno; dejad que su locura se gaste sin oposición. La conversación es un arte en que un hombre compite con toda la humanidad, ya que todos la practican a diario mientras viven. Nuestro habito de pensamiento —fijaos en los hombres al levantarse— es insatisfactorio; en la experiencia común, me temo, resulta pobre y escualido. El éxito con que la gente se contenta es una ganga, un empleo lucrativo, una ventaja ganada a un competidor, un matrimonio, un patrimonio, una herencia y cosas por el estilo. Con tales objetivos, la conversación resulta superficial: política, negocio, defectos personales, las malas noticias exageradas y la lluvia. Resulta desolador y hace que nos sintamos doloridos y sensibles. Si llega alguien que puede iluminar con pensamientos esta oscura Casa, mostrarnos su propia riqueza, los dones que poseemos, lo indispensables que son, su poder mágico sobre el hombre y la naturaleza; su acceso a la poesía, a la religión y a los poderes que constituyen el carácter, entonces despierta en nosotros el sentimiento de lo digno, sus sugerencias exigen nuevos modos de vida, nuevos libros, nuevos hombres, nuevas artes y ciencias; entonces salimos de nuestra existencia de cascara de huevo a la gran cúpula y vemos el cénit por encima y el nadir por debajo de nosotros. En lugar de los tanques y baldes de conocimiento en los que estamos confinados a diario, bajamos a la orilla del mar y hundimos las manos en sus olas milagrosas. El efecto de la compañía es maravilloso. Los hombres ya no son lo que fueron. Todos marcharon a California y todos volvieron millonarios. No hay libro ni placer en la vida comparable a este. Si preguntáis por lo mejor de la experiencia, respondemos: algunas ocasiones de trato sencillo con personas sabias. Nuestra conversación nos informa una y otra vez de que pertenecemos a círculos mejores de los que hasta ahora hemos contemplado; de que nos invita a ello un poder mental cuyas generalizaciones son más dignas de causar alegría e impresión que nada de lo que ahora se llama filosofía y literatura. En la conversación animada tenemos destellos del universo, indicios de un poder nativo del alma, lejanas luces y sombras de un paisaje andino que no podemos alcanzar en la meditación solitaria. De aquí provienen a veces profusos oráculos a los que vuelve la memoria en horas estériles. Añadid el consentimiento de la voluntad y el temperamento y existirá el pacto de la amistad. Nuestra primera necesidad en la vida es la de alguien por quien hagamos aquello de lo que somos capaces. Ese es el servicio de un amigo. Con él somos fácilmente grandes. Ejerce una sublime atracción sobre cualquier virtud que haya en nosotros. ¡Cómo abre las puertas de la existencia! ¡Qué preguntas le hacemos! ¡Qué entendimiento tenemos! ¡Qué pocas palabras son necesarias! Es la única sociedad auténtica. Un poeta oriental, Ali Ben Abu Taleb. escribe con triste verdad: El que tiene mil amigos no puede prescindir de uno, y el que tiene un enemigo en todas partes lo encuentra. Pocos escritores han dicho algo mejor al respecto eme Hafiz, que indica esta relación como prueba de salud mental: «No aprenderás secreto alguno hasta que conozcas la amistad, hasta que entre en lo imperfecto el conocimiento divino». La vida no es lo bastante larga para la amistad. Es un asunto serio y majestuoso, como una presencia real o una religión, y no una comida de postillón para tomar al paso. Hay un pudor en la amistad, como en el amor, y aunque las almas hermosas no lo pierden de vista, nunca lo nombran. Con hombres de primera clase nuestra amistad o buen entendimiento va más allá de todo accidente de extrañamiento, de condición, de reputación. Sin embargo, no proveemos para el bien supremo de la vida. Cuidamos de nuestra salud; ahorramos dinero; acabamos el tejado y conseguimos suficiente ropa, pero ¿quién proveerá sabiamente para que no falte la mejor de las propiedades, los amigos? Sabemos que todo nuestro aprendizaje nos prepara para ello y no damos un paso en esa dirección. ¿Cuánto tiempo nos sentaremos a esperar a esos benefactores? No importa, al recordar los últimos cinco años, cómo nos hemos alimentado o vestido; si os habéis alojado en el primer piso o en el ático; si habéis tenido jardines y baños, buen ganado y caballos, si habéis ido en una hermosa carroza o en una ridícula carretilla; esas cosas se olvidan pronto y no dejan huella. Pero importa mucho si hemos tenido buenos compañeros durante ese tiempo, casi tanto como lo que hemos estado haciendo. Fijaos en la soberana importancia de la vecindad en toda asociación. Así como el matrimonio, adecuado o inadecuado, conforma el hogar, los que viven cerca de vosotros, en el mismo nivel social — pocas personas a conveniente distancia, aunque sean mala compañía—, ellos, y sólo ellos, serán los compañeros de vuestra vida; los que son nativos, congeniales, consagrados a vosotros por muchos juramentos del corazón, se pierden gradual y totalmente. No podéis tratar de manera sistemática con la parte excelente de la sociedad, y podéis molestaros en reunir a la gente y organizar clubes y sociedades de debate sin resultado. Lo cierto es que hay en nosotros algo bueno que no se conoce a sí mismo, y un hábito de unión y competición congrega a las personas y las mantiene en su punto más alto; la vida se multiplica por dos o por diez si se pasa en compañía sabia y fructífera. La obvia inferencia es la de una breve y útil deliberación y previsión cuando vamos a comparar una casa y un terreno. Vivimos con las personas sobre otras bases; vivimos con personas dependientes, no sólo con los jóvenes a los que enseñamos cuanto sabemos y revestimos con las ventajas que hemos conseguido, sino también con los que nos sirven directamente y por dinero. Sin embargo, las viejas reglas son buenas. No permitáis que el vínculo sea mercenario aunque el servicio se mida por el dinero. Haceos necesarios para alguien. No hagáis la vida difícil para nadie. Este punto adquiere nueva importancia en la vida social americana. Nuestro servicio doméstico es, por lo general, una absurda gresca de exigencia irrazonable, por un lado, y elusiva por otro. A un tipo ingenioso le preguntaron por qué venía a la ciudad y replicó: «Me han enviado a buscar un ángel para la cocina». Una dama me dijo que, de sus dos doncellas, una era de espíritu distraído y la otra de cuerpo distraído. El mal aumenta con la ignorancia y hostilidad de cada cargamento de población inmigrante que invade casas y granjas. Pocas personas disciernen que depende del amo o ama el servicio que presta un hombre o una doncella; que una fresca es un espíritu tutelar en una casa y una paria en otra. Toda la gente sensata es egoísta y la naturaleza tira de todo contrato para ajustar sus términos. Si vuestro trato es generoso, la otra persona, aunque sea injusta y egoísta, hará una excepción en vuestro favor y será sincera. Cuando pregunté a un fabricante de hierro sobre la escoria y la carbonilla en el hierro del ferrocarril, me dijo: «Siempre se puede obtener buen hierro; si hay carbonilla en el hierro es porque la había en la paga». ¿Por qué multiplicar estos tópicos y su ilustración, si son interminables? La vida le trae a Cada uno su tarea y, cualquiera que sea el arte elegido, álgebra, pintura, arquitectura, poesía, comercio, política, todo puede lograrse, incluso con triunfos milagrosos, en los mismos términos, al seleccionar aquello de lo que sois Capaces; empezad por el principio, proceded en orden, paso a paso. Es tan fácil torcer anclas de hierro y trenzar cañones como trenzar paja, tan fácil hervir granito como agua, si dais los pasos apropiados. Donde hay fracaso, hay cierto vértigo, una superstición sobre la suerte, un paso omitido que la naturaleza no perdona. Las condiciones felices de la vida pueden comprenderse de igual modo. Su atracción para vosotros es la promesa de que estan a vuestro alcance. Nuestras oraciones son proféticas. Debe haber fidelidad y debe haber adherencia. ¡Qué respetable es la vida que se aferra a sus objetivos! Las aspiraciones juveniles son hermosas, vuestras teorías y planes de vida, justos y recomendables; pero ¿aguantaréis? Ni uno, me temo, en ese pueblo lleno de gente, o sólo uno entre mil; y cuando les achaquéis la traición y les recordéis sus elevadas resoluciones, habrán olvidado que hicieron una promesa. Los individuos son fugitivos y, en el momento de convertirse en otra cosa, irresponsables. La raza es grande, el ideal bello, pero los hombres son vacilantes e inseguros. El héroe es el que está inconmoviblemente centrado. La principal diferencia entre las personas parece consistir en que un hombre se somete a obligaciones en que podéis confiar y otro no. Si no tiene una ley en su interior, nada puede atarle. Es inevitable mencionar detalles de la virtud y la condición y exagerarlos; pero todo depende al fin de la integridad que hace menguar el talento y puede prescindir de él. La sensatez consiste en que no podéis ser sometidos por vuestros medios. Se pagan lujosos precios por la posición y por la cultura del talento, pero para los grandes intereses el éxito superficial no tiene importancia. El hombre es su actitud; no proezas, sino fuerzas, no en días señalados, sino a todas horas, formidable tanto en reposo como en acción, inmanejable. El populacho dice con Horne Tooke: «Si quieres ser poderoso, aparenta serlo». Yo prefiero decir, con el antiguo profeta: «¿Buscabais grandes cosas? No las busquéis». O lo que se decía de un príncipe español: «Cuanto más se le quita, mayor parece». Plus on lui óte, plus il est grand. El secreto de la cultura es aprender que unas cuantas cuestiones reaparecen con firmeza, tanto en la pobreza de la granja más oscura como en medio de la vida metropolitana, y que son las únicas que han de ser consideradas: escapar de cualquier vínculo falso; el coraje para ser lo que somos y el amor por lo simple y bello; la independencia y unas relaciones alegres. Esto es lo esencial, junto al deseo de servir, de añadir algo al bienestar de los hombres. VIII BELLEZA Nunca hubo forma ni rostro tan dulce para Seyd como la gracia, que no dormita como la piedra, sino que se cierne brillante y desaparece. Perseguía la belleza en cualquier parte, en la llama, en la tormenta, en las nubes del aire. Agitaba el lago para nutrir su mirada con el berilio de las olas rotas: arrojaba los guijarros para oír la instantánea música que daban. A menudo resonaba un tono alto desde el polo oscilante y la zona media. Sólo él podía oír la voz de la esfera central y de la errante. La tierra temblaba con ritmo, el flujo y reflujo del mar sonaba épico. En cubiles de pasión y pozos de pena vio en la lucha al fuerte Eros, para alumbrar la tiniebla y romper la maldición, e irradiar hasta los confines del universo. Mientras dio así al amor sus días en culto leal, desoyendo halagos, ¡cómo trataron de tentarle, en vano, la ladrona ambición y la tuerta ganancia! Juzgó más feliz estar muerto, morir por la belleza que vivir por el pan. La tendencia espiral de la vegetación infecta también la educación. Nuestros libros se aproximan muy despacio a las cosas que más deseamos saber. ¡Cómo alardeamos de nuestra ciencia y qué lejos esta, a qué distancia de sus objetivos! Nuestra botanica es todo nombre, no poderes; poetas y bardos hablan de hierbas de gracia y de curación, pero ¿qué sabe el botánico de las virtudes de las malas hierbas? El geólogo pone al descubierto los estratos y los cuenta con sus dedos, pero ¿qué sabe del efecto en el hombre que construye su casa sobre ellos? ¿Qué efecto tienen sobre la raza que vive en un saliente de granito? ¿Y sobre los habitantes de la marga y el aluvión? Pensaríamos de otro modo en el ornitólogo si pudiera contarnos qué dicen los pájaros gregarios cuando se reúnen en el concilio otoñal a hablar en los árboles. La falta de simpatía convierte su recuerdo en un torpe diccionario. El resultado es un pájaro muerto. El pájaro no está en las onzas y pulgadas, sino en su relación con la naturaleza, y una garza no está en mayor medida en la piel o el esqueleto que me enseñan, que Washington o Dante en el montón de cenizas o la botella de gases a los que se ha reducido su cuerpo. El naturalista se aparta del camino en toda la distancia de su progreso figurado. El niño tenía ideas más justas cuando miraba las conchas en la playa o las flores en el prado que el adulto con el orgullo de su nomenclatura. La astrología nos interesaba porque unía al hombre al sistema. En lugar de un mendigo aislado, la estrella más lejana lo sentía y él sentía a la estrella. Por desmedida y falsificada que resultara debido a simuladores y mercaderes, la sugestión era verdadera y divina: la confesión de las amplias relaciones del alma y de que el clima, el siglo y tanto las naturalezas remotas como las cercanas son partes de su biografía. La química descompone, pero no construye. La alquimia, que intentaba transmutar un elemento en otro, prolongar la vida, dotar de poder, iba en la dirección acertada. A nuestra ciencia le falta un lado humano. El inquilino es más que la casa. Los insectos, estambres y esporas en que hemos derrochado tantos años no son finalidades, y el hombre, cuando despliegue sus poderes en orden, llevará a la naturaleza consigo y admitirá la luz en todos sus huecos. El corazón humano nos interesa más que los poros en el microscopio y ni siquiera puede medirse con las pomposas cifras del astrónomo. Somos demasiado frívolos y escépticos. Los hombres se consideran a sí mismos baratos y viles; sin embargo, un hombre es un haz de rayos. Los elementos se vierten por su sistema. Es el torrente del torrente y el fuego del fuego; siente a los antípodas y el polo como gotas de su sangre: son una extensión de su personalidad. Sus deberes se miden por el instrumento que él es; un hombre acertado y perfecto estaria en el centro del sistema copernicano. Es curioso que sólo creamos según la profundidad con que vivimos. No creemos que los héroes puedan entregarse a un juego más terrible que el juego superficial que nos entretiene. Un hombre profundo cree en milagros, los espera, cree en la magia, cree que el orador descompondrá a su adversario; cree que el mal de ojo marchita, que la bendición del corazón cura, que el amor exalta el talento, que supera todas las ventajas. De un gran corazón fluye incesantemente el secreto magnetismo que provoca grandes acontecimientos. Pero apreciamos utilidades muy humildes: un marido prudente, un buen hijo, un votante, un ciudadano, y despreciamos el romance del carácter; y tal vez contamos sólo su valor monetario, su inteligencia, su afecto, como una especie de letra de cambio, fácilmente convertible en hermosas habitaciones, pinturas, música y vino. El motivo de la ciencia era la extensión del hombre por todas partes en la naturaleza, hasta que sus manos tocaran las estrellas, sus ojos vieran a través de la tierra, sus oídos comprendieran el lenguaje de la bestia y el pájaro y el sentido del viento; por medio de su simpatía, hablaría con el cielo y la tierra. Esa no es nuestra ciencia. La geología, la química, la astronomía parecen hacernos sabios, pero nos dejan donde nos encontraron. La invención es útil para el inventor, de dudosa ayuda para cualquier otro. Las fórmulas de la ciencia son como papeles en la cartera, sin valor salvo para el propietario. La ciencia en Inglaterra, en América, está celosa de la teoría, odia el nombre del amor y el propósito moral. Hay una venganza para esta inhumanidad. ¿Qué tipo de hombre hace la ciencia? Al niño no le atrae. Dice: no deseo ser el mismo tipo de hombre que mi profesor. El coleccionista ha secado todas las plantas de su herbario, pero ha perdido peso y humor. Ha puesto todas las serpientes y lagartos en botes, pero la ciencia ha hecho lo propio y puesto al hombre en una botella. Nuestra confianza es el médico es una especie de desesperación de nosotros mismos. El clero tiene bronquitis, lo que no parece un certificado de salud espiritual. Macready creyó que provenía del falsetto de su entonación. Un príncipe indio, Tisso, un día en que cabalgaba por el bosque, vio una manada de alces jugando. «¡Mirad qué felices están los alces!», dijo, «¿por qué no han de divertirse los sacerdotes, alojados y alimentados cómodamente en los templos?». De vuelta a casa comunicó esta reflexión al rey. Al día siguiente, el rey le confirió la soberanía y le dijo: «Príncipe, administra este reino por siete días: al término de este periodo, serás condenado a muerte». Al final del séptimo día, el rey le preguntó: «¿Por qué estás tan demacrado?». Respondió: «Por el horror a la muerte». El monarca replicó: «Vive, hijo mío, y aprende. Has dejado de divertirte y te has dicho a ti mismo: Dentro de siete días seré condenado a muerte’. Los sacerdotes de este templo meditan sin cesar sobre la muerte: ¿cómo pueden dedicarse a saludables diversiones?». Pero los hombres de ciencia, los doctores o los clérigos no son víctimas de su búsqueda en mayor medida que otros hombres. El molinero, el abogado y el mercader dedicados a sus detalles no resultan hombres de mayor fuerza. ¿Poseen la adivinación, los grandes fines, la hospitalidad de alma y la ecuanimidad que exigimos al hombre, o sólo las reacciones del molino, las mercancías y la trapacería? Ningún objeto nos interesa en realidad sino el hombre, y en el hombre, sólo sus rasgos superiores; aunque conocemos una ley perfecta en la naturaleza, sólo nos fascina por su relación con él o en cuanto ha arraigado en su espíritu. Con el nacimiento de Winckelmann, hace más de cien años, junto a la ciencia árida, departamental, post-mortem, surgió el entusiasmo por el estudio de la belleza; tal vez ciertos destellos suyos puedan producir una conflagración en aquella. El conocimiento de los hombres, el conocimiento de los modales, el poder de la forma y nuestra sensibilidad a la influencia personal nunca resultan anticuados; son hechos de una historia que estudiamos sin libro, cuyos profesores y temas siempre están próximos. Nuestro hábito de criticar es tan inveterado que gran parte de nuestro conocimiento en esta dilección pertenece al capítulo de la patología. La multitud en las calles brinda degradaciones con mayor frecuencia que los ángeles o los redentores; pero todos prueban la transparencia. Cada espíritu construye su casa, y podemos hacer una sagaz conjetura del habitante por la casa. En igual medida la naturaleza nos provee de toda señal de gracia y bondad. Las deliciosas caras de los niños, la belleza de las escolares, «la dulce seriedad de los dieciséis», el aire noble de los bien nacidos, los niños bien criados, las historias apasionadas en las miradas y modales de la juventud y la temprana hombría, y el variado poder en toda esa conocida compañía que nos escolta a través de la vida; sabemos cómo taladran, paralizan, provocan, inspiran y enriquecen estas formas. La belleza es la forma bajo la cual la inteligencia prefiere estudiar el mundo. Los privilegios son de la belleza; porque hay muchas bellezas, como la de la naturaleza en general, la del rostro y forma humana, la de los modales, el cerebro o el método, la belleza moral o la belleza del alma. Los antiguos creían que un genio o demonio tomaba posesión en el nacimiento de cada mortal para guiarle; que estos genios eran vistos a veces como una llama de fuego parcialmente inmersa en los cuerpos que gobernaban: en un hombre malo, se ubicaba en su cabeza; en uno bueno, mezclada con su sustancia. Pensaban que el mismo genio, al morir su pupilo, entraba en otro recién nacido y pretendía ser el piloto que dirigía el barco. Reconocemos oscuramente el mismo hecho aunque le demos otro nombre. Decimos que cada hombre tiene derecho a ser valorado en su mejor momento. Así medimos a nuestros amigos. Sabemos que tienen intervalos de necedad, de los que no cuidamos, sino que esperamos la reaparición del genio, que es segura y bella. Por otra parte, todos conocemos a personas que parecen atormentadas y que, a pesar de su habilidad, nunca nos impresionan con el aire de la libre acción. Ellas también lo saben y tratan de atisbar si habéis reconocido su triste súplica. Creemos que si pudiéramos pronunciar una palabra de absolución y desencantarlas, la nube rodaría, el pequeño jinete sería descubierto y desarzonado y recobrarían su libertad. El remedio nunca parece demasiado lejano, ya que el primer paso en el pensamiento mueve montañas de necesidad. El pensamiento es la bola de aire comprimido que puede hender el planeta y la belleza que ciertos objetos le dan es el luego amistoso que extiende el pensamiento y avisa al prisionero de que la libertad y el poder le esperan. La cuestión de la belleza nos aparta de la superficie: pensamos en el fundamento de las cosas. Goethe dijo: «Lo bello es una manifestación de las leyes secretas de la naturaleza, que, salvo por esta apariencia, siempre se nos ha ocultado». El funcionamiento de este profundo instinto provoca la excitación —en gran medida superficial y bastante absurda— sobre las obras de arte que conduce cada año a ejércitos de vanos viajeros a Italia, a Grecia, a Egipto. Todo hombre valora sus adquisiciones en la ciencia de la belleza sobre todas sus posesiones. El hombre más útil en el mundo más útil, limitado al servicio de la comodidad, seguiría insatisfecho. Tan pronto como ve la belleza, la vida adquiere un valor supremo. El mal hado de muchos filósofos me avisa de que no intente dar una definición de la belleza. Enumeraré algunas cualidades suyas. Adscribimos la belleza a lo que es sencillo, a lo que no tiene partes superfluas, a lo que responde exactamente a su fin, a lo que se relaciona con todas las cosas, a lo que es el medio de muchos extremos. Es la cualidad mas resistente y la mas ascendente. Decimos que el amor es ciego y vemos dibujada la figura de Cupido con una venda en los ojos. Ciego, si, porque no ve lo que no le gusta; pero el cazador con vista mas aguda del universo es el amor, porque encuentra lo que busca y sólo eso; los mitólogos nos dicen que a Vulcano lo pintaban cojo, y a Cupido ciego, para llamar la atención sobre el hecho de que uno era todo miembros y el otro todo ojos. En la auténtica mitología, el amor es un niño inmortal y la belleza lo tiene por guía; no lo podemos expresar de manera más profunda que al decir que la belleza es el piloto del alma joven. Más allá de su deleite sensual, las formas y colores de la naturaleza tienen un nuevo encanto para nosotros en la percepción de que ningún ornamento fue añadido como ornamento, sino que cada uno es una señal de una salud mejor o de una acción superior. La elegancia de la forma en el pájaro o en la bestia, o en la figura humana, marca cierta excelencia de la estructura; la belleza es sólo una invitación de lo que nos pertenece. Una ley de la botánica dice que, en las plantas, las mismas virtudes siguen a las mismas formas. Una regla de más amplia aplicación, cierta en la planta, cierta en la barra de pan, es que en la construcción de una fábrica u organismo cualquier incremento real de adecuación a su fin es un incremento de belleza. Merecía investigarse la lección aprendida por el estudio del arte griego y gótico, de la pintura antigua y de la prerrafaelita: toda belleza debe ser orgánica; lo que hay fuera del embellecimiento es deformidad. Es la solidez de los huesos lo que se ultima en una tez de flor de melocotón; la salud de la constitución otorga el brillo y el poder a la mirada; el ajuste del tamaño y de la juntura de los huecos del esqueleto confiere la gracia del perfil y la más hermosa gracia del movimiento. El gato y el ciervo no pueden moverse o sentarse sin elegancia. El maestro de baile jamás podrá enseñar a andar bien a un hombre mal constituido. El tinte de la flor procede de su raíz y el lustre de la concha comienza con su existencia. De aquí que el gusto en la construcción rechace la pintura y todos sus recursos y muestre la semilla original de la madera; rehúsa las pilastras y columnas que no soportan nada y tolera que los auténticos soportes de la casa se muestren sinceramente a sí mismos. La acción necesaria u orgánica agrada al contemplador. Un hombre que conduce un caballo al agua; un granjero que siembra, las labores de los segadores de heno en el campo, el astillero que construye un barco, el herrero en su forja o cualquier trabajo útil resultan apropiados a la sabia mirada. Pero si ha sido hecho para ser visto, resulta mezquino. ¡Qué hermosos son los barcos en el mar! Pero ¡qué decir de los barcos en el teatro, usados para crear un efecto pintoresco en el Virginia Water, de Jorge IV, o de los hombres contratados para lucir la ropa a penique la hora! ¡Qué diferencia entre el batallón de tropa que marcha al combate y el de nuestra compañía independiente en vacaciones! En medio de un espectáculo militar y de un festivo y alegre desfile de banderas, vi a un muchacho con una vieja cacerola de lata junto a un muro; la puso en lo alto de un palo y la hizo girar y describir las curvas más elegantes que pueda imaginarse, apartando la atención de la decorativa procesión con esta insólita belleza. Veamos otro texto de los mitólogos. Los griegos dijeron que Venus había nacido de la espuma del mar. No nos interesa lo rígido o limitado, sino sólo lo que fluye con la vida, lo que se halla en el acto o trance de alcanzar algo que está más allá. El placer que un palacio o un templo proporcionan a la mirada consiste en el orden y método que se ha comunicado a las piedras, de modo que hablan y refieren su geometría y se vuelven tiernas o sublimes con la expresión. La belleza es el momento de transición, como si una forma estuviera a punto de fluir en otras formas. Toda fijación, acumulación o concentración en un rasgo —una nariz larga, una barbilla puntiaguda, una joroba— es el reverso de la fluidez y resulta deformada. Bella como es la simetría de toda forma, si la forma puede moverse, buscamos una simetría más excelente. La interrupción del equilibrio estimula el deseo en el ojo de restaurar la simetría y atender a los pasos por los que se logra. Ese es el encanto de las aguas corrientes, las olas del mar, el vuelo de los pájaros y la locomoción de los animales. Esa es la teoría de la danza: recobrar continuamente en los cambios el equilibrio perdido, no por movimientos abruptos y angulares, sino graduales y curvos. Personas con experiencia en cuestiones de gusto me han dicho que las modas siguen una ley de gradación y nunca son arbitrarias. El nuevo modo siempre es un paso adelante en la misma dirección que el antiguo; una mirada cultivada está preparada para una nueva moda y la predice. Este hecho sugiere la razón de los errores y ofensas en nuestros modos. En la musica, cuando escuchais un desacorde, es necesario suspender el oido por una o dos notas intermedias hasta el acorde siguiente; muchos buenos experimentos, nacidos del buen sentido y destinados a triunfar, fallan sólo por ser ofensivamente repentinos. Supongo que la sombrerera parisiense que viste al mundo desde su imperioso tocador sabrá cómo reconciliar el traje de Bloomer con la mirada de la humanidad y hacer que triunfe sobre el mismo Punch interponiendo las gradaciones justas. No he de decir cuánto abarca la misma ley y cuánto puede esperarse de su efecto. Cuanto es reclamado con aspereza por grupos progresistas puede concederse fácilmente sin dudarlo si se observa esta regla. Así pueden imaginarse las circunstancias en que la mujer llegue a hablar, votar, argumentar, legislar y conducir un coche de la manera más natural del mundo, sólo con que ocurra gradualmente. A esta corriente o flujo pertenece la belleza que tiene todo movimiento circular, como la circulación de las aguas, la circulación de la sangre, el movimiento periódico de los planetas, la oleada anual de la vegetación y la acción y reacción de la naturaleza; si seguimos adelante, esta exigencia en nuestro pensamiento de una acción progresiva se convierte en el argumento para la inmortalidad. Un texto más de los mitólogos sirve al mismo propósito: La belleza cabalga sobre un león. La belleza descansa en las necesidades. La línea de la belleza es el resultado de la perfecta economía. La celda de la abeja se construye con el ángulo que proporciona la mayor fuerza con la menor cera; el hueso o el cañón de las aves dan la mayor potencia axilar con el menor peso. «Es la purga de lo superfino», dijo Miguel Ángel. En las estructuras naturales, no puede prescindirse de una sola partícula. Hay una razón forzosa en el uso de la planta por toda novedad de color o forma; nuestro arte ahorra material con un arreglo más habilidoso y alcanza la belleza asumiendo toda onza superflua de la que pueda prescindirse en un muro y manteniendo su fortaleza en la poesía de las columnas. En la retórica, este arte de la omisión es un secreto principal de poder y, en general, la prueba de una cultura superior consiste en decir las cosas más importantes de la manera más sencilla. Veracidad ante todo y para siempre. Rien de beau que le vrai. En todos los diseños el arte reside en hacer prominente el objeto, pero existe un arte anterior de elegir los objetos que son prominentes. Las bellas artes no tienen nada de casual, sino que surgen del instinto de las naciones que las crearon. La belleza es la cualidad que permite durar. En una casa que conozco, observé que un bloque de esperma de ballena habia ocupado un lugar junto a anuarios y repisas durante veinte años por la sola razón de que el calafate le había dado forma de conejo; supongo que podría permanecer allí otros cien años. Dejad que un artista garabatee unas pocas líneas o figuras al dorso de una carta y ese pedazo de papel se rescatará del peligro, se pondrá en un portafolio, enmarcado y admirado y, en proporción a la belleza de las líneas trazadas, se guardará durante siglos. Burns hace una copia de sus versos, los envía a un periódico y la raza humana se hace cargo de que no hayan de perecer. Así como el sonido de la flauta llega más lejos que el del carro, podéis comprobar que una forma bella afecta a la fantasía de los hombres y es copiada y reproducida sin fin. ¿Cuántas copias hay del Apolo de Belvedere, de Venus, de Psique, del Vaso Warwick, del Partenón y del templo de Vesta? Son objetos conmovedores para todos. En nuestras ciudades, un edificio feo se aísla y no se repite, pero un edificio bello se copia y se mejora, de modo que los albañiles y carpinteros trabajan para repetir y preservar las formas agradables, mientras que las feas se desvanecen. Las felicidades del diseño en el arte o en las obras de la naturaleza son sombras O precursores de la belleza que alcanza su perfección en la forma humana. Los hombres son sus amantes. Allí donde va, crea gozo e hilaridad y lodo le está permitido. Alcanza su culminación en la mujer. «A Eva», dicen los mahometanos, «Dios le dio dos tercios de toda la belleza». Una mujer hermosa es un poeta práctico que domestica a su compañero salvaje y siembra ternura, esperanza y elocuencia en aquellos a quienes se aproxima. A ello se asocian algunos favores de condición, ya que resulta esencial cierta serenidad, pero amamos sus rasgos superiores y reprobaciones. La naturaleza desea que la mujer atraiga al hombre y, sin embargo, moldea a menudo taimadamente su cara con un pequeño sarcasmo que parece decir: «Sí, deseo atraer, pero atraer a un hombre mejor que el que hasta ahora he visto». Las mémoires francesas del siglo xv celebran el nombre de Pauline de Viguiere, una doncella cumplida y virtuosa que hasta tal punto encendía el entusiasmo de sus contemporáneos con su aspecto encantador, que los ciudadanos de su ciudad natal de Toulouse obtuvieron el permiso de las autoridades civiles para que apareciera públicamente en el balcón al menos dos veces por semana y, tan pronto como se mostraba, la multitud arriesgaba la vida por verla. No menor fue en Inglaterra, en el siglo pasado, la fama de las Gunning: Elizabeth se casó con el duque de Hamilton y Maria con el conde de Coventry. Walpole dice: «El concurso fue tan grande que cuando la duquesa de Hamilton fue presentada en la corte, en viernes, incluso la noble multitud del salón se encaramaba a las sillas y mesas. En la puerta se aglomeraba el gentío para verlas tomar asiento y las personas acudían temprano para conseguir localidades en los teatros cuando se sabía con seguridad que iban a estar allí». «Se congregaba tal multitud», dice en otra parte, «para ver a la duquesa de Hamilton, que setecientas personas permanecían toda la noche en el interior y alrededores de una posada en Yorkshire con el fin de verla subir a su silla de posta a la mañana siguiente». ¿Por qué habríamos de consolarnos con la fama de Helena de Argos, o Corinna o Pauline de Toulouse o la duquesa de Hamilton? Todos conocemos muy bien esta magia O la adivinamos. Nada hiere tanto a unos ojos débiles como mirar a otros hermosos. Las mujeres mantienen cierta relación con la hermosa naturaleza que nos rodea y los jóvenes enamorados mezclan su forma con la luna y las estrellas, con los bosques y las aguas y con la pompa del verano. Ellas nos curan de nuestra torpeza con sus palabras y miradas. Observamos su influencia intelectual en el estudiante más serio. Refinan y aclaran su mente, le enseñan a aplicar un método agradable a lo que resulta seco y difícil. Les hablamos y deseamos que nos escuchen; tememos fatigarlas y adquirimos una facilidad de expresión que la conversación convierte en un hábito de estilo. Que la belleza es el estado normal se demuestra por el esfuerzo perpetuo de la naturaleza para alcanzarla. Mirabeau tenía una cara fea sobre un porte hermoso; a diario vemos rostros de buena factura, pero que se han estropeado en el molde: una prueba de que todos tenemos derecho a la belleza, de que habríamos sido bellos si nuestros antepasados hubieran observado las leyes, como ocurre con los lirios y las rosas. Pero nuestros cuerpos no nos sientan bien, sino que nos caricaturizan y satirizan. Las piernas cortas, que obligan a pasos breves y remilgados, son una especie de insulto personal y contumelia para su dueño; los largos zancos le ponen a su vez en perpetua desventaja, obligándole a inclinarse al nivel general de la humanidad. Marcial ridiculiza a un caballero de su época cuyo rostro se parecía al de un nadador bajo el agua. Saadi describe a un maestro de escuela «tan feo y cascarrabias que el hecho de verlo turbaría el éxtasis del mas ortodoxo». Los rostros raramente son sinceros respecto a un tipo ideal, sino que son el registro en la escultura de un millar de anécdotas del capricho y la mania. Los retratistas dicen que la mayoria de las caras y formas son irregulares y asimétricas; tienen un ojo azul y otro gris; la nariz no esta recta: un hombro es mas alto que el otro: el pelo está desigualmente distribuido, etcétera. El hombre es tanto física como metafísicamente una cosa de jirones y parches, tomada parcialmente en préstamo de buenos y malos ancestros, y un estropicio desde el principio. Entre los griegos se creía que una persona hermosa revelaba por esta señal un favor secreto de los dioses inmortales; podemos perdonar el orgullo en una mujer que posee tal figura, de modo que dondequiera que está o se mueve o lanza una sombra en el muro o se sienta a posar frente al artista, confiere un favor al mundo. Sin embargo, no es la belleza lo que inspira la pasión más profunda. La belleza sin gracia es el anzuelo sin el cebo. La belleza, sin la expresión, cansa. El abad Ménage dijo del presidente Le Bailleul «que no servía sino para posar en su retrato». Un epigrama griego sugiere que la fuerza del amor no se muestra al cortejar la belleza, sino cuando se despierta un deseo similar por alguien menos favorecido. Los viejos caballeros petulantes que han llegado a sufrir la intolerable fatiga de personas bonitas o que han visto las flores cortadas con cierta profusión, o que saben que, tras las molestias para hacer un traje a medida, el menor defecto en el sentimiento lo vacía de belleza, afirman que el secreto de la fealdad no consiste en la irregularidad sino en la falta de interés. Amamos todas las formas, por feas que sean, en las que brillan grandes cualidades. Si el dominio, la elocuencia, el arte o la invención existen en la persona más deforme, todos los accidentes que por lo general desagradan, agradan y elevan la estima y el asombro. El gran orador era una persona demacrada e insignificante, pero todo cerebro. El cardenal De Retz dijo de De Bouillon: «Con la fisonomía de un buey, tenía la perspicacia de un águila». De Hook, el amigo de Newton, se decía que, «de todos los hombres de Inglaterra, era lo máximo y prometía lo mínimo». «Ya que soy tan feo», dijo Du Gesclin, «me conviene ser osado». Sir Philip Sidney, el encanto de la humanidad, según Ben Jonson, «no era un hombre de faz agradable, ya que su rostro estaba lleno de granos y denotaba hipertensióm». Los que han regido los destinos humanos, como planetas, durante miles de años, no fueron personas apuestas. Si un hombre puede convertir una pequeña ciudad en un gran reino, puede abaratar el pan, puede irrigar desiertos, puede unir océanos con canales, puede someter las corrientes, puede organizar las victorias, puede guiar las opiniones de la humanidad, puede aumentar el conocimiento y no importa si su nariz es paralela a su espina dorsal, como debiera serlo, o si no tiene nariz; si sus piernas son rectas o si se las han amputado; sus deformidades serán consideradas en conjunto ornamentales y ventajosas. Ese es el triunfo de la expresión, que degrada la belleza, que nos encanta con un poder tan sutil, amistoso y embriagador que hace insípidas las personas admiradas e insoportable el pensamiento de pasar nuestra vida con ellas. Hay rostros de expresión tan fluida, tan enrojecidos y arrugados por el juego del pensamiento que apenas descubrimos sus meros rasgos. Cuando la deliciosa belleza de los lineamientos pierde su poder es porque ha aparecido una belleza más deliciosa; una forma interior y duradera se ha desplegado. Sin embargo, la belleza cabalga sobre su león, como antes. Sin embargo, «la belleza hizo el mundo». Las vidas de los artistas italianos, que establecieron un despotismo del genio entre los duques, reyes y multitudes de su tormentosa época, prueban la lealtad de los hombres en todos los tiempos a un cerebro más excelente, a un método más excelente que el propio. Si un hombre puede esculpir una cabeza en un poste de piedra de tal modo que arrastre y mantenga a diario en torno a él a la muchedumbre, por su gracia, su amabilidad e inescrutable significado; si un hombre puede construir una sencilla casa con tal simetría que haga parecer baratos y vulgares los hermosos palacios, entonces obtiene de la naturaleza la ventaja de que todos sus poderes le sirvan; hace uso, en lugar de gasto, de la geometría; horada una montaña en busca de su venero; hace que el sol y la luna parezcan sólo el decorado de su estado. Ese es el dominio legítimo de la belleza. La radiación de la forma humana, aunque a veces sea sorprendente, es sólo un estallido de belleza durante unos pocos años o unos pocos meses en la perfección de la juventud que, en la mayoría de los casos, decae con rapidez. Pero seguimos siendo sus amantes con sólo transferir nuestro interés a la excelencia interior. No es sólo admirable en los talentos admirables y sobresalientes, sino también en el mundo de los modales. Aún ha de advertirse el atributo soberano. Las cosas son lindas, graciosas, ricas, elegantes, atractivas, pero si no hablan a la imaginación no son hermosas. Esta es la razón por la que la belleza aún escapa al análisis. Aún no ha sido poseída ni puede ser manejada. Proclo dice: «La belleza nada en la luz de las formas». En realidad no está en la forma, sino en el espíritu. Al instante abandona la posesión y huye a un objeto en el horizonte. Si pudiera poner mi mano en la estrella polar, ¿sería tan bella? El mar es encantador, pero cuando nos bañamos en él la belleza abandona las aguas cercanas, porque la imaginación y los sentidos no pueden ser satisfechos al mismo tiempo. Wordsworth hablaba con razón de «una luz que nunca estuvo en el mar o la tierra» y quería decir que la suministraba el observador; el bardo gales avisaba a las mujeres de su país de que La mitad de sus encantos desaparecerá con Cadwallon. La nueva virtud que constituye una cosa hermosa es cierta cualidad cósmica o un poder para sugerir la relación con el mundo entero y elevar el objeto desde su penosa individualidad. Todo rasgo natural —el mar, el cielo, el arco iris, las flores, el tono musical — tiene en sí algo que no es privado, sino universal, habla de ese beneficio central que es el alma de la naturaleza y, por tanto, es bello. En hombres y mujeres escogidos descubro algo en la forma, el discurso y los modales que no forma parte de su persona y familia, sino de un carácter humano, católico y espiritual que nos hace amarlos como al cielo. Tienen amplitud de sugerencia y su rostro y modales comportan cierta grandeza, como el tiempo y la justicia. La hazaña de la imaginación consiste en mostrar la convertibilidad de una cosa en otra cosa. Hechos que antes nunca se apartaron del estricto sentido común parecen de repente misterios eleusinos. Mis botas, la silla y el candelero son hadas con disfraz, meteoros y constelaciones. Todos los hechos de la naturaleza son nombres de la inteligencia y constituyen la gramática del lenguaje eterno. Toda palabra tiene un doble, triple o céntuplo uso y significado. ¡Cómo! ¡La estufa y el pimentero tienen un falso fondo! ¡Ten piedad, buen zapatero! No sabía que fueras un joyero. La paja y el polvo empiezan a brillar y se visten de inmortalidad. Hay un gozo al percibir el carácter representativo o simbólico de un hecho que ningún mero hecho o suceso puede proporcionar. No hay días más memorables en la vida que aquellos que vibran con cierto toque de la imaginación. Los poetas aciertan al adornar a sus amadas con los despojos del paisaje, las flores del jardín, las gemas, los arco iris, el sonrojo de la mañana y las estrellas de la noche, ya que toda belleza señala la identidad y todo aquello que no expresa el mar y el cielo, el día y la noche, resulta en parte prohibido y equivocado. En todo objeto bello hay algo inconmensurable y divino, tanto en la forma limitada por los contornos, como las montañas en el horizonte, como en los tonos de la música O las profundidades del espacio. La luz polarizada mostraba la secreta arquitectura de los cuerpos; cuando se abre la segunda visión de la mente, un color o forma o gesto, y luego otro, adquieren cierta agudeza, como si se hubiera emitido un rayo interior que revelara las propiedades profundas en la estructura de las cosas. No conocemos las leyes de esta traducción ni por qué un rasgo o gesto encanta, por qué una palabra o sílaba embriaga, pero el hecho es tan familiar que el hermoso toque de la mirada, o una gracia de los modales, o una frase de poesía nos pone alas en los hombros; como si la divinidad, al aproximarse, despejara montañas de obstáculos y se dignara trazar una línea más verdadera que reconocemos. Esa es la fuerza superior de la belleza, vis superba forme, que el poeta alaba, bajo un perfil templado y preciso, lo inconmensurable y divino: la belleza que oculta toda sabiduría y poder en su cielo sereno. Toda elevada belleza contiene un elemento moral y considero tan ética la escultura antigua como a Marco Antonio; la belleza siempre está en proporción con la profundidad de pensamiento. Las naturalezas groseras y oscuras, por decoradas que estén, parecen un caos impuro, pero el carácter confiere esplendor a la juventud y reverencia a los cabellos grises y la piel arrugada. No podemos sino obedecer a un adorador de la verdad, y los cabellos de la mujer que ha compartido con nosotros el sentimiento moral nos parecen sublimes. Hay, pues, una escala ascendente de la cultura, desde la primera agradable sensación que una brillante gema o una mancha escarlata proporcionan a la mirada, a través de hermosos contornos y detalles del paisaje, de los rasgos de la forma y faz humana, signos y pruebas de pensamiento y carácter en los modales, hasta los inefables misterios de la inteligencia. Dondequiera que empecemos, hacia allí tienden nuestros pasos: un ascenso desde el júbilo del caballo con sus jaeces hasta la percepción de Newton, de modo que el globo en el que andamos es sólo una manzana mayor que cae de un árbol mayor; hasta la percepción de Platón, en que el globo y el universo son rudas y primitivas expresiones de una unidad disolvente, el primer peldaño en una escala hacia el templo del espíritu. IX ILUSIONES Fluyen, fluyen olas odiosas, infaustas, adoradas, las olas de la mutación: no hay anclaje. No lo son el sueño ni la muerte; vive quien parece morir. La casa donde nacisteis, amigos de vuestra primavera, el viejo y la doncella, el afán del día y su galardón, se desvanecen todos, huyen a las fábulas, no pueden amarrarse. Mirad por ellos las estrellas, por los traicioneros mármoles. Sabedlo, aquellas estrellas, las estrellas eternas, también son fugitivas, y emulan, abovedadas, el fulgurante relámpago y el vuelo de la luciérnaga. Cuando regreséis, en la circulación de la ola, contemplando la luz tenue, la disipación salvaje, y, ya sin el esfuerzo de cambiar y fluir, el gas se torne sólido. y los fantasmas y la nada vuelvan a ser cosas, y un embrollo interminable sean la ley y el mundo, entonces sabréis que en la rauda confusión, a lomos de Proteo, cabalgáis hacia el poder y la perduración. Hace algunos años, en compañía de un agradable grupo, pasé un largo día de verano explorando la cueva de Mammoth en Kentucky. Por espaciosas galerías que proporcionaban un sólido cimiento de manipostería a la ciudad y el condado, atravesamos las seis u ocho negras millas desde la entrada de la caverna hasta los más profundos recesos que visitan los turistas: un nicho o gruta formada por una sola estalactita, llamada, según creo, el Cenador de Serena. Perdí la luz de un día. Vi altas cúpulas y pozos insondables; oí la voz de cataratas invisibles; remé tres cuartos de milla por el profundo río Eco, cuyas aguas están pobladas de peces ciegos; crucé las corrientes del «Leteo» y la «Estigia»; llené de música y disparos los ecos de las inquietantes galerías; contemplé todo tipo de estalagmitas y estalactitas en las esculpidas y desgastadas cámaras; carámbanos, flores de azahar, acantos, vides y mundillos. Disparamos luces de bengala en las bóvedas y aristas de las espáticas catedrales y examinamos las obras maestras que los cuatro ingenieros combinados, el agua, la caliza, la gravitación y el tiempo pudieron forjar en la oscuridad. Los misterios y el escenario de la cueva tenían la misma dignidad que pertenece a todos los objetos naturales y que avergiienza a las hermosas cosas con las que fatuamente los comparamos. Observé en especial el hábito mimético con el que la naturaleza, sobre instrumentos nuevos, tararea sus viejas melodías, haciendo que la noche imite al día y la química remede la vegetación. Entonces advertí, y aún recuerdo bien, que lo mejor que la cueva tenía que ofrecer era una ilusión. Al llegar a la llamada «Cámara de la Estrella», el guía nos retiró las linternas y, una vez apagadas u ocultas, al mirar hacia arriba vi o me pareció ver el cielo nocturno colmado de estrellas brillantes en diverso grado sobre nosotros y lo que parecía ser un cometa resplandeciente entre ellas. El grupo fue presa de asombro y placer. Los músicos amigos cantaron con gran sentimiento una bella canción, «Hay estrellas en el cielo despejado», etcétera, y yo me senté en el suelo rocoso para disfrutar de la serena estampa. Ciertas partículas de cristal en el alto techo negro que reflejaban la luz de una linterna semioculta producian ese magnifico efecto. Reconozco que no me gustó tanto la cueva al escatimar sus rasgos sublimes con este efecto teatral; pero he tenido experiencias similares, antes y después de aquello, y debemos estar contentos de mostrarnos agradecidos sin analizar con demasiada curiosidad tales ocasiones. Las nubes, las glorias del amanecer y atardecer, el arco iris y las luces del norte no son tan esféricos como creíamos cuando éramos niños, y el papel que nuestra organización desempeña en ello es demasiado grande. Los sentidos interfieren por doquier y mezclan su propia estructura con cuanto registran. Una vez creímos que la tierra era plana y estática. Al admirar la puesta de sol, no deducimos el poder circular, coordinador y pictórico del ojo. La misma inferencia de nuestra organización crea la mayor parte de nuestro placer y dolor. El primer error es la creencia de que la circunstancia confiere el goce que nosotros conferimos a la circunstancia. La vida es un éxtasis. La vida es dulce como el óxido nitroso; el pescador que pesca todo el día en el frío estanque, el guardagujas en la intersección de las vías, el granjero en el campo, el negro en el arrozal, el mequetrefe en la calle, el cazador en el bosque, el abogado con el jurado, la bella en el baile, todos adscriben a su ocupación el placer que ellos mismos le otorgan. La salud y el apetito imparten dulzura al azúcar, el pan y la carne. Nos imaginamos que nuestra civilización ha llegado lejos, pero aún volvemos a nuestras cartillas. Vivimos por nuestra imaginación, nuestra admiración y nuestros sentimientos. Al niño que camina entre montones de ilusiones no le gusta que le molesten. ¡Cuán grata es para el muchacho su fantasía! ¡En qué héroe se convierte cuando se nutre de sus héroes! ¡Qué gran deuda tiene con sus libros imaginativos! No tiene un amigo o influencia mejor que Scott, Shakespeare, Plutarco y Homero. El hombre vive con otros objetos, pero ¿quién se atreverá a afirmar que son más reales? Incluso la prosa de la calle está llena de refracciones. En la vida del concejal más sombrío, la fantasía entra en los detalles y los colorea con un matiz rosado. Imita el aspecto y las acciones de la gente a la que admira y se eleva a sus propios ojos. Paga antes una deuda al hombre rico que al pobre. Desea el saludo y el cumplido de un líder del Estado o la sociedad; sopesa lo que dice; tal vez por ello nunca está cerca de sí mismo, pero, al cabo, muere satisfecho por el entretenimiento de sus ojos y su fantasia. El mundo gira, el estrépito de la vida nunca calla. En Londres, en Paris, en Boston, en San Francisco, el carnaval y la mascarada estan en su apogeo. Nadie se quita el disfraz. Seria una impertinencia interrumpir las unidades, las ficciones de la obra. El capitulo de la fascinación es muy largo. Se pinta a lo grande; no, Dios es el pintor, y acusamos con motivo al crítico que destruye demasiadas ilusiones. La sociedad no ama a quienes la desenmascaran. Con ingenio, si bien con cierta amargura, dijo D’Alembert qu’un état de vapeur était un état tres fâcheux, parce qu’il nous faisait voir les choses comme elles sont. Los hombres son víctimas de la ilusión en todas las etapas de la vida. Niños, jóvenes, adultos, ancianos, todos se dejan llevar por una u otra baratija. Yoganidra, la diosa de la ilusión, Proteo o Momus, o la alucinación de Gylfi —porque el poder tiene muchos nombres— son más fuertes que los titanes, más fuertes que Apolo. Pocos han sorprendido a los dioses o descubierto su secreto. La vida es una sucesión de lecciones que deben ser vividas para ser comprendidas. Todo es un acertijo y la clave de un acertijo es otro acertijo. Hay tantas almohadas de ilusión como copos en una tormenta de nieve. Despertamos de un sueño en otro sueño. Los juguetes son variados, sin duda, y están graduados en refinamiento según la cualidad del engaño. El intelectual requiere un hermoso cebo; a los borrachos se los entretiene fácilmente. Todo el mundo está drogado con su propio frenesí y el desfile marcha a todas horas, con música, banderas e insignias. En medio de la gozosa tropa que cede al alboroto, de vez en cuando aparece un muchacho de triste mirada, cuyos ojos carecen de las refracciones precisas para investir al espectáculo de su debida gloria, y que padece la tendencia a revertir la brillante miscelánea de frutos y flores a una raíz. La ciencia es una búsqueda de la identidad y el antojo científico acecha en cada esquina. En la feria estatal, un amigo mío se quejaba de que todas las peras de fantasía de nuestros huertos parecían haber sido seleccionadas por alguien que tuviera la manía de cierto tipo de pera y de cultivar la que tuviera aquel aroma; eran todas iguales. Recuerdo el disgusto de otro joven con los confiteros porque, cuando hubo elegido los mejores confites de la tienda, en toda aquella variedad de caramelos sólo pudo hallar tres sabores, o dos. ¿Y entonces? Las peras y los pasteles son buenos por algo y si alguien, por desgracia, tiene una vista u olfato demasiado agudo, ¿por qué ha de echar a perder el consuelo que suponen para los demás? Conoci a un humorista que durante un largo viaje tuvo una o dos ocurrencias. Impresionó a los compañeros afirmando que los atributos de Dios eran dos: el poder y la risibilidad, y que el deber de todo hombre piadoso era preservar la comedia. También he conocido a caballeros con grandes intereses en la comunidad, pero con una simpatía heladora —rectores de universidad, gobernadores y senadores—, decididos a apoyar las campañas de abstinencia y a colaborar con las sociedades bíblicas, las misiones y los pacificadores, y a gritar al buen perro: ¡Chitón! No debemos llevar la cortesía demasiado lejos, pero todos tenemos impulsos afables en esa dirección. Cuando los chicos piden permiso para entrar en mi jardín y recoger las castañas, admito que entro en el juego de la naturaleza y finjo darles permiso con reluctancia, con el temor de que al instante descubran la impostura de la chanza. Esta ternura es innecesaria; los encantamientos están muy arraigados y recubren su joven vida. Desnuda y lúgubre hasta las lágrimas resultaba la suerte de los niños en un cuchitril que vi ayer; sin embargo, no dejaban de rodearlo de un adornado romance, como hijos de la fortuna más feliz, y hablaban de «la querida casa donde habían pasado tantas horas gozosas». Este recubrimiento de cuchitriles es la costumbre del campo. Las mujeres, más que nadie, son el elemento y el reino de la ilusión. Fascinadas, fascinan. Ven a través de lentes coloreadas. ¿Quién se atrevería, si pudiera, a desplumar las coulisses, los efectos escénicos y las ceremonias por las que viven? Demasiado patética, demasiado digna de lástima es la religión del afecto y su atmósfera está siempre sujeta al mirage. No hemos de ser culpados en exceso por nuestros malos matrimonios. Vivimos entre alucinaciones y esa trampa especial se ha puesto para trabarnos los pies y todos nos trabamos antes o después. Pero la poderosa madre que ha sido tan traviesa con nosotros, como si sintiera que nos debía cierta indemnización, insinúa en la caja de Pandora del matrimonio ciertos serios y notables beneficios y grandes alegrías. Hallamos deleite en la belleza y felicidad de los niños, con la que no nos cabe el corazón en el cuerpo. En los vínculos peor provistos hay siempre cierta mezcla del auténtico matrimonio. El irlandés y su mujerzuela mantenían cierta relación de mutuo respeto y afable observación y, al cuidarse el uno al otro, aprendían algo y se habrían llevado mejor si hubieran tenido que empezar de nuevo. Nos agrada señalar a este o aquel loco privilegiado, como si hubiera excepciones. No lo es el escolar en su biblioteca. Yo, que toda mi vida he oido numerosos discursos y debates, leido poemas y libros, conversado con muchos genios, aún soy víctima de cualquier pagina nueva, y si Marmaduke, o Hugo, o Moosehead u otro inventan un nuevo estilo o mitología, me figuro que el mundo será valiente y justo si se viste con los colores en los que no había pensado. Al mismo tiempo yo me untaré con la nueva pintura, pero no durará. Es como el pegamento que el buhonero vende a domicilio; repara con él la cerámica rota, pero no podréis comprarle una porción que aguante cuando se haya ido. Los hombres que se hacen notar en el mundo se aprovechan de cieno hado en su constitución que saben cómo usar, pero nunca nos interesan especialmente a menos que levanten la esquina de la cortina o traicionen de manera insignificante su penetración de lo que hay tras ella. El encanto de los hombres prácticos consiste en que fuera de su condición práctica hay cierta poesía y juego, como si llevaran de la rienda al buen caballo del poder y prefirieran caminar, aunque pueden cabalgar salvajemente. Bonaparte era intelectual, como César, y los mejores soldados, capitanes de barco y conductores muestran gentileza cuando están fuera de servicio. Si se admite amablemente que hay ilusiones, ¿quién dirá que no son cosa suya? Estigmatizamos a los tipos férreos que no pueden separarse de sí mismos como «poseídos por el dragón» o «golpeados por el rayo», y a los locos del hado, al margen de los poderes de que estén dotados. Como nuestra enseñanza avanza por emblemas y relaciones indirectas, está bien saber que hay en ella un método, una escala fija y una jerarquía en los fantasmas. Empezamos desde abajo con burdas máscaras y nos elevamos con las más bellas y sutiles. Colón dijo que los hombres de piel roja «conocían una hierba que curaba la fatiga», pero juzgó la ilusión de «llegar desde el Este a las Indias» más tranquilizadora para su noble espíritu que cualquier tabaco. ¿No es nuestra fe en la impenetrabilidad de la materia más sedante que los narcóticos? Jugáis con muñecos de paja, bolas, arcos, caballos y pistolas, Estados y políticas, pero hay juegos más excelentes ante vosotros. ¿No es el tiempo un bonito juguete? La vida os mostrará máscaras dignas de todos vuestros carnavales. La lejana montaña debe venir a vosotros. El sutil polvo de estrellas y la mancha nebulosa de Orión, «el portentoso año de Mizar y Alcor» deben descender y familiarizarse con vuestro pensamiento. ¿Qué ocurrirá si averiguáis que el juego y el terreno de juego de esta pomposa historia son radiaciones de vosotros mismos y que el sol toma prestados sus rayos? ¡Qué terribles preguntas estamos aprendiendo a plantear! Los primeros hombres creían en la magia, por la que templos, ciudades y hombres eran tragados sin dejar traza. Nos acercamos al secreto de una magia que barre de la mente de los hombres todo vestigio de teísmo y las creencias que ellos y sus padres sostuvieron y con que se formaron. Hay decepciones de los sentidos, decepciones de las pasiones, y las ilusiones estructurales, beneficiosas, del sentimiento y de la inteligencia. Existe la ilusión del amor, que atribuye a la persona amada cuanto esa persona comparte con la familia, sexo, edad o condición, no, con el espíritu humano mismo. Todo esto es lo que ama el amante, y Anna Matilda lo acredita. Si alguien hubiera estado encerrado siempre en una torre, con una ventana a través de la cual viera la faz del cielo y la tierra, se figuraría que todas las maravillas que contemplara pertenecían a la ventana. Existe la ilusión del tiempo, que es muy profunda. ¿Quién ha dispuesto de ella o llegado a la convicción de que lo que parece la sucesión del pensamiento es sólo la distribución de conjuntos en series causales? La inteligencia ve que cada átomo lleva el conjunto de la naturaleza; cómo nos abrimos a la omnipotencia: que, en los interminables esfuerzos y ascensos, la metamorfosis es completa, de modo que el alma no se conoce en su propio acto cuando ha acabado. Existe la ilusión que engañará incluso al elegido. Existe la ilusión que engañará incluso al hacedor del milagro. Aunque él hace su cuerpo, niega que lo haga. Aunque el mundo existe por el pensamiento, el pensamiento se desanima en presencia del mundo. Uno tras otro aceptamos las leyes mentales, resistiéndonos a aquellas eme siguen y que, sin embargo, deben ser aceptadas. Pero todas nuestras concesiones sólo nos obligan a una nueva profusión. ¿De qué sirve que la ciencia haya llegado a tratar el espacio y el tiempo como simples formas del pensamiento, y el mundo material como hipotético, y que además nuestra pretensión de propiedad y aun de identidad se desvanezca con el resto, si al cabo incluso nuestros pensamientos no son finalidades, sino que el flujo incesante y la ascensión también los alcanzan y el pensamiento que ayer era una finalidad cede hoy ante una generalización más amplia? Con tales elementos volátiles para trabajar no hay que asombrarse de que nuestras estimaciones sean flojas y flotantes. Debemos trabajar y afirmar, pero no tenemos idea del valor de lo que decimos o hacemos. Ahora la nube es tan grande como tu mano y luego cubre el condado. La historia de Thor, que se puso a vaciar el cuerno de bebida en Asgard y a luchar con la vieja y a correr con el veloz Lok, y que de repente descubrió que se había bebido el mar, habia luchado con el tiempo y competido con el pensamiento, nos describe a nosotros cuando, entre aparentes trivialidades, contendemos con las supremas energías de la naturaleza. Imaginamos que nos han tocado malas compañías y un estado indigente, deudas vulgares, facturas de zapatos, cristales rotos por pagar, ollas por comprar, la carne, el azúcar, la leche y el carbón. «¡Encomendadme una gran tarea, dioses, y os demostraré quién soy!». «¡No!», dice el buen cielo, «trabaja y ara, remienda tus sombreros y abrigos viejos, teje un cordón de zapato; más tarde vendrán los grandes asuntos y el mejor vino». Todo es un fantasma y, si tejemos una yarda de cinta con toda humildad, tan bien como podamos, más adelante veremos que no era cinta de algodón, sino que trenzamos una galaxia y que el hilo era el tiempo y la naturaleza. No podemos escribir el orden de los vientos variables. ¿Cómo descubriremos la ley de nuestros cambiantes humores y susceptibilidad? Sin embargo, difieren como todo y nada. En lugar del firmamento de ayer, que nuestra mirada exigía, hoy hay una cascara de huevo que nos enjaula: ni siquiera podemos ver cuáles son o dónde están las estrellas de nuestro destino. Día a día, los hechos capitales de la vida humana se ocultan a nuestros ojos. De repente la niebla se enrolla y los revela y pensamos en el buen tiempo ido, que podría haberse salvado si hubiéramos tenido un indicio de estas cosas. Una súbita cuesta del camino nos muestra el sistema montañoso y las cimas que han estado tan cerca de nosotros todo el año, pero fuera de nosotros. No obstante, esas alternancias no carecen de orden y somos parte de nuestra variable fortuna. Si la vida parece una sucesión de sueños, sin embargo, la justicia poética también ocurre en los sueños. Las visiones de los hombres buenos son buenas; es la voluntad indisciplinada la que resulta azotada pollos malos pensamientos y la mala fortuna. Cuando infringimos las leyes, perdemos nuestro asidero en la realidad central. Como enfermos en un hospital, cambiamos de una cama a Otra, de una locura a Otra, y no puede significar mucho lo que suceda con esos náufragos —criaturas lamentables, estúpidas, comatosas—, transportados de una cama a otra, de la nada de la vida a la nada de la muerte. En este reino de ilusiones andamos a tientas, afanosamente, en busca de apoyo y fundamento, pero no hay otro que un estricto y fiel trato doméstico que cierre la puerta a la duplicidad o ilusión. Cualesquiera que sean los juegos que se practiquen con nosotros, no debemos jugar con nosotros mismos, sino tratar en nuestra intimidad con la última honradez y verdad. Considero las sencillas e infantiles virtudes de la veracidad y la honradez como la raíz de cuanto es sublime en el carácter. Decid lo que penséis, sed como sois, pagad todas vuestras deudas. Prefiero ser juzgado sano y solvente y que mi palabra sea tan buena como mi obligación y ser lo que no puede ser manchado o disipado o socavado, a todo el éclat del universo. Esta realidad es la fundación de la amistad, la religión, la poesía y el arte. En la cima o al fondo de todas las ilusiones, sitúo la estafa que aún nos lleva a trabajar y a vivir por apariencias, a pesar de nuestra convicción, en las horas sanas, de que lo que en realidad somos nos sirve con los amigos, con los extraños y con el hado o fortuna. Podríamos pensar por la charla de los hombres que la riqueza y la pobreza eran una cuestión importante; nuestra civilización en lo esencial la respeta. Pero los indios no creen que el hombre blanco, con su ceño fruncido, siempre trabajando, temeroso del calor y el frío y manteniéndose al abrigo, los aventaje. El interés permanente de todo hombre consiste en no estar nunca en una posición falsa, sino en tener el peso de la naturaleza que le respalda en cuanto hace. Riqueza y pobreza son un vestido grueso o fino y nuestra vida —la vida de todos nosotros— es idéntica. Trascendemos continuamente la circunstancia y probamos el verdadero sabor de la existencia; como en nuestro trabajo, sólo diferimos en la manipulación, pero expresamos las mismas leyes; o en nuestro pensamiento, que no viste de seda ni come helados. Vemos a Dios cara a cara en cada momento y conocemos el sabor de la naturaleza. Los antiguos filósofos griegos Heráclito y Jenófanes midieron su fuerza con el problema de la identidad. Diógenes de Apolonia dijo que, a menos que los átomos estuvieran hechos de una sola materia, nunca podrían mezclarse y actuar unos con otros. Los hindúes, en sus sagradas escrituras, expresan el sentimiento más vivo tanto de la identidad esencial como de la variedad, a la que consideran una ilusión. «Las nociones, yo soy, y esto es mío, que influyen en la humanidad, no son sino engaños de la madre del mundo. ¡Oh Señor de todas las criaturas, disipa la vanidad del conocimiento que procede de la ignorancia», y sostienen que la beatitud del hombre consiste en ser liberado de la fascinación. El intelecto es estimulado por la afirmación de la verdad en un tropo y la voluntad por el revestimiento de las leyes de la vida con ilusiones. Pero las unidades de la verdad y la rectitud no se quiebran con el disfraz ni es necesario que haya en ellas confusión alguna. En una vida poblada de muchos papeles y actores, en el escenario de las naciones o en la más oscura choza de Maine o California, los mismos elementos ofrecen las mismas elecciones a cada recién llegado que, según su elección, fija su fortuna en la naturaleza absoluta. Sería difícil añadir más filosofía intelectual y moral a la que los persas han depositado en esta sentencia: Te engañas, aunque seas el más sabio de los sabios; sé, pues, el bufón de la virtud, no del vicio, No hay azar ni anarquía en el universo. Todo es sistema y gradación. Cada dios está sentado allí en su esfera. El joven mortal entra en el vestíbulo del firmamento; allí está solo con ellos, y ellos vierten en él bendiciones y dones y lo atraen hasta su trono. Al instante caen incesantes tormentas de nieve e ilusiones. Él se figura que forma parte de una vasta multitud que pulula por este camino y aquel, cuyo movimiento y acción debe obedecer; se imagina pobre, huérfano, insignificante. La loca multitud avanza por aquí y por allá y ordena furiosamente que se haga ahora esto y luego aquello. ¿Quién resistirá su voluntad y pensará o actuará por sí mismo? A cada momento ocurren nuevos cambios y nuevas avalanchas de decepción que le desconciertan y distraen. Cuando más tarde el aire se aclara por un momento y la nube se eleva ligeramente, aún hay dioses sentados a su alrededor en su trono y él sigue con ellos, a solas. RALPH WALDO EMERSON. Boston (EE. UU.), 1803 - Concord (EE. UU.), 1882. Filósofo, ensayista y poeta estadounidense, considerado por algunos el primer autor angloamericano que influyó en el pensamiento europeo. Siete antepasados fueron pastores de la iglesia, y su padre, William Emerson, fue pastor de la Iglesia unitaria de Boston. Se graduó en la Universidad de Harvard a los 18 años y dio clases en Boston durante los siguientes tres años. Estudió teología en la Harvard Divinity School y en 1829 fue ordenado pastor, siguiendo los pasos de su padre. Se casó con Ellen Tucker, que murió diecisiete meses después. En 1832 dimitió de su cargo pastoral tras declarar que había dejado de considerar la comunión como sacramento y no podía continuar administrándola. El día de Navidad de ese mismo año inició una gira por Europa, durante la cual, en Inglaterra, conoció a personalidades literarias como Samuel Taylor Coleridge, Thomas Carlyle y William Wordsworth. Su encuentro con Carlyle fue el comienzo de una larga amistad. Regresó a EE. UU. en 1833, se estableció en Concord (Massachusetts) y empezó a dar clases en la Universidad de Boston. Sus discursos —sobre temas como filosofía de la historia, cultura y vida humanas y época actual— estaban basados en material de sus Diarios (publicados póstumamente de 1909 a 1914), observaciones y notas que empezó a escribir cuando fue estudiante en Harvard. Su declaración de creyente más detallada la reservó para su primer libro en pasar por la imprenta, Naturaleza (1836), del que pronto fue identificado como autor pese a haberlo publicado de forma anónima. En su momento este libro no llamó mucho la atención, pero está considerado como su obra más original e importante, en la que brinda la esencia de su poética del transcendentalismo, una síntesis entre la religiosidad puritana y el idealismo romántico. Al año siguiente aplicó esas mismas ideas a los problemas culturales e intelectuales de actualidad en su discurso «The American Scholar», pronunciado ante la Phi Beta Kappa Society de Harvard. Un segundo discurso, denominado «Discurso al College de Divinity», pronunciado en 1838 ante los licenciados del Divinity College de la Universidad de Cambridge, levantó una importante controversia por su ataque a la religión oficial y defensa de la experiencia religiosa intuitiva e independiente. En Ensayos (1841) reunió sus conferencias más famosas, entre las que destaca «Autoconfianza», que se convirtió en la base teórica del individualismo democrático. En esa época escribió para The Dial, el periódico vocero del transcendentalismo de Nueva Inglaterra. En 1846 se publicó su primer libro de Poemas. Volvió a salir del país en 1847 para dar una serie de conferencias en Inglaterra, donde Carlyle le recibió calurosamente. Varios de sus discursos — retratos sobre grandes personajes como Napoleón, Platón o Goethe— se editaron después en Hombres representativos (1850), una obra que recuerda a Héroes (1840) de Carlyle. Del viaje surgiría también Inglaterra y el carácter inglés (1856). Sus Diarios íntimos ponen de manifiesto su creciente interés por los asuntos nacionales en esta época y a su regreso a Estados Unidos abogó activamente por la causa abolicionista, pronunciando muchas conferencias en contra de la esclavitud. Salió entonces a la luz La conducta de vida (1860), el primero de sus libros que obtuvo un éxito inmediato. Más adelante aparecieron, entre otras obras, Sociedad y soledad (1870), una recopilación de conferencias, y Parnaso (1874), una selección de sus poemas favoritos. Durante los últimos años de su vida su capacidad intelectual declinó, lo cual no impidió que su reputación siguiese justo el curso opuesto. Notas [1] ABRAHAM LINCOLN, «First Inaugural Address, March 4, 1861», en Speeches and Writings 1859-1865, ed. de D. E. Fehrenbacher. The Library of America, Nueva York, 1989, pp. 215-224, p. 217. La oración fúnebre de Gettysburg, dos ahos después, sancionaria definitivamente el pasado americano. Véanse también el segundo discurso inaugural (en marzo de 1865), donde Lincoln animó a «terminar el trabajo» emprendido (p. 687), y el importante «Discurso sobre la reconstrucción», pronunciado cuatro dias antes de ser asesinado: «... la reinauguración de la autoridad nacional —reconstrucción— que comparte muchos rasgos ron la primera...» (p. 697). En la última página que dedicó a Emerson. Walt Whitman lo vinculó expresa y significativamente a Lincoln («The Tomb of Emerson», en Poetry and Prose, ed. de J. Kaplan, The Library of America, N. Y., 1982, p. 1255). << [7] RALPH WALDO EMERSON, «Progress of Culture. Address read befare the Phi Beta Kappa Society at Cambridge, July 18, 1867», recogido en Letters and Social Aims (1875), Works of Ralph Waldo Emerson, Routledge, Londres, 1894, pp. 473-480, p. 474. << [3] Henry ADAMS, La educación de Henry Adams, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001, p. 75. Véase el juicio que le mereció a Henry James el impeachment de Johnson (y la sensación colectiva de culpa que le acompaño) en el capítulo xn de Notes of a Son and Brother (en Autobiography), ed. de F. W. Dupee, Criterion Books, Nueva York, 1956, pp. 490-491). En 1876, en el centenario de la Declaración de Independencia, Octavius Brooks Frothingham publicó Trascendentalism in New England (Trascendentalismo en Nueva Inglaterra), que constituiría la ambigua despedida de toda una generación: «Sin embargo, se había ganado altura y se conservó lo suficiente para ver la tierra prometida; desde entonces, aunque el ascenso se ha convertido en un recuerdo confuso y las grandes formas parecen imágenes de un sueño y las poderosas voces son ecos fantasmales, los hombros y las mujeres han sido felices trabajando para el cielo que creyeron ver sus padres». (Transcendentalism in New England. A History, ed. de S. E. Ahlstrom. Universiry of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1972?, p. 141). << [41 La traduccion de «scholar» ofrece dificultades si queremos conservar el sentido que Emerson le dio en «The American Scholar» y en innumerables pasajes de sus obras. En esencia, el escolar es el propio Emerson, por lo que el concepto puede interpretarse con una perspectiva autobiografica, pero también identifica una función social. Se trata de un tipo de hombre representativo —como el trascendentalista, el joven americano, el reformador, el poeta o el conservador, por mencionar algunos de los significados que Emerson le dio— dotado de todas las cualidades de la experiencia que la escritura trataba de renovar. Desde luego, traducir «scholar» por «sabio», «intelectual» u «hombre de letras» sería erróneo y «erudito», «investigador», «filólogo» e incluso «filosofo» carecerían de la cercanía a la vida indispensable para Emerson. En nuestra opinión, habría que darle al termino «escolar» la acepción emersoniana. Véase M. M. SEALTS, Jr., Emerson on the Scholar, University of Wisconsin Press, Columbia. 1992. << [5] La entrada es del 2 de julio de 1867. Véanse The Journals and Miscellaneous Notebooks of Ralph Waldo Emerson, ed. de W. Gillman et al., Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1960-1982, y Emerson in His Journals, ed. de J. Porte, Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1982. << [6] «Literary Ethics. An Oration delivered before the Literary Societies of Darmouth College, July 24, 1838», en Essays and Lectures, ed. by J. Porte, The Library of America, Nueva York, 1983, 19916, p. 101. Pese a la objeción, Emerson fue consciente del carácter literario de su escritura desde el principio: «Nadie», escribió el 8 de julio de 1831 en su diario, «podría escribir bien si no pensara que puede escoger las palabras... Al escribir siempre hay una palabra justa y cualquier otra es errónea. No hay belleza en las palabras salvo en su colocación». El compositor Charles Ives captó mejor que los críticos literarios lo que la pretendida ausencia de forma significaba: óigase su Emerson Concerto. << [7] «El poeta», el ensayo con el que empieza la segunda serie, prueba que «la escala completa de la experiencia» incluía tanto los acontecimientos vitales como su transformación literaria: Emerson había perdido un hijo y ganado un mundo de lectores desde la aparición de la primera serie. «El poeta es representativo» y explora «el doble significado o tal vez tendría que decir el cuádruple, o el céntuple o un significado innumerable de cada hecho sensible...». << [8] Véase este pasaje —lleno de resonancias— en «Comportamiento»: «La base de los buenos modales es la confianza en si mismo. La necesidad es la ley de todos los que no se dominan a si mismos. Los que no se dominan a si mismos se imponen a nosotros y nos perjudican. Algunos hombres se sienten como si pertenecieran a una casta paria. Temen ofender, se inclinan y se excusan, y caminan por la vida con paso tímido... El héroe debería encontrarse como en casa allí donde estuviera; debería impartir comodidad por su sola seguridad y buena condición a cuantos le contemplaran. El héroe ha de sufrir por ser él mismo. Una persona fuerte percibe que tiene garantizada la inmunidad mientras rinda a la sociedad algún servicio que le resulte natural y apropiado: una inmunidad frente a todas las observancias y deberes que la sociedad impone tiránicamente a sus soldados rasos». << [9] Véanse The Early Lectures of Ralph Waldo Emerson, 3 vols., ed. de S. Wicher, Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1960-1972. << [10] La conducta de la vida podría ser leído a como una réplica a Walden: «¿Quién se contentaría», pregunta Emerson, «con una cabaña y un manojo de guisantes secos?». En su crítica a los reformistas de Brook Farm, Emerson anotaría su incredulidad en «la fe de que las tareas del escolar y la práctica en la granja (quiero decir, con sus propias manos) pudieran ser una». Thoreau empezaba Walden diciendo que se había ganado la vida en los bosques «con el trabajo de mis manos solamente». (Walden and Resistance to Civil Government, ed. de W. Rossi, A Norton Critical Edition, Nueva York y Londres, 1992?, p. 1). ae [M] Véase «Immortality» en Letters and Social Aims (1875), Works of Ralph Waldo Emerson, Routledge, Londres, 1894, pp. 498-505. «Immortality» era el ensayo que cerraba el libro. Emerson escribiría en él que «todo es prospectivo». Prospects había sido el último capítulo del primer libro de Emerson, Naturaleza. (Las citas de Naturaleza y los Ensayos provienen de Essays and Lectures, ed. de J. Porte, The Library of America, Nueva York, 1983, 19918), << 1121 ¿Todo lo que corresponde a la especie humana, considerada en conjunto, pertenece al orden de los hechos físicos. Cuanto mayor sea el número de individuos, antes desaparecerá la influencia de los individuos y prevalecerá una serie de hechos dependientes de causas por las que existe la sociedad y se preserva», Quetelet, << [13] E ae Véase la nota sobre la traducción de scholar por «escolar» en la introducción (N. de los T.). << | 1141 Beaumont y Fletcher, The Tamer Tamed (El domador domado). << [15] Beránger. << 116] Landor, Pericles and Aspasia. << 1171 Ilíada, xxi, 455. << [18] «Polilla» o «gusano». <<