www.aguilar.es Empieza a leer... Teseo El oráculo de Delfos Los cuatro jinetes, de repente, dejaron de bromear. Ha- bían llegado a los pies del Parnaso, y la presencia del dios Apolo, el más implacable del Olimpo, se hacía sentir en el aire. Con sus corazas de bronce, los cuatro jinetes ha- bían atravesado, procedentes de la ciudadela de Atenas, las llanuras y los montes del Citerón y el Helicón, y en su camino habían inspirado en quienes los contemplaban el mismo temor que ellos ahora percibían en las inme- diaciones del santuario de Apolo en Delfos. El templo estaba situado entre dos muros de roca de color cobrizo y, por los destellos que despedían cuando el sol se reflejaba en ellas, recibían el nombre de Fedría- das, las Brillantes. A los lados de la vía sagrada que con- ducía hasta el santuario yacían las ofrendas de los que hasta allí acudían. Rodeado de un semicírculo de elevadas montañas po- bladas de abetos y dominando desde la altura el mar del golfo de Corinto, Delfos era el centro del mundo por- que así lo había decretado Zeus: el padre de los dioses soltó dos águilas desde los extremos de la Tierra y éstas cruzaron su vuelo en el punto exacto en el que se eleva- ron después las murallas de Delfos. En ese lugar, el so- berano de los dioses colocó una enorme roca blanca la- TESEO brada, a la que llamó ómphalos, ombligo, y allí su hijo Apolo decidió levantar su principal santuario. Sin em- bargo, ello no fue fácil, porque el lugar estaba habitado por Python, una gigantesca serpiente, hija de la Tierra, que dominaba las regiones vecinas y que poseía el don de la adivinación. Sólo tras un encarnizado combate pudo Apolo levantar su principal morada en la Tierra. El dios llegó a la gruta en la que la serpiente dormitaba, enros- cada con la boca unida a la cola. Sigilosamente, Apolo dio una vuelta en torno a ella, oscuro e implacable como la noche, pero, a pesar de su sigilo, la serpiente se desper- tó y comenzó a desenrollarse, preparada para trabar com- bate con el extraño. Con un rápido movimiento, alargó la cabeza y escupió su veneno contra el hijo de Zeus, que tuvo el tiempo justo para apartarse y preparar una de sus mortíferas flechas. Cuando la serpiente se erguía para lle- var a cabo otro ataque, el dios disparó su arco de plata, la punta de la flecha penetró en la carne del dragón y fue, poco a poco, destrozando sus ponzoñosas entrañas. Sin comprender qué le ocurría, la serpiente se irguió para un nuevo ataque y, una tras otra, las flechas del «dios que dispara a lo lejos» la volvieron a atravesar, hasta que fi- nalmente cayó desplomada sobre el suelo. A continuación, Apolo recogió las gotas de veneno que habían quedado impregnadas en la roca y en la tierra y, con su sabiduría divina —porque conocía todo lo que se refería a venenos y pociones curativas—, preparó un brebaje, lo ingirió y adquirió así su capacidad profética. Así fue como el santuario de Apolo en Delfos se convirtió en obligado lugar de peregrinación y todos aquellos que querían emprender un peligroso viaje o una guerra acudían al templo y preguntaban a los dioses cuál sería su destino. 10 EL ORÁCULO DE DELFOS Egeo, el wánax de Atenas, también vislumbraba ame- nazadoras sombras en su futuro, y por esta razón acudía a la morada de Apolo. —A partir de aquí, se acabaron las bromas —orde- nó con gesto severo el Señor de Hombres a los tres gue- rreros que le acompañaban, y éstos guardaron silencio, como si nunca hubieran tenido la capacidad de hablar. Estos tres guerreros eran los lawagetas de Egeo, sus lugartenientes: a un solo gesto suyo se hubieran dejado matar en el campo de batalla y no pocas veces le habían salvado la vida en pasadas incursiones contra ciudadelas enemigas. Entre ellos imperaba un férreo sentido de la camaradería forjado a lo largo de los años y las aventu- ras; algunos de aquellos hombres incluso habían peleado junto a su padre y le habían visto crecer, y aunque no ha- bían dejado de bromear con su wánax acerca del motivo que les llevaba hasta el ombligo del mundo, cada vez que Egeo daba una orden, ellos todavía sentían un estreme- cimiento bajo la armadura. No en vano, el motivo por el que se encontraban allí respondía a una cuestión de Estado: el rey de Atenas, el Señor de Hombres, aún no tenía descendencia y sus tres hermanos —en especial Palante y sus hijos, que domi- naban los territorios vecinos— ansiaban apoderarse de la ciudad consagrada a Atenea: los hermanos de Egeo solían proclamar que la ausencia de un heredero legitimaba aque- llas ambiciones. Desde Mégara, desde Eubea y desde el sur del Atica, el círculo que los tres hermanos habían tra- zado en torno a Atenas se estrechaba más y más, y aun- que Egeo había tomado como esposas a dos princesas —primero a Mélite y luego a Calcíope—, ninguna de ellas le había dado la deseada descendencia. Por ese motivo, para consultar al dios de los oráculos cómo poner reme- 11 TESEO dio a tan delicada situación, el señor de Atenas se había encaminado con sus tres hombres de confianza hasta el santuario sagrado de Delfos, en la montañosa Fócide. Los cuatro jinetes llegaron a las puertas del templo y se apearon de sus caballos. El invierno era todavía un recuerdo cercano (sólo con las primeras flores Apolo re- gresaba del lejano país de los Hiperbóreos) y la noche no tardaría en caer: convenía apresurarse si querían conocer las revelaciones del dios antes de que acabara el día, de modo que tras atar sus monturas entraron en el templo sin dilación. Allí encontraron a un anciano, el custodio del sagra- do recinto, envuelto en un austero manto gris. —Venerable sacerdote —dijo Egeo, al tiempo que de- positaba en sus manos el pélanos, la torta de cebada que servía como ofrenda—, deseamos que el oráculo nos res- ponda, sin ocultarnos ningún detalle, la pregunta que venimos a formularle. —El oráculo ni responde ni oculta, solamente ad- vierte —contestó la voz cavernosa del sacerdote de Apo- lo, clavando sus ojos blancos y ciegos sobre el rostro del rey ateniense—. ¿Os habéis purificado? Sabéis que la di- vinidad detesta que en su templo entren hombres con las manos manchadas de sangre y, por el ruido de vuestras armas, sospecho que lleváis derramada mucha sangre aje- na a vuestras espaldas. —Nos hemos purificado, venerable sacerdote —res- pondió humildemente Egeo. —Sin embargo —añadió el anciano—, también sa- bréis que el dios aprecia la sangre de un ternero sobre su altar. Sin mediar más palabras, Lykos, el más joven de los lawagetas de Egeo, se dirigió hacia su caballo y des- 12 EL ORÁCULO DE DELFOS cargó el ternero que traían preparado para el sacrificio. A continuación, se lo entregó a Egeo, que lo llevó cogido por las cuatro patas hasta el altar. El animal se arqueaba y mugía, acaso presintiendo su inminente holocausto. El sacerdote vertió el agua purificadora sobre la fría piedra del altar y Egeo sujetó firmemente al animal contra ella. Entonces, el sacerdote elevó una plegaria a Apolo y, ac- to seguido, atravesó con un cuchillo la garganta del ter- nero, que, junto a un río de sangre, dejó escapar por la abertura de la herida su último mugido. Después, el ofi- ciante descuartizó al animal y procedió a quemar las par- tes incomestibles, aquellas que se reservaban para los dioses desde los tiempos del titán Prometeo; el resto, las carnes más jugosas, se repartieron convenientemente en- tre los cuatro hambrientos guerreros, que llevaban día y medio sin probar bocado, salvo el pan y las olivas que había traído el invierno. Luego, el sacerdote tomó su parte y, tras recoger los restos, procedió a reconstruir ri- tualmente la forma del animal sacrificado y le pregun- tó a Egeo cuál era la cuestión que quería plantear al dios de los oráculos. —Deseo saber, oh sacerdote de Apolo, si los dioses me concederán un heredero y qué debo hacer para lo- grarlo. —l a divinidad te lo dirá —contestó el sacerdote, ha- ciéndole un gesto con la mano para que pasara al interior de una estancia contigua. Los hombres de Egeo también quisieron traspasar el umbral, pero el anciano se lo prohi- bió con un enérgico movimiento de su mano. Egeo comenzó a descender por unas escaleras que lo condujeron hasta una tenebrosa y fría cámara subte- rránea, el /dyton. La sala de las profecías se encontraba apenas iluminada por una débil luz verdosa. Una vapo- 13 TESEO rosa gasa, que hacía las veces de cortina, confería esa oní- rica tonalidad a una pequeña hoguera que ardía un po- co más allá. El Señor de Hombres permaneció de pie, sobrecogido por la atmósfera sagrada del lugar. Tras la gasa, pudo adivinar la demacrada presencia de una figura femenina, era la Pitia, la voz humana del dios Apolo, que se disponía a celebrar sus divinos rituales: se acababa de purificar bañándose con el agua de la fuente Castalia, un manantial que debía su nombre a la joven muchacha que se había arrojado en ella cuando huía del propio Apo- lo. Ahora, la Pitia masticaba una hoja de laurel, mien- tras permanecía sentada sobre el trípode adivinatorio de la deidad, al lado del mismísimo ómphalos, el ombligo del mundo. Egeo volvió a formular la pregunta. — ¿Qué he de hacer, oh Pitia, voz divina de Apo- lo, para tener descendencia? —y su voz retumbó en las paredes de la gruta. La Pitia, entonces, envuelta en los vapores que bro- taban del subsuelo a través de una grieta en la tierra, en- tró en éxtasis y comenzó a agitarse, como si el dios mis- mo la poseyera y se hiciera dueño de su cuerpo; se agitaba febrilmente y pronunciaba palabras que Egeo apenas podía comprender. Su voz parecía emerger de las pro- fundidades del Hades y Egeo entendió que verdadera- mente una fuerza sobrenatural hablaba por ella. Y en- tonces, como si el dios hubiera decidido abandonar su cuerpo, la Pitia dejó de emitir sonidos inconexos y se des- plomó desfallecida sobre el suelo de la cámara. El rey de Atenas quiso ir hacia ella y descorrió ligeramente la ga- sa que les separaba: la visión de la Pitia provocó en él un estremecimiento. Lo que había sobre el suelo no era una mujer, sino un despojo cadavérico envuelto en una túni- 14 EL ORÁCULO DE DELFOS ca del color del laurel. Parecía que sobre aquella mujer se acumularan más de doscientos años de existencia. Cuando fue a tocarla, una mano le retuvo. —No lo hagas —escuchó decir al anciano guardián del templo—. Ya has visto más de lo que un mortal ha podido ver jamás. Ni siquiera nosotros, sus sacerdotes, hemos visto jamás la Voz de Apolo... El dios quiso que sus sacerdotes fueran ciegos. —;¡Pero no ha contestado a mi pregunta! ¡No ha di- cho ni una sola palabra que un hombre pudiera enten- der! —contestó Egeo, aún estremecido ante la imagen que acababa de contemplar—. ¡No ha respondido a mi pregunta...! —Apolo no responde; el dios advierte —y tendién- dole una tablilla, añadió—: Y esto es lo que el dios te ad- vierte: ASKOU TON PROUKHONTA PODA MEGA PHERTATE LAON ME LUSEIS PRIN DEMON ATHENEON EISAPHIKESTHAI El Señor de Hombres tomó la tablilla y repitió len- tamente las palabras de la Pitia: «El cuello que sobresale del odre, oh el mejor de los hombres, no lo desates has- ta llegar a Atenas». —¿Que no desate el cuello del odre? ¡Por la sangre po- drida de la Hidra! ¿Qué quiere decir esto? —se atrevió a blasfemar Egeo cuando, ya bien entrada la noche, estu- vieron lo bastante lejos del templo de Delfos como para no excitar la ira del dios. —Si así lo deseas, Señor de Hombres Egeo, pode- mos ir a preguntarlo a algún otro oráculo, al de Lebadea, 15 TESEO por ejemplo... Al menos allí se manifiestan a través del sueño —dijo Lykos, entre risas que fueron secundadas por el resto. —¿Por qué tan cerca? Podemos cabalgar unos do- ce días más sin dormir hasta el oráculo de Zeus en Do- dona —prosiguió Esténelo—. El rumor de las hojas de los árboles y el silbido del viento con el que Zeus con- testa es más fácil de comprender que los mensajes de la Pitia. —No creo que sea necesario —dijo a su vez Nykteo, con rostro serio—. Creo haber averiguado el sentido del oráculo. —¿Sabes qué significan las extrañas palabras del oráculo, Nykteo? Entonces, explícalas sin demora, y si tu interpretación me parece convincente, te librarás de mon- tar guardia cuando nos detengamos a dormir —contes- tó Egeo, mirándolo con un gesto de duda. —El significado del oráculo es claro —comenzó a decir Nykteo—: El dios ha dicho que no vuelvas a mear hasta que lleguemos a Atenas —y rompió en una sono- ra carcajada. Todos celebraron el ingenio de Nykteo y golpea- ron sus muslos con gran algarabía. —Me parece, Nykteo —dijo el wánax, en venganza por la broma que habían hecho a su costa—, que harás guardia toda la noche, como tu propio nombre indi- ca. ¿Ves cómo yo también sé interpretar las palabras? Además, puedes empezar ahora mismo. Nos detendre- mos aquí. Nos espera un duro viaje. Aún no volveremos a Atenas. A pesar del cansancio, ninguno de los tres guerreros se atrevió a poner ninguna objeción a la decisión de su wánax: ni siquiera osaron preguntarle cuál era el rumbo 16 EL ORÁCULO DE DELFOS que a partir del día siguiente tomarían. Él lo declararía sin que se lo pidieran y, si prefería mantener calladas sus intenciones, ya lo descubrirían cuando llegaran al lugar de destino. Así, bajo los pinos de un bosque que se encontraba en la ruta hacia Tebas, la ciudad de Cadmo, tras despo- jarse de sus vestimentas guerreras, el yelmo de colmillos de jabalí y el grueso coselete de lino reforzado con lámi- nas de bronce, los cuatro jinetes se dispusieron a pasar la noche al raso. —¿Conocéis la historia de la fundación de “Tebas, la ciudad de las siete puertas? —dijo Esténelo, interrum- piendo el murmullo de los árboles y los inquietantes graz- nidos de las aves nocturnas. —¿Y qué si la conocemos? —contestó Nykteo des- de su puesto de guardia—; nos la vas a contar de todos modos. Es lo único que hacéis los viejos, contar tonte- rías que no interesan a nadie. —Deja que la cuente —intervino Egeo—. Es un buen conjuro para que nos visite el dios de los sueños y po- damos dormir. —0Os contaré cómo se fundó Tebas. Yo no digo que fuera así —comenzó a relatar Esténelo, el más veterano de los lawagetas de Egeo—, sólo digo que lo cuento tal y como a mí me lo contaron. Según dicen, Zeus, el pa- dre de dioses, se enamoró de Europa, la hija del rey Age- nor, y, para seducirla, fue hasta las playas de Fenicia y se apareció ante ella bajo la forma de un hermoso y manso toro. Zeus tomó esta figura para que la joven confiara en él y se acercara sin temor... —Esténelo, ¿no entiendes que somos tus compa- ñeros, guerreros aqueos, y no tus nietos? —Interumpió Nykteo. 17 TESEO —¿Por qué no te callas tú? —gritó Lykos, tumbado junto a la hoguera—. ¡Me estaba quedando dormido y me has despertado! —Continuaré —dijo Esténelo—. El caso es que Eu- ropa montó sobre el lomo del toro y éste se fue aden- trando en el mar poco a poco, sin que la muchacha lo notara, hasta que hubieron avanzado tanto en las aguas que la joven no pudo escapar. Así fue como Zeus la lle- vó hasta algún lugar desconocido, donde yació con ella. ¿Queréis vino? Bueno, continuaré. Cuando Agenor supo que su hija había desaparecido, envió a sus hijos a bus- carla por todos los rincones del mundo. Y a Cadmo le correspondió venir hasta estas tierras que pisamos, jun- to a sus hombres. ¿Adivinaréis qué hizo Cadmo? —se detuvo un instante y volvió a beber—. Lo primero que hizo fue consultar el oráculo de Apolo, como nosotros. ¡Ah, por eso me ha venido a la cabeza esta historia! ¡Se acabaría el mundo antes de que supiérais qué le contestó la Pitia...! —Que no desatara el cuello del odre —sonrió Nykteo. —Le dijo —continuó Esténelo, haciendo caso omi- so a la broma de Nykteo— que siguiera su camino hasta que encontrara una vaca con una marca peculiar sobre su lomo, dos lunas sobre sus ijadas; y le encomendó que la siguiera y que, sobre el lugar que ésta se tumbara a des- cansar, fundara una ciudad. Cadmo hizo lo que la voz del dios le había indicado y, tras encontrar y seguir a la vaca, llegó al lugar donde habría de fundar la ciudade- la de Tebas. Así que Cadmo y sus hombres trazaron con un arado el contorno de la ciudad, marcando en él las siete entradas sobre las que luego se levantaron las fa- mosas Siete Puertas de Tebas. Las habréis visto si habéis estado allí. 18 EL ORÁCULO DE DELFOS Esténelo observó a sus compañeros, que lo mira- ban como quien espera la conclusión de un cuento. El viejo bebió de nuevo y continuó: —Para consagrar la nueva ciudad a una divinidad, como bien sabéis, tenían que hacer un sacrificio, pero les faltaba el agua purificadora, así que Cadmo envió a sus hombres a por ella. Estos llegaron a un manantial (algunos dicen que era la fuente Castalia), pero ocurrió que estaba custodiado por la monstruosa serpiente del dios de la guerra Ares. Esperad, esperad todavía un po- co, que ahora viene lo mejor. La serpiente devoró a todos los soldados; sin embargo, Cadmo, advertido por la dio- sa Atenea de lo que había ocurrido, dio muerte a la ser- piente, vengando así a sus compañeros. Siguiendo los consejos de la diosa, Cadmo sembró los colmillos del monstruo en la tierra y al instante brotaron de ella in- numerables guerreros completamente armados y dis- puestos a atacarle. Una vez más, la diosa se puso de par- te del fenicio y le dijo que arrojara piedras en medio de ellos con el ánimo de confundirlos. Efectivamente, los guerreros, desconcertados, creyeron que entre sí se es- taban lanzando piedras y se atacaron unos a otros hasta que sólo quedaron en pie cinco de ellos, los Hombres Sembrados, los antepasados de los tebanos que hoy ha- bitan la ciudadela. Luego ocurrirían muchas cosas, al- gunas ciertamente maravillosas, como cuando Cadmo tomó por esposa a una hija del dios Ares para reconci- liarse con él. Esa joven se llamaba Harmonía, pero la his- toria de las bodas de Cadmo y Harmonía será para otra Ocasión... —Pero... Esténelo —intervino nuevamente Nyk- teo—, ¿qué ocurrió con Europa? ¿La encontró o no la encontró? ¿Qué fue de la hija de Agenor? 19 TESEO —Bueno, ésa es una historia... muy larga. Yo sólo quería contar cómo se fundó Tebas. Quizá te lo cuente cuando te interesen las historias de viejos. Los otros dos guerreros ya habían caído en brazos del sueño y había mucho camino que recorrer en la jor- nada siguiente. Bajo el manto oscuro de la noche, sólo se oían los rumores de sus criaturas más salvajes. 20